Treinta y ocho
Dormirán en la segunda planta —informó la profesora Agnes cuando comenzamos a subir la escalera, dando vistazos intermitentes a Beatrice, que aún tenía la cara abotargada—. Princesa, me alegro de volver a verla —afirmó.
La profesora Agnes se encorvaba cada vez que superaba un escalón, ladeándose hacia mí, mientras se aferraba a la barandilla con su nudosa mano. Había sido una presencia constante en mi vida, incluso después de mi partida del colegio. A veces oía su voz cuando Caleb me acariciaba la nuca o sus dedos tamborileaban sobre mi vientre. La había odiado, y la furia se apoderaba de mí cada vez que recordaba cuanto había dicho en las clases, sus referencias a la naturaleza manipuladora de los hombres y su afirmación de que el amor es una mentira, la principal herramienta que se esgrime contra las mujeres con el propósito de volvernos vulnerables.
Ahora que la tenía a mi lado me pareció muy canija; tenía el cuello encorvado, dando la sensación de que siempre dirigía la vista al suelo, y su respiración era lenta y ruda. Me cuestioné si, realmente, había envejecido, o si el hecho de permitirme considerarla con los ojos de una desconocida se debía al paso de los meses que yo había vivido en el caos.
—Pues sí, aunque ha pasado bastante tiempo —comenté.
Cogí de la mano a Beatrice mientras subíamos a la segunda planta. La había encontrado escondida tras la puerta de la cocina, tapándose la cara con el jersey en un intento de calmar sus sollozos. Sarah no estaba en el colegio. No pude decir ni hacer nada, salvo abrazarla y estrecharla contra mi pecho mientras lloraba. Al cabo de unos minutos, volví a reunirme con las chicas y la directora Burns, respondí a sus preguntas y les aseguré que mi asistenta estaba bien y que, simplemente, se había sentido indispuesta después de pasar tantas horas en el coche.
—Las guardianas han subido su equipaje.
La profesora Agnes entró en una habitación situada a la derecha, y se dedicó a encender las lamparitas de las mesillas de noche. Los habituales ruidos producidos por las alumnas se propagaron de punta a punta del pasillo. Las chicas se congregaron en el cuarto de baño para cepillarse los dientes, y sus carcajadas retumbaron entre las paredes de azulejos. Una maestra salió del lavabo y se dio la vuelta al reparar en mi presencia. Nos observamos unos segundos y sonrió ligeramente, pero la sonrisa se le desvaneció tan rápido que dudé de si me la había inventado.
Se trataba de la profesora Florence.
—Enseguida vuelvo —avisé a Beatrice, que se había tumbado en la cama. La profesora Florence seguía vistiendo la blusa roja y el pantalón azul, y el canoso cabello se le había ensortijado a causa de la humedad—. No sabía si nos veríamos, profesora. —Me cercioré de que la directora Burns no estaba cerca—. ¿Se encuentra bien?
Nos detuvimos en el pasillo, donde había estado tantas veces las noches en las que Ruby y yo esperábamos a la puerta del baño a que se desocupase un lavabo. La profesora señaló una puerta del final del pasillo, la que correspondía a mi antigua habitación, y la franqueamos. El cuarto estaba vacío. No dijo nada hasta que la puerta metálica se cerró y quedamos a solas.
—Estoy bien —replicó—. Espero que tú también lo estés.
Me observó atentamente.
No respondí. Me era imposible dejar de examinar el cuarto: habían desplazado nuestros lechos y los habían puesto uno tras otro contra una de las paredes; los tres estaban sin hacer, cubiertos de libros en pésimas condiciones y de uniformes arrugados. En una de las mesillas de noche había un cuaderno lleno de garabatos; de la pared, encima del escritorio, colgaba una hoja de papel en la que había dibujadas en blanco y negro dos chicas, y debajo ponía: ANNIKA Y BESS: AMIGAS PARA SIEMPRE, escrito con letras grandes y ampulosas. No quedaba la menor huella de Pip, Ruby o mía.
—Lo estoy. La vida en la ciudad es muy distinta —comenté sin hacer caso de la opresión que notaba.
—Ignoraba que eras la hija del rey. La directora Burns era la única que estaba al tanto de ello. —Se sentó en uno de los estrechos lechos y tiró de los hilos de la áspera manta gris.
¿Tal vez si lo hubiera sabido, habrían cambiado las cosas? ¿Me habría ayudado a escapar igualmente aquella noche, haciéndome salir por la puerta secreta del muro?
—Me lo imaginaba —dije lentamente.
—Me he enterado de que han traído de nuevo a Arden, y que ahora está al otro lado del lago. ¿Lo sabías?
Me senté a su lado y respondí:
—Sí. Lo sabía. —No nos atrevíamos a mirarnos—. Me encontré con ella cuando estuve en el caos; me salvó la vida.
Busqué el mosaico roto, bajo el cual Pip y yo nos habíamos dedicado a esconder notas. El fragmento suelto ya no estaba, y el sucio mortero quedaba al descubierto.
La profesora se puso de pie y, agitando las llaves que llevaba en el bolsillo, confesó:
—Fui yo quien condujo a las chicas a la ceremonia de graduación. Pip, angustiada, no quería acudir y juró que estaba segura de que te había pasado algo…; de lo contrario, no te habrías marchado. Le pidió insistentemente a la directora Burns que ordenase a las guardianas que te buscaran en el exterior. Eso me indujo a pensar en lo que te dije… —No concluyó la frase y agitó de nuevo las llaves; el tintineo rompió el silencio—. Tal vez todo habría sido distinto.
Infinidad de veces había repasado mentalmente aquel momento y revivido las palabras de la profesora Florence, la orden de que debía irme sola. Había imaginado todo cuanto podría haber hecho; por ejemplo, despertar a Pip y a Ruby, o esconderme tras el muro. También había imaginado que volvería al día siguiente, cuando se reuniesen en el jardín, para gritarles a la cara qué les sucedía a las graduadas, así como los planes del rey.
La profesora se desplazó hasta el rincón en el que había una única silla, la empujó hacia delante y me dijo:
—Lo descubrí después de que las chicas cruzaran el puente, cuando regresé para limpiar la habitación.
Nos arrodillamos detrás de la silla, y acaricié las letras grabadas: EVE + PIP + RUBY HAN ESTADO AQUÍ. Lo había olvidado. Una mañana, después del desayuno, Pip había entrado en nuestro cuarto y hablado entusiasmada de Violet, una compañera de curso, que había escrito su nombre en la pared del fondo de su armario, detrás de la ropa, donde nadie lo vería. Pip había puesto nuestras camas contra la puerta mientras, con un cuchillo robado, grabábamos nuestros nombres. Contemplé la inscripción con ojos llorosos al recordar lo satisfecha que se había mostrado cuando terminamos nuestra pequeña obra maestra.
Sin darme tiempo a pronunciar palabra, la profesora me cogió de la mano y dejó sobre mi palma un objeto frío. Asintió con la cabeza, como si quisiese confirmar de qué se trataba, me cerró los dedos e hizo señas para que lo guardase. Me lo metí en el bolsillo e, inmediatamente, noté que se trataba de una llave, mejor dicho, de «la llave».
La puerta metálica se abrió de golpe y chocó contra la pared de cemento.
—¡No te atreviste a preguntárselo…! —La voz de una chica rompió el silencio—. A veces eres muy cobardica.
Dos quinceañeras, que llevaban las pecheras de los camisones mojadas después de lavarse la cara, entraron. Cuando nos vieron, se quedaron de piedra. Una de ellas se ruborizó tanto que hasta las orejas se le enrojecieron.
—¿Queríais preguntarme algo? —quise saber mientras me apartaba de detrás de la silla. Las chicas no abrieron la boca—. Ésta fue mi habitación durante mi estancia en el colegio. Confío en que no os moleste que esté aquí; la profesora Florence ha querido mostrármela.
La muchacha que había hablado tenía un tupido flequillo negro y le caía sobre los ojos.
—Claro que no —murmuró negando con la cabeza—. Por supuesto que no nos molesta.
Aferré la mano de la profesora Florence y quise agradecerle su comprensión, su ayuda y que no me pidiera explicaciones, pero en ese momento la directora Burns se presentó en la puerta frunciendo los labios.
—Princesa, la estaba buscando. Me gustaría hablar con usted en mi despacho…, a solas. —Y a la profesora le indicó—: Por favor, ocúpese de que estas jovencitas se acuesten como corresponde.
Desapareció por el pasillo y no se molestó en volverse para comprobar si la seguía. Cuando me dispuse a marcharme, toqué la llave que llevaba en el bolsillo, la giré entre los dedos y noté que su contacto me tranquilizaba. Justo antes de franquear el umbral de camino hacia el corredor, la saqué y la introduje por el cuello de mi vestido.
Las luces se apagaron. La directora Burns encendió una lámpara mientras bajábamos la escalera rumbo a su despacho. Me ardieron las mejillas ante el mero pensamiento de entrar en aquella estancia, porque nadie iba allí a menos que tuviese que recibir un castigo. Me sentía como una cría: nerviosa, asustada y dispuesta a confesar todo cuanto había hecho y que podía disgustarla.
Al llegar al despacho, ella dejó la lámpara sobre el escritorio y me indicó que tomase asiento. La puerta se cerró violentamente, y la llama parpadeó dentro del cristal. Muy erguida, le sostuve la mirada y no quise desviarla.
—Directora, ¿en qué puedo ayudarla? El viaje me ha dejado sin fuerzas y estoy impaciente por retirarme.
Soltó una risilla y, con cierto sarcasmo, replicó:
—Desde luego, princesa. Estoy segura de que está extenuada.
Se sentó ante mí y, apoyando las rollizas nalgas en el borde del escritorio, balanceó repetidamente las piernas, como un metrónomo que marca el compás.
Yo tenía las manos empapadas de sudor, aunque le hice frente. Podía acusarme de lo que le viniera en gana, pero ya no tenía la menor importancia. No pensé más que en Pip, Arden y Ruby y en la llave que llevaba escondida, que era la única posibilidad de salvarlas.
—Sin duda creyó que había sido más astuta que nadie —prosiguió fríamente—, y supongo que nos tomó por mentirosas que la habían timado, pero ahora está aquí, como hija de su padre, hablando maravillas de la educación que ha recibido.
—¿Tiene algo más que decir? ¿Me ha hecho venir para soltarme una reprimenda?
Se inclinó hasta que su cara quedó a la altura de la mía, y aclaró:
—La he hecho venir porque quiero saber quién la ayudó. Dígame quién fue.
—No recibí ayuda. Nadie me…
—Miente descaradamente. —Soltó una carcajada—. ¿Pretende que crea que saltó el muro por sus propios medios?
Me di cuenta de que estaba convencida de que lo había escalado. Se trataba de algo imposible, pues medía cerca de nueve metros, pero en lugar de corregirla aproveché la oportunidad y le seguí la corriente.
—Encontré varios metros de cuerda en el armario de las profesoras. Me hice daño en el brazo con la alambrada.
Le mostré la zona donde el cristal de la puerta del almacén me había rajado la piel cuando intentaba huir del teniente; la cicatriz todavía estaba tierna.
La examinó, y después, inquirió:
—¿Cómo supo el destino que les esperaba a las graduadas?
—Siempre lo sospeché —respondí con frialdad. La relación de fuerzas había comenzado a cambiar, y mi voz sonó más tranquila a medida que respondía satisfactoriamente a sus preguntas—. La forma como escapé no tiene relevancia. Lo único que cuenta es que estoy aquí y que he hablado a las alumnas; he explicado mi desaparición y me he deshecho en halagos sobre su colegio. Mañana por la mañana me gustaría ver a mis amigas.
—No es posible —se apresuró a replicar. Se puso de pie y se dirigió hacia la ventana, cruzándose de brazos. El recinto estaba a oscuras. En lo alto del muro había encendidas algunas lámparas, cuya luz hacía brillar la alambrada de espino—. Ese encuentro desataría toda clase de preguntas y confundiría a las alumnas.
—¿Y no se sentirían más confundidas si yo regresara a la ciudad para no volver jamás, y ni siquiera quisiese verlas, o saber si les va bien o mal en la universidad laboral del otro lado del lago?
La directora Burns se plantó frente a mí. Exhaló un profundo suspiro y se pasó el pulgar por las gruesas venas del dorso de la mano, y yo repasé con atención las estatuillas alineadas en las estanterías del despacho: lustrosos y llamativos niños que en ese momento se volvieron amenazadores, mostrando unas facciones demudadas a causa de un éxtasis extraño y forzado. Ella estuvo mucho rato callada.
—¿Es necesario que le recuerde que un día seré reina? —pregunté, inflexible.
La directora cambió de expresión. Frunciendo la nariz como si hubiese detectado olor a podrido, dio unos pasos y replicó:
—Está bien, mañana verá a sus amigas. —Fue hacia la puerta y la abrió para darme a entender que debía retirarme.
Me puse en pie y me alisé el vestido.
—Gracias, directora —dije, muy seria.
Salí y, como tantas veces había hecho, avancé a tientas por el pasillo a oscuras.
—Eve, recuerda que todavía no eres reina —concluyó ella cuando ya estaba a punto de llegar a la escalera.
Seguía en la puerta del despacho; la lámpara proyectaba sombras sobre su rostro.