CAMINITO DE LA UNIÓN

 

 

Era el plan familiar para los domingos. En alguna ocasión se cambiaba por sábado, pero rara vez. Era nuestra rutina de fin de semana, sin tener aquí la palabra “rutina” ningún tipo de connotación negativa, como la de “obligación” o “aburrimiento”. Fueron más de dos décadas de práctica de esta rutina familiar por lo que creo que muy raro será el que la olvide, así como todos aquellos pequeños detalles que en el momento resultaban ser nimios y ahora, a día de hoy, conforman mi infancia.

La ruta se iniciaba de camino a Cartagena en el Peugeot de mi padre a través de la carretera antigua Murcia-Cartagena. Recuerdo pasar por delante del hospital “Virgen de La Arrixaca” y tras éste, la Venta de La Paloma. Y luego, puerto arriba. Mi padre al volante, mi madre en el asiento del copiloto, mi hermano mayor en el asiento trasero derecho, mi hermano pequeño en medio y yo, en el trasero izquierdo, detrás de mi padre. Tuve suerte porque me tocó ventanilla, la que como digo fue para mí durante toda mi infancia mi ventanilla al mundo: al Puerto de la Cadena, el Campo de Cartagena, la Venta Garcerán, el Cabezo Cortao o el Mar Menor a lo lejos. Esa ventanilla, en tiempos de empresas químicas en Cartagena me sirvió también como parapeto de ese olor que al cerrar los ojos me viene a la nariz: sulfatos y mercaptanos que anunciaban que estábamos llegando a nuestro destino. De hecho, recuerdo a mi padre contestar a nuestras quejas decir: “ya sabéis lo que significa, hemos llegado casi”.

Una vez “aterrizados” en Cartagena, tocaba pasar todo el Paseo Alfonso XIII (mi padre tenía calculada la velocidad exacta para que todos los semáforos le tocaran en verde) para luego, por la Plaza de España y al lateral de una gasolinera primero y del Museo Naval luego, girar en la Calle Real hacia el barrio de La Concepción, conocido en Cartagena como “Quitapellejos”. Una vez aparcados frente a la casa de mis abuelos, y aunque ahora parezca increíble, tocaba estirar las piernas tras bajarnos del coche, pues el viaje había llevado no menos de una hora. Mis abuelos esperaban expectantes en el balcón y cuando veían aparecer el coche por la esquina empezaban a saludarnos y mandarnos besos, a la par que les sonreíamos por los cristales. Qué emoción.

Subíamos los dos pisos sin ascensor corriendo, mi hermano mayor más hábil, de dos en dos escalones. Nunca, pero nunca, faltó mi abuela en el rellano para abrazarnos

Reflexiones de una treintañera universitaria
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