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7 a.m. GMT

Emily bajaba por Alfred Street cuando el sol se insinuaba por encima de la línea del horizonte oxoniense. Estaba en peligro si se dejaba ver en lugares públicos, lo sabía. El Consejo la encontraría. Podía imaginarlos poniendo todos sus recursos y su energía en esa tarea. Debía encontrar un lugar seguro, un sitio donde pudiera sentarse y pensar, y averiguar el modo de acceder a la red de la biblioteca, a la que podía entrarse desde cualquier sitio, según Antoun.

Al llegar a la esquina, giró hacia la izquierda y siguió por la acera de Bear Lane, manteniéndose lo más cerca posible de los edificios. Unos pocos metros después estaba la entrada a su antigua universidad. En el interior del complejo del Oriel College iba a ser mucho menos visible que en cualquier otro lugar, y el college tenía una biblioteca abierta las veinticuatro horas desde la cual podía trabajar en la tarea de encontrar un acceso, como lo había llamado Athanasius.

Al cabo de unos minutos había hallado sitio en un lateral de la biblioteca del Oriel College. En la entrada aún trabajaba el mismo anciano portero que la había visto tantas veces cuando hacía el posgrado; guardaba un buen recuerdo de ella y le dispensó una cálida bienvenida. Una mesita situada entre dos hileras de estanterías le garantizaba una cierta libertad y acceso a Internet, pues tenía habilitada una conexión.

¿Por dónde iniciaba su investigación? Siguió las pocas pistas intuidas a raíz de los detalles facilitados por el archivo del deuvedé de Antoun. Se había referido al nacimiento de Internet, cuya primera manifestación respondía al nombre de ARPANET y estuvo diseñada por la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación. Aquel parecía un lugar razonable para investigar, pero, por desgracia, dicha agencia, cuyo nombre tenía un historial notable de cambios en función de que el Gobierno quisiera aprovechar su potencial para la defensa, y que de ARPA pasó a llamarse DARPA, parecía ofrecer muy poco a la línea de trabajo de Emily.

Después de visitar varias páginas web aprendió un poco más sobre la conmutación de paquetes como método de envío de datos en una red de ordenadores a lo largo de los años sesenta del siglo pasado. Eso era la columna de vertebral de cualquier red de datos actual, al permitir que los paquetes de datos se transmitieran entre múltiples ramas de circuitos interconectados tan bien como si hubiera un solo cable comunicador entre el ordenador de envío y el de recepción. ¿Era ese el ingrediente clave del conocimiento tecnológico que la Sociedad había «compartido» hacía ya varias décadas para acelerar la creación de las redes que ahora dominaban la era de la información?

Resultaba imposible saberlo, pero, de todos modos, a Emily no le ayudaba en modo alguno. Ella ya no necesitaba más historia, sino una información que le permitiera encontrar un acceso a cualquier red alternativa, donde ahora se hallaba la biblioteca.

Pero había algo más. Emily se removió en la silla de madera. «Hay algo en esta búsqueda que está fuera de lugar». Había llegado a esa conclusión por el trabajo y la guía de Arno Holmstrand. Emily siempre le había considerado un analfabeto en temas tecnológicos a pesar de cuanto le habían dicho en las últimas horas sobre la verdadera forma de la biblioteca actual. ¿Podía ser de verdad el mundo de los tecnomagos y las redes informáticas el terreno adonde la conducía el viejo profesor?

«No pega nada con su personalidad —murmuró Emily—. Todas las pistas que me ha dejado tienen algo que ver conmigo. Sea de literatura o de historia, es algo relacionado conmigo». Y los temas que ahora ocupaban la pantalla del ordenador no guardaban relación con sus conocimientos. Hasta el día anterior por la tarde, Emily no había oído hablar de conmutación de paquetes, protocolos, enrutadores, nodos y cualquier otra información sobre la tecnología en que se basaban esos sistemas. Se hallaba en un terreno completamente desconocido y tan extraño como todo lo que había vivido desde que recibió la primera nota de Arno. Se dio cuenta de que aquella era la primera vez que no tenía ningún punto de referencia. Nada que pudiera relacionar con estudios pasados, conocimientos históricos o materias sobre las que hubiera investigado o reflexionado a lo largo de su vida.

«Y eso no encaja. Toda esta investigación tecnológica me aleja de lo que sé».

Comprendió que necesitaba centrarse. El descubrimiento del acceso tenía que estar relacionado de algún modo con su mundo de libros, estudio y aprendizaje de la historia.

«No estoy viendo alguna pieza del puzle —pensó—. ¿Cuál es la conexión que no estoy haciendo?».

En vez de buscar información sobre Internet y otras cuestiones técnicas, necesitaba regresar al terreno de lo histórico, donde se sentía a gusto. Si Holmstrand iba a hacerle una revelación, el último empujón, lo haría desde ese terreno.

Y probablemente, la biblioteca del Oriel College para esa tarea fuera un terreno de investigación mucho más fructífero que Internet. Emily minimizó la pantalla de búsqueda en el ordenador y prefirió trabajar con el catálogo en línea. No lo había usado nunca con anterioridad, ya que siempre había trabajado con el sistema central de la biblioteca Bodleiana, pero, según su experiencia, los catálogos de las universidades eran todos iguales.

Y fue este pensamiento al azar lo que condujo a Emily hasta donde quería ir.

El mundo pareció sumirse en un silencio absoluto incluso mientras la idea se formaba en su mente. Al cabo de unos segundos, la memoria le hizo retroceder en el tiempo hasta un soleado día de primavera en el campus del Carleton College. Ella estaba sentada delante de un ordenador, buscaba un libro sobre una intriga política en la Roma del siglo II. Delante de ella, haciendo exactamente lo mismo, se hallaba Holmstrand. El profesor no encajaba delante del ordenador, y aun así, manejaba la interfaz del aparato con auténtica soltura. Emily había recordado esa imagen poco después de la muerte de Arno, y también ahora, pero el contexto había cambiado de forma radical.

«¿Ha reparado usted en cuántas universidades de todo el mundo usan este mismo software periclitado? —le había preguntado Arno—. Una versión acá y otra acullá, pero el núcleo es el mismo».

Emily se puso tensa de la cabeza a los pies, pues recordaba la escena de forma tan vívida que era como si ella y el célebre académico volvieran a estar juntos tal y como lo habían estado hacía tantos meses.

Holmstrand había continuado diciendo: «He usado este trasto en Oxford, Egipto y Minnesota. —Se había inclinado hacia delante y sus ojos cansados habían relucido al mirar a los de ella—. Ni una sola vez ha funcionado como Dios manda. Y en todas partes tenía el mismo sistema, Emily».

Y fue en ese recuerdo donde lo supo Emily.

Toda la confusión de las horas pasadas se convirtió de pronto en una certeza absoluta. Volvió la vista atrás, hacia la pantalla de su ordenador, y vio el acceso.

La biblioteca perdida
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