Diez
El sol se hundió detrás de las montañas y los bosques dieron paso a amplias extensiones de arena. Continuaba atada a las entrañas metálicas del todoterreno, sintiendo el cuerpo entumecido y dolorido tras las horas pasadas en su interior. Nos vimos obligados a circular por el terreno pelado y lleno de baches que había junto a la calzada para evitar los numerosos coches calcinados que se amontonaban en la autopista. El vehículo pasó bajo gigantescas vallas publicitarias, cuyo papel se había rasgado y cuyas imágenes habían perdido color a causa del sol. En una de dichas vallas se leía: PALMS. CENTRO TURÍSTICO, INFINITAS TENTACIONES; otra de ellas exhibía botellas de un líquido amarillento cuyo cristal estaba salpicado de gotas, como si fueran de sudor. La palabra BUDWEISER apenas resultaba legible.
Nos dirigimos rápidamente hacia las murallas de la ciudad. Tal como nos habían contado en el colegio, en medio del desierto se alzaban unas torres monumentales. Pensé en Arden y en Pip, atadas a las camas metálicas, y en Ruby y su mirada perdida. La pregunta que esta me había formulado seguía resonando en mi cabeza: «¿Y yo qué?». El sentimiento de culpa me asaltó de nuevo, y me dije que no había hecho lo suficiente. Pero aquella noche me había ido convencida de que tendría ocasión de regresar. Necesitaba más tiempo. En ese momento, maniatada y a punto de entrar en la Ciudad de Arena, no podía hacer nada por ellas.
Cuando nos acercamos a la muralla de quince metros de altura, Stark sacó del bolsillo una placa circular y se la mostró a los guardias. Después de una pausa interminable, se abrió una puerta en un lateral de la muralla, lo suficientemente ancha para que el todoterreno pasase. Entramos y nos detuvimos ante una barrera. Con los fusiles desenfundados, varios soldados rodearon el vehículo.
—Dadnos vuestros nombres —gritó alguien desde la oscuridad.
Stark le mostró la placa y pronunció su nombre y su número; los demás ocupantes hicieron lo mismo. Un soldado, con la piel quemada por el sol, estudió la placa, mientras otros compañeros registraban el vehículo, iluminaban la parte inferior de la carrocería, escudriñaban las caras de los viajeros y observaban el suelo bajo sus pies. El haz de luz recorrió mis manos, todavía sujetas por la brida de plástico.
—¿Es una prisionera? —quiso saber uno de los soldados sin apartar la luz de mis muñecas—. ¿Tenéis sus documentos?
—No hacen falta —respondió Stark—. Es ella.
El soldado, de ojillos redondos y relucientes, me examinó y, finalmente, dijo muy ufano:
—En ese caso, bienvenida.
Hizo una indicación a sus compañeros para que se apartasen, y la valla metálica se alzó; Stark apretó el acelerador y nos dirigimos velozmente a la rutilante ciudad.
Pasamos frente a edificios cuyos interiores estaban iluminados en tonos azul, verde o blanco brillantes, como habían descrito mis profesoras. Recuerdo haber estado sentada en la cafetería del colegio escuchando por la radio los discursos del rey sobre la restauración: habían convertido algunos hoteles de lujo en bloques de apartamentos y despachos, y suministrado agua, conduciéndola desde un embalse denominado lago Mead; los últimos pisos de cada edificio estaban muy iluminados, y las piscinas eran de un precioso azul cristalino, generado por la electricidad producida en la gran presa de Hoover.
El todoterreno circuló muy deprisa por una extensa obra en construcción de los alrededores de la ciudad, en algunos de cuyos puntos los montículos de arena rondaban los tres metros de altura. Por su parte, los soldados recorrían la parte superior de la muralla, apuntando las armas hacia la oscuridad. Pasamos junto a casas destartaladas, pilas de escombros y un impresionante corral lleno de animales de granja. El olor a excrementos me impregnó las fosas nasales. Sobre nosotros se cernieron palmeras gigantes, de troncos secos y color pardo.
El terreno se despejó cuando nos aproximamos al centro de la ciudad: a nuestra izquierda avistamos jardines y, a la derecha, un solar cubierto de cemento; había algunos aviones oxidados frente a un edificio decrépito en el que un letrero rezaba: MCCARRAN AIRPORT. Dejamos atrás barrios destruidos y carcasas de viejos coches, hasta que llegamos a una zona de edificios, cada uno más grandioso que el anterior, de colores distintos y rebosantes de luz eléctrica.
—¿Verdad que es impresionante? —opinó el soldado de las cicatrices. Viajaba a mi lado en el asiento trasero, y se dispuso a abrir la cantimplora.
Analicé el edificio que apareció ante nosotros: una gigantesca pirámide dorada. A la derecha había una torre verde, en cuya vítrea superficie se reflejaba la luna. «Impresionante» no era la palabra adecuada. Aquellas elegantes construcciones no se parecían en nada a lo que yo había visto hasta entonces. A fin de cuentas, solo conocía el caos: caminos de asfalto resquebrajado, casas de techos hundidos, las paredes del colegio cubiertas de moho negro… En esta ciudad, la gente se paseaba por pasos elevados metálicos, y al final de la calle principal, una torre se elevaba hasta las estrellas, cual una aguja de color rojo intenso en contraposición con el firmamento. Gracias a cada rutilante rascacielos, a cada calle pavimentada y a cada árbol, la ciudad parecía afirmar: «Hemos sobrevivido. El mundo continuará».
El todoterreno era el único vehículo que circulaba. Íbamos a tal velocidad que veía borrosa a la gente. Debido a los anchos hombros y a los fornidos cuerpos de los transeúntes, me di cuenta de que se trataba mayoritariamente de hombres. Unos perros blancos muy pequeños, de más o menos un tercio del tamaño de Heddy, correteaban por la calle.
—¿Qué son? —pregunté.
—Cazadores de ratas —contestó el soldado de las cicatrices—. El rey ordenó que los criasen para hacer frente a la plaga de roedores.
No tuve tiempo de responder porque el vehículo giró a la izquierda y enfiló una calle larga que serpenteaba hacia un imponente edificio blanco, en cuya parte delantera había hileras y más hileras de vehículos del Gobierno. Unos soldados, colgándoles las metralletas a la espalda, estaban apostados a lo largo de una fila de estilizados árboles. Examiné con atención la amplia construcción. La entrada principal estaba bordeada de esculturas: ángeles alados, caballos y mujeres decapitadas. Después de recorrer muchísimos kilómetros habíamos llegado.
Aquel edificio era el Palace, y el rey me esperaba allí.
Stark me bajó del todoterreno aferrándome enérgicamente del brazo. Se me cortó la respiración cuando entramos en el vestíbulo circular de mármol. Hacía meses que la cara del monarca me perseguía, y recordé la fotografía que siempre nos habían enseñado de él en el colegio: el pelo —canoso y ralo— le caía sobre su frente, la piel de los carrillos le colgaba y sus astutos ojillos, siempre vigilantes, parecía que te seguían fueras donde fueses.
Varios soldados recorrían el vestíbulo; algunos charlaban y otros paseaban arriba y abajo por delante de una fuente. Stark me condujo a través de varias puertas doradas hasta un pequeño ascensor recubierto de espejos, y pulsó un código en el teclado. Las puertas se cerraron y subimos sin parar; noté un vacío en el estómago al sucederse los pisos a toda velocidad: los cincuenta primeros y luego cincuenta más.
—Te arrepentirás —dije, y tironeé de la brida de plástico que me ceñía las muñecas—. Le contaré lo que me has hecho. Le diré que tus hombres me arrojaron al suelo en el aparcamiento y que me amenazaste con matarme.
Reparé en que la costra del corte del brazo se había ennegrecido.
—Perfecto —declaró Stark, impasible—. Cumplí las órdenes que me dieron. Me encomendaron que hiciese cuanto fuera necesario para traerte a la ciudad. —Se me encaró con los ojos inyectados en sangre. Me cogió del cuello de la camisa y me acercó tanto a él que mi cara quedó a pocos centímetros de la suya—. Los hombres que mataste eran como hermanos para mí; durante tres años habíamos trabajado juntos todos los días. El rey jamás te castigará por tus asesinatos, pero yo me encargaré de que nunca olvides lo sucedido aquel día.
Las puertas se abrieron con un siseo aterrador. El soldado me clavó las uñas en el brazo mientras me conducía a una estancia situada al otro lado del pasillo enmoquetado.
—Espera aquí —ordenó y, sacando una navaja del bolsillo, cortó la brida. De inmediato sentí hormigueo en las manos ante la súbita circulación sanguínea.
La puerta se cerró. Di un salto para sujetar el picaporte, pero incluso antes de intentarlo me di cuenta de que estaba cerrada. En el centro de la habitación había una larga mesa de caoba, rodeada de varias sillas macizas. Desde un gran ventanal, cuyo alféizar sobresalía unos sesenta centímetros, se divisaba la ciudad. Me acerqué a él, encajé como pude los dedos bajo el marco del cristal y presioné.
—Ábrete, por favor —musité en voz muy baja—. Por favor, ábrete.
El modo de conseguirlo daba igual, pero lo cierto es que necesitaba salir de esa habitación.
—Está sellado —musitó alguien.
Me erguí y me di la vuelta. En la puerta había un hombre de unos sesenta años, de pelo canoso y piel muy fina y reseca. Me alejé del ventanal y dejé caer las manos a los lados del cuerpo. El hombre vestía un traje de color azulón, corbata de seda y el escudo de la Nueva América bordado en la solapa. Se aproximó y me rodeó lentamente, examinando mi enredado cabello castaño, la camisa de hilo empapada en sudor y las marcas en las muñecas debidas a las ataduras. La herida del brazo seguía abierta, y la sangre me ensuciaba desde el codo hasta la mano. Cuando concluyó el escrutinio, se detuvo ante mí, extendió el brazo y me acarició la mejilla.
—Mi bella niña… —murmuró, y me pasó el pulgar por la frente.
Le asesté una palmada en la mano, retrocedí e intenté acrecentar tanto como pude el espacio que nos separaba.
—No se acerque a mí —advertí—. Me da igual quién sea usted.
Sin dejar de contemplarme, dio un paso, y luego otro en un intento de aproximación.
—Sé por qué me han traído —le espeté y, rodeando la mesa, retrocedí hasta quedar arrinconada contra la pared—. Para que se entere, prefiero morir a parir un hijo suyo.
Levanté el brazo para golpearlo, pero me cogió la muñeca con mano firme: tenía los ojos llorosos. Se agachó hasta que su cara quedó a la altura de la mía, y cuando por fin habló, cada palabra sonó pausada y comedida:
—No estás aquí para darme un hijo. —Lanzó una risotada extraña—. Eres mi hija. —Me atrajo hacia él, me cogió la cabeza entre las manos y me besó en la frente—. Eres mi Genevieve.