Veinticinco
No tenías por qué hacerlo —dijo Caleb cuando llegamos arriba del todo de la escalera del motel. Me cogió de la mano, me atrajo hacia él y me abrazó—. De todas maneras, me alegro de que te los quedaras.
Desde una habitación situada al final del pasillo, llegaron tenues sonidos musicales. Habíamos recorrido Afueras hasta el apartamento de Harper, en busca de Jo y Curtis. Por fin habíamos llegado al último rellano del destartalado motel. Por todas partes había fichas de plástico descoloridas, el patio estaba atiborrado de sillas rotas… Un hombre aseaba a su pequeño en una bañera a medio llenar, utilizando un viejo cartón de zumo para aclararle el pelo.
Caleb me condujo por el pasillo, y caminamos junto a la pared, ocultándonos bajo la marquesina. En las demás habitaciones había luces encendidas, visibles a través de las ventanas tapadas con lonas o con trozos de sábana. Llamó cinco veces a la puerta del fondo del pasillo, tal como había hecho en el hangar. Harper estaba dentro, y su risa llena de vitalidad rompía el silencio.
—Vosotros otra vez… —dijo, jocoso, al abrir la puerta. Llevaba una larga bata azul, y debajo, una ceñida camiseta sin mangas de color gris—. ¿Qué hacéis aquí?
Nos hizo pasar y comprobó que nadie nos había visto. La habitación estaba abarrotada de colchones usados y montones de periódicos de la ciudad. Curtis y Jo estaban sentados en cajas de madera combada, bebiendo el ambarino líquido de una jarra. Al verme, el hombre dejó la jarra en el suelo; tras las gafas de culo de botella, sus ojos semejaban diminutos puntos negros.
—Curtis, te he traído un regalo —anuncié, irónica.
Me agaché, me bajé la cremallera de la bota y le pasé el fajo de papeles.
Jo lo ayudó a extenderlos en el suelo, y preguntó:
—¿Son lo que creo?
—¿De dónde los has sacado? —Curtis cogió un papel de debajo de la pila, recorrió los croquis con los dedos e hizo una mueca, aunque se tapó la boca como si intentase disimularla—. ¡No lo puedo creer!
—Me parece que deberías decir «gracias» —puntualicé.
A Harper se le escapó una risilla y me guiñó un ojo para darme a entender que estaba de acuerdo.
—El derrumbamiento está aquí —murmuró Jo, y señaló un punto del mapa. Desplazando el dedo hacia el otro extremo, añadió—: Tenemos que acceder a este túnel situado al este. Y pensar que, en todo momento, supusimos que debíamos seguir cavando en dirección norte.
Como cocinaban algo en la placa eléctrica situada junto a la nevera, el vapor impregnaba el ambiente de un intenso aroma a especias. Harper fue a buscar otra jarra a la improvisada cocina, y sirvió sendos vasos para Caleb y para mí.
—¡Bien hecho! —susurró al entregarme la bebida.
—Eve los robó del despacho de Charles Harris —especificó Caleb, como si ese comentario permitiese comprender con más claridad mis acciones.
Hasta Jo se desternilló de risa.
—¿El único e incomparable Charles Harris? ¿El jefe de Desarrollo Urbano del reino?
Asentí y bebí un sorbo. El sabor era muy parecido al de la cerveza que destilaban en Califia.
—Los he traído tan pronto como he podido.
Aguardé la reacción de Curtis…, que me diera las gracias, que se disculpase, lo que fuera, pero continuó ocupándose de los papeles y estudió el nuevo camino. Tardó largo rato en alzar la cabeza.
Estábamos pendientes de él. Al fin, ajustándose las gafas sobre la nariz, dijo:
—Eres la hija del soberano. ¿Qué esperabas?
Jo, que se había pintado los ojos con una gruesa raya de delineador negro, dirigiéndose a mí, reconoció:
—Cometimos un error. A veces no sabes en quién confiar. Precisamente, perdimos a algunos de los nuestros debido a las fugas de información, ¿sabes?
Harper se sentó y me rodeó los hombros con el brazo.
—Es la forma que tienen de pedir disculpas —explicó en voz muy baja, y bebió otro sorbo.
—Tardaremos menos de una semana gracias a los nuevos planos —aseveró Caleb, se arrodilló junto a Curtis y calculó la distancia hasta el muro—. Ya he avisado a Moss para que sepa que mañana reanudaremos la construcción y para que se ponga en contacto con la ruta.
—Por la tarde traeré treinta trabajadores —intervino Jo, y consultó la hora. Se había recogido los rubios bucles con un trozo de tela roja—. Estableceré los contactos cuando terminen el turno de noche.
—Curtis, supongo que mañana dirigirás la construcción mientras yo voy al otro emplazamiento —añadió Caleb.
El aludido enrolló los croquis y se los guardó en la mochila. Movió afirmativamente la cabeza y nos observó a Caleb y a mí.
—Eso significa que, en lugar de compadecernos, deberíamos celebrarlo —terció Harper, y se incorporó de un salto del colchón en el que se había sentado.
Se acercó al equipo de música que tenía sobre la cómoda e introdujo un disco como los que yo había visto en el colegio. La música invadió el cuarto, aunque era una canción absurda en la que un hombre tarareaba la siguiente letra: «Hizo la fiesta. Hizo una fiesta monstruosa. Fue una fiesta monstruosa. ¡Tuvo mucho éxito en el cementerio!».
Caleb rio con ganas y preguntó:
—Harper, ¿qué has puesto?
El hombre apartó a puntapiés varias camisas arrugadas e hizo espacio para bailar.
—De todos los que tengo, es el único cedé que funciona. Me da lo mismo que sean canciones de Halloween, porque sigue siendo música.
Se marcó unos pasos, y la cerveza se balanceó en su vaso cuando agarró a Jo. La mujer esquivó varios periódicos arrugados sin cesar de reír. Seguí sentada en el colchón observando a Caleb que, para deleite de Harper, se sumó al baile y meneó las caderas sin demasiado entusiasmo.
—¡Uooooo, uooooo! —tarareó Harper—. ¡Chico, así me gusta!
Tardé un segundo en percatarme de que Curtis se había sentado a mi lado.
—Dudé de ti —admitió, pero hablaba tan bajo que me costó entenderle—. Hace tres meses que trabajamos en ese túnel, y es posible que lo terminemos, precisamente, gracias a ti. —Me ofreció la mano—. Ahora eres de los nuestros.
Se la estreché.
—Siempre lo fui —precisé—. Por mucho que el rey sea mi padre, he vivido en el caos y en el colegio. Sé lo que ha hecho.
La música resonaba en la pequeña estancia. Curtis guardó silencio unos segundos y evaluó mis afirmaciones.
—Necesito tiempo para confiar en alguien. La mayoría de las personas de Afueras ni siquiera conocen mi verdadero nombre.
—Ya está bien de parloteo —nos interrumpió Harper. Me cogió del brazo y me obligó a levantarme. Trazamos un giro a toda velocidad, y me di cuenta de que trastabillaba a causa de la cerveza que había bebido—. Disfrutemos de la noche. ¡Venga ya, Curtis…! ¡Ya está bien, hombre, ponte de pie! De lo contrario, tendré que levantarte…, y te levantaré —amenazó y, tirando del cinturón de la bata, se dispuso a quitársela.
Curtis levantó los brazos en señal de rendición. Se sumó a la fiesta y bailó torpemente por el atiborrado cuarto. Caleb me cogió de la mano, me hizo girar y me obligó a agacharme tan rápido que mi estómago pegó un brinco; nuestros rostros solo quedaron separados unos centímetros mientras escuchábamos el absurdo estribillo. Entonces me acarició la oreja con los labios y me preguntó:
—¿Quieres que nos vayamos?
Me percaté de que amaba cada partícula suya: el olor de la piel, la cicatriz de la mejilla, el roce de sus dedos en mi espalda, su forma de conocer mis pensamientos…
—Sí —respondí finalmente, y sentí un intenso ardor cuando me tocó con la mano—. Creía que nunca lo dirías.