LUNA PUDO VER A LA PIEDAD

 

 

Luna llena de cuaresma quiere, de nuevo, ver a La Piedad. Es Lunes Santo y va a salir a pasear.

Sabe que no puede, solo quiere, quiere y quiere.

– Luna, eres inmortal, esa es tu virtud y a la vez tu condena, intenta que no se convierta en la fuente de tu pena.

– Extiende tu brazo, te lo ruego, dame tu mano. Sé que es imposible, no lo es soñar. Voy a bajar. Quiero ver a la Virgen de La Piedad y poderla tocar.

Al extender mi mano en un intento de agarrar la luna entera en mi puño, el puerto, por tan solo un instante, se instala en absoluta oscuridad. De repente, una voz dulce, serena, angelical se dirige a mí con un leve cantar:

– Soy Luna, Luna de Cartagena y su mar, y quiero que me lleves de tu mano, por la ciudad, a conocer La Piedad.

Cuando un atisbo de luz se puede apreciar, observo de mi mano agarrada la de una dulce niña de grandes ojos azules, pelo casi canoso y vestida de un riguroso morado marrajo en forma de vestido, entiendo que, Luna, no quiere desentonar.

– Agarra bien mi mano, Luna. No tengas miedo al caminar. Hoy, como excepción a tu inmortalidad, va a conocer a Nuestra Señora, La Virgen de La Piedad. Y las vas a poder tocar.

Tambores y mater mea. Capirotes con hachotes. Nazarenos y caramelos. Las “manolas” acompañando a la virgen en su dolor, rezan sus rosarios a ritmos de tambor.

– Luna, mira, se vislumbra lo lejos el manto que en la cruz de Nuestro Señor cuelga y que el lebeche hace ondear. Luna, ¡se acerca, se acerca La Piedad! Son sus promesas, las que con su constricción del dolor del peso en sus hombres de Nuestra Señora los que hacen a la virgen, a La Piedad con su hijo yacente en sus brazos poder caminar.

– ¡Oh, Señora Mía, piadosa! ¡Oh, Caridad “chica”!, ¡Ay Virgen de La Piedad! ¡Mi sueño hecho realidad! No sufras, mi señora, no hay mejor consuelo que Cartagena a tus pies acompañándote en tu pasear y aliviando con su compañía tu pena y pesar.

-Mira, Luna, ahí la tienes, a la Virgen de La Piedad. Aprovecha su parada frente a la Basílica de la Caridad.

Reflexiones de una treintañera universitaria
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