Ocho
El cristal me hirió el brazo. Durante unos segundos el mundo se detuvo. Franqueé hasta la cintura la puerta rota, y ante mí apareció gran parte del aparcamiento vacío y los hierbajos que asomaban entre las grietas de la calzada. Heddy gruñía. Desesperada, Arden me cogió de las axilas e intentó sacarme a rastras. En ese momento una mano me agarró un tobillo y me clavó las uñas, mientras uno de los soldados tironeaba de mí hasta que me metió de nuevo en el almacén.
La perra atravesó la abertura y clavó los dientes en la pierna del hombre.
—¡Me ha atacado! —gritó el militar a sus compañeros.
Heddy no cesaba de gruñir y, emitiendo un sonido ronco y gutural que reverberaba en la estancia, meneó la cabeza de un lado para otro, desgarró el pantalón del muchacho y le mordió las carnes; logró tirarlo al suelo y, finalmente, él me soltó. La cabeza chocó contra el suelo y cerró los ojos de dolor. Acto seguido ordenó:
—¡Disparadle!
Arden volvió a tirar de mí, y mi sangre le empapó la manga de la camisa, pero logró arrastrarme hacia el aparcamiento. La distancia hasta la carretera rondaba los cincuenta metros. Detrás de la tienda había un bosquecillo, y los tupidos árboles nos servirían de refugio. Me puse en pie y corrí hacia los árboles, pero mi amiga se había quedado petrificada, con la vista fija en la entrada: Heddy seguía en el interior. Había inmovilizado al soldado y le ladraba en la cara. Cuando los otros dos hombres surgieron de la oscuridad, la perra les enseñó los dientes como si protegiera una presa recién cazada.
—Heddy, ven, ven aquí —la llamó Arden, dándose palmaditas en el muslo—. ¡Vamos, ven!
Sacando un arma que llevaba en la cintura, el soldado vestido de descarriado apuntó a la perra que, súbitamente, dio un tumbo e hincó los dientes en el brazo del militar joven, que desde el suelo gritó:
—¡Dispara de una vez!
—Tenemos que irnos —aseguré, y tiré de Arden.
—¡Ven aquí, Heddy! —Lo intentó de nuevo mientras se alejaba de la tienda, corriendo hacia atrás—. Te he dicho que…
Sonó un disparo. El animal emitió un quejido sobrecogedor y se tambaleó; el costado le sangraba. El soldado ayudó al joven a ponerse de pie, y disparó a la cadena que mantenía cerradas las puertas, hasta que la partió. Los tres individuos salieron al aparcamiento.
Agarré a Arden de la mano y la conduje hacia el bosque de detrás de la tienda, pero ella caminaba muy despacio sin querer alejarse del edificio. Pese a tener una pata trasera totalmente paralizada, Heddy persiguió cojeando a los hombres.
—Arden, tenemos que irnos —insistí, y la forcé a que viniera en pos de mí. Aunque los individuos nos seguían, ella apenas se movió y estiró el cuello para contemplar a la perra que sufría mucho—. Vamos —supliqué.
No sirvió de nada. En pocos segundos los soldados nos alcanzaron.
—Lowell, cógela —ordenó el joven, señalando a Arden.
El tal Lowell —el pálido— la sujetó por los codos y le ató los brazos a la espalda. Mi amiga pataleó desaforadamente, pero el otro soldado le aferró las piernas y le rodeó los tobillos con una brida de plástico. Con un decidido tirón la tensó, y Arden dejó de dar patadas, ya que las piernas le quedaron cruzadas y aprisionadas.
Mientras la reducían, el soldado joven se me acercó sin prisa. Tenía la pierna en carne viva donde Heddy se la había mordido, y la mancha de sangre se le extendía por la fina tela verde del uniforme.
—Vendrás conmigo —afirmó serenamente.
Su rostro era más anguloso de lo que yo recordaba, y en el caballete de la nariz se le apreciaba una inflamación considerable, como si se lo hubiese roto hacía poco. Me cogió de la muñeca, pero tirando de la mano hacia abajo, tal como Maeve me había enseñado las semanas precedentes, tras mi llegada a Califia, la liberé por debajo de su pulgar. Luego me agaché, hice palanca sobre el suelo y le asesté un codazo en el sensible hueco de la entrepierna. El soldado se encogió de dolor y le brotaron las lágrimas.
Me precipité hacia los demás. El de las cicatrices se llevó una buena sorpresa justo antes de que le diera un soberbio puñetazo en el cuello. Se quedó sin resuello, perdió el equilibrio y soltó las piernas de Arden. Lowell la dejó caer al suelo, se abalanzó sobre mí y me aplastó contra el suelo.
—Tienes suerte —me susurró al oído, echándome el aliento —ardiente y baboso— a la cara—. Si fueras otra te habría rajado el cuello.
Sacó entonces una brida de plástico del bolsillo, me la colocó alrededor de las muñecas y la tensó con tanta fuerza que me latieron las venas de las manos.
El militar joven se incorporó lentamente e indicó al de las cicatrices que fuera a buscar algo al bosque. Éste se alejó tambaleante, agarrándose todavía el cuello con las manos. Yo me giré hacia Arden, que estaba hecha un ovillo en el suelo, llorando y musitándole a Heddy:
—Tranquila, pequeña, tranquila. Estoy aquí, pequeña. Aquí.
Los gemidos de la perra fueron en aumento cuando intentó avanzar a rastras. La sangre le manaba a chorros por la pata trasera herida.
De pronto nos inundó el conocido sonido rechinante del motor de un todoterreno. El soldado de las cicatrices trasladó el vehículo de la arboleda al aparcamiento vacío, y los otros dos nos cargaron, una tras otra, en la parte trasera.
—¡Ya está bien! —gritó Lowell a Arden, pues su llanto le resultaba insoportable—. No quiero oírte más.
El conductor puso rumbo a la autopista.
—¡No podemos dejarla en ese estado! —La voz de Arden sonó entrecortada por los sollozos—. ¿No os dais cuenta de lo que está sufriendo?
Tironeé de mis ataduras, ya que quería consolar y abrazar a mi amiga, a quien las lágrimas le mojaban los cabellos y la camisa. Los hombres no le hicieron el menor caso, ya que únicamente prestaban atención a la rampa que conducía a la ruta ochenta. Arden se arrojó sobre los respaldos y gritó:
—No podéis hacer esto, no la abandonéis así. Sacrificadla, por favor, os lo suplico —repitió hasta quedarse sin aliento. Agotada, apoyó la cabeza en el asiento y chilló—. ¿Qué os pasa? Acabad de una vez por todas con su sufrimiento.
El soldado joven le tocó el brazo al conductor y le hizo señas de que frenase. Los aullidos de dolor de Heddy eran impresionantes; el pobre animal se lamía la herida como si intentase detener la hemorragia.
El soldado se apeó y, atravesando el aparcamiento, se aproximó a la perra. Sin titubear, se limitó a levantar el arma. Me di la vuelta. Sonó la detonación, a Arden se le contrajo el rostro y noté que todo se quedaba inmóvil y en silencio.
Mientras nos alejábamos, ella escondió la cara en mi cuello, estremeciéndose a causa de los apagados sollozos.
—Calma, Arden —le susurré al oído, descansando mi cabeza sobre la suya.
Sus lloros se tornaron inconsolables a medida que el vehículo circulaba hacia el este, hacia el sol naciente.