narices y que no le dejaban continuar con su trabajo: “míralos, tirados en el suelo llorando, qué manera de aparentar. Tú empieza desde un balcón a tirarles pounds a puñados y hacia los lados y verás cómo se lanzan como leones y despejan la carretera. Son como las ratas, se tiran a por el dinero, cómo les gusta el dinero, son los ricos del mundo. Si por mi fuera, ¡si por mi fuera los atropellaba ahora mismo y me los llevaba por delante! Lo que pasa es que entonces me detendrían y me deportarían y yo quiero seguir viviendo aquí”. Mi amigo describe que al escuchar las palabras no sabía si reírse o llorar, y aprovechándose un poco de la espera, le tiró alguna “puyica” para ver cómo reaccionaba: “A la luz del día salen todos como cucarachas, vestidos de negro riguroso, ¡es que son todos unas cucarachas!” añadió el conductor. Finalmente mi amigo, resignado y muy concienciado con esa pequeña parte de conflicto palestino-israelí vivido en sus propias carnes pero a la vez inevitablemente muerto de risa, pagó al taxista (que no perdonó un minuto), se bajó del taxi, buscó alojamiento (había perdido el vuelo) y sacó un billete para el día siguiente. Creemos que este tipo de conflictos están muy lejos de nosotros y que no nos pertenecen, no son parte de nuestra rutina y no entra dentro de nuestros planes o de lo que creemos que nos toca vivir hasta que, un día, una muerte en la otra parte del mundo debido a ese conflicto te deja tirado en Londres, en pleno epicentro del conflicto, entre los bandos y con tan solo la capacidad de reacción, dosis de concienciación, humanidad y buen humor (sí, pues al final, como cuenta mi amigo, lo cuentan de tal forma que te acabas riendo a carcajadas)  hace que la rutina de uno, nuestros planes e incluso nuestro destino se vean variados. Un conflicto tan lejano a nuestros ojos y sentir pero al final presente hasta en la más recóndita (o no) calle de Londres y en la que, casualmente, nosotros nos encontramos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Reflexiones de una treintañera universitaria
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