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Estambul, 4.55 p.m., hora local (GMT + 2).

El avión de Emily aterrizó en el aeropuerto Atatürk de Estambul a las 4.55 de la tarde. El vuelo había sido breve y sin incidentes, pero ella tenía la cabeza demasiado llena de cosas como para despreocuparse, a diferencia de lo ocurrido durante el viaje de Inglaterra a Alejandría. Su mente era un remolino y no dejaba de darle vueltas a la información que Antoun le había dado en los sótanos de la Bibliotheca Alexandrina.

Había sentido una descarga de adrenalina al saber que Arno Holmstrand le había dejado otra carta con otra pista, y una descifrable por ella. Estambul, el rostro islámico y secular de la antigua ciudad cristiana de Constantinopla, encajaba a todos los niveles. Tenía algún palacio real ubicado entre dos continentes. También tenía un largo pasado intelectual, confirmado en parte por Antoun cuando le había contado la historia de la antigua biblioteca. Incluso se parecía a Alejandría en el hecho de ser una ciudad real, ya que la metrópoli egipcia recibió su nombre en honor a Alejandro Magno y la urbe bizantina tomó el suyo de Constantino I el Grande. Había paralelismos por doquier. Emily sabía que era allí adonde debía ir.

Athanasius le había ayudado a organizar el vuelo a Estambul en el último minuto. Por segunda vez en veinticuatro horas Emily había sido capaz de subirse a un avión poco después de que se le hubiera ocurrido la idea. A veces, Internet se revelaba como una gran ayuda.

Athanasius también había conseguido que un conductor de Estambul acudiera a recogerla al aeropuerto para evitarle la negociación a brazo partido con los taxistas locales, muy conocidos por los lugareños por su costumbre de sobrecargar los precios gracias a la mala praxis de usar la ruta más larga posible entre dos puntos. Era fácil engañar a un pasajero en una ciudad que era un laberinto de tantas calas y colinas como tenía Estambul. Athanasius y ella habían estado de acuerdo en lo esencial y consideraron idóneo dar los menos rodeos posibles.

—El conductor es un amigo. Te esperará en la fila de las limusinas —la instruyó el egipcio—. Busca a uno con mi nombre escrito en un cartel.

Su conversación concluyó así y luego cada uno siguió su camino. Emily sintió que se había formado un vínculo entre ellos dos, pero había surgido en circunstancias muy difíciles, y debían dejar esa posible relación de amistad en términos prácticos.

Ahora, a más de mil kilómetros de distancia, Emily bajó por la escalerilla del avión y se adentró en la terminal del aeropuerto internacional Atatürk. Su avión había llegado a última hora de un día laborable y el lugar era un hervidero de actividad.

Se echó la bolsa de viaje al hombro y buscó las indicaciones en inglés, marcadas en amarillo, para dirigirse al control de aduana y luego, cuando terminara, a la salida. Todo fue más deprisa y fácil de lo esperado y en cuestión de minutos salió con un sello turco en el pasaporte y un visado cuyo diseño parecía una alfombra turca de intrincado diseño. A renglón seguido se detuvo en un mostrador para cambiar dinero. Retiró una importante suma en liras turcas a fin de hacer frente a las necesidades del día.

En cuanto tuvo un buen fajo de billetes manoseados en su poder, Emily conectó el móvil para telefonear a Michael. No había logrado hablar con él desde que se había marchado de Inglaterra, y el mundo había cambiado mucho desde entonces, o al menos así lo veía ella. Había que ponerle al día y ella podría encontrar consuelo en el sonido familiar de su voz.

El teléfono sonó unas cuantas veces, pero nadie contestó. Emily tuvo la sensación de que algo iba mal. Era muy raro que Michael no respondiera enseguida. Su prometido tenía un identificador de llamadas y, aunque siempre miraba la pantalla para saber quién le telefoneaba, a ella siempre le contestaba enseguida. De hecho, su prometido no había dejado que el teléfono sonara dos veces desde la primera vez que ella le llamó para pedirle una cita. Ella había roto con la costumbre de que fuera el chico quien tomara la iniciativa y dio el primer paso, pero en esa ocasión Michael levantó el auricular al tercer toque. Luego, Emily admitiría que había estado a punto de perder los nervios y colgar. Ese tercer pitido había estado a punto de costarle la relación. Michael Torrance había tomado buena nota y nunca había olvidado su significado.

Emily miró de refilón su reloj mientras el teléfono sonaba una cuarta vez, una quinta… Empezó a calcular la hora local en Chicago, donde había una diferencia de ocho horas. «Si aquí son las cinco, allí son las nueve. Debería estar levantado ya». Emily reconstruyó mentalmente la rutina de su prometido los viernes. A lo mejor había olvidado alguna actividad que le mantenía lejos del teléfono.

Pero antes de que ella pudiera hacer nuevas especulaciones, descolgaron y Michael respondió con voz lejana debido a la calidad de la conexión.

—¿Diga?

—Soy yo —contestó Emily con una nota de alivio y felicidad en la voz.

—¡Em! —Ahora la voz llegó con normalidad. Las preocupaciones de Emily desaparecieron.

—¡Cuánto me gustaría que estuvieras aquí! No vas a creerte lo que me ha pasado desde que hablé contigo en Oxford.

Hubo una ligera demora antes de que él preguntara:

—¿Y dónde estás ahora?

—En Estambul.

—¿En Turquía? Pensaba que habías ido a Egipto.

—Y así era. Fui allí. Estuve allí. Créeme, Michael, estuve allí, pero ahora he acabado aquí.

Y pasó a contarle la historia del día anterior: la búsqueda en la biblioteca, el hallazgo del símbolo, la conversación con Athanasius, y cómo había cambiado la historia que ella conocía. Le habló de la Sociedad, el Consejo y la Biblioteca de Alejandría. También le describió la última pista de Arno, la compra del billete y su vuelo. Y por último le confió el papel que querían que jugara. Notó el cosquilleo del miedo mientras lo decía, pero detalló los hechos con valentía y claridad.

Se dio cuenta de lo deprisa que había ido su vida en las últimas cuarenta y ocho horas mientras contaba todo aquello. En el último día se las había arreglado para estar en tres continentes distintos.

Continuó dándole una gran cantidad de detalles mientras caminaba por los pasillos del aeropuerto de camino hacia la parada de taxis y la fila de limusinas. Entonces, al final de su entusiástico resumen, tomó aliento para respirar.

Michael permaneció en silencio… demasiado tiempo, y él no era de los que permanecen callados. Los primeros temores de Emily volvieron otra vez, sobre todo cuando se percató de que no había comentado nada sobre su extraño reclutamiento, ni sobre el Consejo, ni el papel que deseaban que desempeñara en la Sociedad. Estaba callado, solo eso.

—¿Qué ocurre, Michael?

Hubo otro silencio antes de que él respondiera:

—Emily, han asaltado tu despacho en el Carleton College y también tu casa. La policía me llamó hará cosa de cinco o seis horas, en plena noche, porque los agentes no te localizaban. Alguien ha irrumpido en los dos sitios y lo ha puesto todo patas arriba. Han volcado estanterías, han sacado los cajones… Es como si hubieran asolado los dos sitios…

Emily aminoró el paso. Aquello era un palo y de pronto notó que perdía toda su energía, ya que las noticias de casa conferían un aspecto muy diferente a todo cuanto ella había sabido en las últimas horas.

Tomó conciencia de que había permanecido callada mucho tiempo, así que preguntó lo primero que se le ocurrió:

—¿Saben quién lo hizo?

Por la mente le pasó la sospecha de que el despiadado líder del Consejo tenía muchos hombres a su disposición.

—No, pero… —Michael dejó la respuesta en suspenso.

—Mike, ¿qué ocurre? Dímelo. —Emily había dejado de hablar. Algo más le inquietaba, estaba segura.

Se quedó paralizada cuando él contestó:

—Em, esos hombres me han hecho una… visita.

La biblioteca perdida
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