LÁGRIMAS SALADAS. CARTAGENA.

 

 

Huele a mar, huele a sal. El viento de lebeche sopla con fuerza y hace que mis cabellos ondeen, igual que las banderas del Club de Regatas, igual que las banderas de Capitanía. Solo escucho el viento y la mar golpear contra las rocas. Las escotas de los barcos zurren, se golpean con el palo mayor o la botavara en una especie de abrazo que igual es por pasión o por traición. Pero están destinados a convivir juntos, por lo que los golpes, unos días más fuertes, otros apenas leves, han de vivirse y tratarse de la mejor de las maneras.

Ese viento cartagenero es sanador. Descongestiona la mente, descongestiona el alma. Es el mejor de los ansiolíticos. Y esa sal que el viento transporta sana, igualmente, la cara y la piel. Las lágrimas, al caer por la cara, ya no son tan saladas y amargas. Y ese viento de lebeche las seca en un instante.

El culmen de esta sanación llega cuando el lunes Santo la Virgen de la Piedad aparece por la Calle del Cañón para tomar la Calle Mayor y pasear. Y su manto baila, además de al son de sus portapasos, por el golpear del viento. Necesita el viento en su cara, en su manto. Necesita enjugar sus lágrimas de dolor. Sabe que su viento las hará desaparecer en segundos, calmando su angustia. Así mismo, el Viernes Santo de madrugada Jesús, con la cruz a sus espaldas, hará lo mismo, en un intento de que ese viento salino desinfecte sus heridas: Jesús, ¿de dónde vienes? de la Pescadería. Y ¿a dónde vas? a Santa María.

Desconozco si el día en que nací el lebeche me recibió entre bocanadas. Lo que es seguro es que, cuando lo sentí por primera vez, me hizo cartagenera, ya no solo de nacimiento sino de corazón.

En menos de cuarenta horas saldremos los tres a pasear, enjugar nuestras lágrimas y sanar nuestras heridas. Cartagena nos espera, nosotros la esperamos. Eolo, haz al lebeche soplar.

Reflexiones de una treintañera universitaria
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