100

Simultáneamente, en Alejandría (Egipto), 10 a.m.

(8 a.m. GMT).

—¡Dios de mi vida! ¿Qué te han hecho? —gritó Emily. Apoyó la cabeza del egipcio sobre el mueble para que estuviera más cómodo cuando este recobró el conocimiento poco a poco. Había empezado a notar los dedos de la joven sobre su cuello para verificar si tenía pulso, y cuando había conseguido salir de aquel sopor que amenazaba con devorarle, había abierto los ojos para ver el semblante de Emily. Ese rostro representaba una esperanza por la que él había apostado mucho. No esperaba volver a verlo.

—Los Amigos… estuvieron… aquí —explicó el malherido con voz entrecortada—. Vinieron a… medianoche. Querían… charlar.

Mientras él hablaba, la herida soltó un borboteo áspero. Emily reconoció los síntomas de un pulmón perforado. Se levantó e hizo ademán de buscar un teléfono en la mesa del bibliotecario. Tal vez una ambulancia pudiera llegar a tiempo si salía en busca de ayuda.

—¡No! —le ordenó Athanasius desde el suelo. Emily se volvió hacia él y las miradas de ambos se encontraron. El malherido logró decir sin aliento, pero con resolución—: Ya es muy tarde para eso. Debemos… pensar… en algo más… que nosotros mismos.

Emily vaciló. Resultaba difícil reprimir el instinto de telefonear. En cambio, Athanasius la miró con la expresión suplicante de un hombre sabedor de que le había llegado la hora y deseaba sacarle el máximo partido a sus últimos momentos. Dio la vuelta a la mesa y se arrodilló junto a él.

—Dios mío, lo saben, ¿verdad? Vinieron a matarte.

Antoun se esforzó para asentir.

—Me interrogaron durante horas, pero… entonces… me falló el corazón —resolló el egipcio.

De pronto, se vio abrumada por el estado del hombre a quien había venido a ver. Antoun había pasado las últimas horas en la soledad de su despacho, desangrándose silenciosamente en los sótanos de la nueva Biblioteca de Alejandría, torturado hasta quedar reducido a algo grotesco.

—No les dije nada —aclaró—. Intentaron… sacarme nuestro secreto, pero… no se lo di… —El rostro antes oscuro y oliváceo se había vuelto blanco. El semblante estaba lleno de sombras y sus rasgos estaban adquiriendo un aire fantasmal.

—Lo sé, lo sé —convino Emily, que le estrechó el brazo con más fuerza—. Eres fuerte, estoy segura.

Athanasius sonrió, satisfecho por haber cumplido con su deber hasta el final, pero su sonrisa se desvaneció enseguida, ya que su mente seguía siendo lo bastante aguda como preguntarse la razón de la presencia de Emily en aquel lugar.

—¿Por qué has venido? —logró articular.

La interpelada presintió que al bibliotecario no le quedaba mucho tiempo, de modo que acortó los detalles al mínimo.

—Hallé la última pista en el palacio Dolmabahçe, a orillas del Bósforo. La encontré en la habitación de Atatürk, en un sofá próximo a la cama donde murió el líder turco.

El herido enarcó una ceja, poco más podía hacer.

—Se parecía a las otras: una línea de texto debajo del símbolo de la biblioteca, pero esta vez había un segundo símbolo. Tanto los emblemas como el propio mensaje remitían a Oxord: «Un círculo completo: celestial techo de Oxford y hogar de la biblioteca».

Antoun no tenía fuerza para hacer ninguna otra pregunta, pero la expresión de su semblante repetía la cuestión por él: «Bueno, ¿y por qué has venido aquí?».

—Estoy aquí porque ni por un momento se me ha pasado por la imaginación pensar que Arno Holmstrand podía haber ideado una serie de pistas que me hubieran hecho avanzar en círculos —respondió Emily—. Despotricaba sin cesar contra el pensamiento circular y los razonamientos que no conducían a nada. ¿Y ahora debo creer me ha dado una pista que me hace regresar a donde ya he estado, a donde empecé, a pocos kilómetros de la iglesia de Santa María? Pues no, lo siento, no me lo creo.

Athanasius asintió, pero la cabeza empezó a inclinársele y la respiración se volvió aún más fatigosa. Emily comprendió que debía ir al grano para asegurarse de que el sacrificio de aquel hombre no fuera en vano.

—Todo cuanto me has contado sobre la biblioteca y tu Sociedad, Athanasius, es antiguo. Todo pertenece al pasado. —Emily se inclinó hacia delante hasta situar su rostro a escasos centímetros del de Antoun—. Eso solo puede ser la mitad de la historia. Hay algo que no me has contado. Por favor, ahora es el momento, debes decirme lo que no sé. ¿Qué es lo que hace que la biblioteca sea algo nuevo y diferente? Eso es lo que rompe el círculo.

Athanasius volvió a mirar los ojos azules de la doctora. Tanto él como ella sabían que esos eran sus últimos momentos en este mundo. Bizqueó tan fuerte como pudo y se concentró en mantenerse consciente el mayor tiempo posible.

—¿Se acuerda… de lo que le conté… acerca de nuestro trabajo… como Bibliotecarios, doctora Wess? ¿Y de que todos los meses le entregamos material al Custodio?

Emily recordó enseguida la anterior conversación.

—Sí, sí, algo de entregar paquetes…

—Así es. Recopilamos información y la entregamos en forma de paquetes. El Custodio recibe nuestros materiales y actualiza la información gracias a ellos. —Resolló y empezó a toser sangre por la boca—. Ahí, sobre mi mesa, está… mi más reciente contribución. —Antoun se sirvió de la frente para señalar su revuelto escritorio—. Tenía intención de entregarlo luego…, hoy.

Emily echó un vistazo a la mesa del despacho. Allí, entre las montañas de papeles, había un paquetito tan bien hecho que parecía de foto: envuelto en papel marrón y sujeto con un cordel. Alargó la mano y lo cogió.

—Adelante —insistió él—. Ábralo.

La biblioteca perdida
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