Seis
Cuando regresamos al malecón, el sol ya se encontraba bajo en el horizonte. El restaurante que se había convertido en el comedor de Califia estaba más animado que en las últimas semanas. Aparté una enmarañada cortina de hiedra y enredaderas, y quedó al descubierto el interior restaurado: de una de las paredes sobresalía una larga barra; las mesas y los bancos de madera, cubiertos de restos de cangrejos hervidos, lenguados y orejas de mar, se apiñaban en el centro del local; en un estante del rincón, había una estatua de Safo, de sesenta centímetros de altura, motivo por el que se le había dado al comedor el afectuoso apodo de «Busto de Safo».
—¡Vaya, vaya! —gritó Betty desde detrás de la barra, exhibiendo unos rubicundos mofletes porque ya había bebido varias cervezas—. ¡Pero si son la dama y el vagabundo!
Las mujeres que ocupaban los taburetes soltaron una carcajada. Una de ellas bebió apresuradamente un sorbo de cerveza de bañera, el brebaje casero que Betty destilaba.
—¿Tengo que suponer que soy el vagabundo? —me preguntó Arden, un tanto enfurruñada.
Ojeándole la rapada cabeza cubierta de costras, el delgado rostro, los pequeños arañazos que le recorrían la piel y las sucias uñas a pesar de que ya se había dado dos baños, le respondí:
—Diría que sí. Indudablemente, eres el vagabundo.
Como las puertas traseras estaban abiertas, entraba el olor del fuego que habían encendido en la parte posterior del restaurante. Delia y Missy, dos de las primeras fugadas por medio de la ruta, lanzaban monedas verdes a sus respectivas bebidas. Era un juego ridículo al que les gustaba dedicarse después de comer y del que las demás estaban excluidas. Detuvieron el juego cuando Arden y yo pasamos por su lado, y Delia asestó un soberano codazo a Missy en el costado.
Varias mujeres ocupaban las mesas del fondo, parloteando a medida que rompían patas de cangrejo. Divisé a Maeve y a Isis en un rincón. Arremangada hasta los codos, Mae abría las conchas de una oreja de mar para dársela a Lilac.
Betty depositó dos vasos de cerveza en la barra.
—¿Dónde está la perra? —preguntó buscando a Heddy a los pies de Arden.
—No la he traído. —Probó un sorbo y, contrariada, le plantó cara a Betty, hasta que esta se alejó para atender a alguien que se encontraba en el otro extremo de la barra. Al beber, se atragantó y estuvo a punto de vomitar—. ¿Desde cuándo tomas esto? —murmuró contemplando el líquido amarillento.
Di varios sorbos y disfruté de la repentina sensación de ligereza que me dominó.
—Aquí casi todas lo hacemos —respondí, y me sequé los labios con el dorso de la mano.
Rememoré los primeros días en que, una vez cumplidas las tareas, permanecía a solas en el dormitorio de Lilac a media tarde. Todo me resultaba muy extraño entonces: tanto el ruido que hacían las mujeres al cortar leña en el claro situado encima de donde vivíamos, persiguiéndome por toda la casa, como el que producían las ramas al arañar las ventanas y que me impedía dormir. Quinn venía a buscarme e insistía en que la acompañase al comedor, donde pasaba horas conmigo; a veces jugábamos a las cartas. Y Betty nos servía su destilado más reciente, que yo bebía despacio, mientras refería a Quinn mi viaje hasta Califia.
Arden continuaba estudiándome.
—Además —añadí—, no fue precisamente fácil perderos a Caleb y a ti el mismo mes.
Regina, una viuda corpulenta que hacía dos años que vivía en Califia, se tambaleó en el taburete contiguo y le comentó a Arden en voz baja:
—Caleb es el novio de Eve. Por si no lo sabes, en otro tiempo tuve marido. No es tan malo como dicen todas. —Levantó el vaso e hizo señas de que quería otra cerveza.
—¿Novio? —se extrañó Arden.
—Más o menos —respondí, y sujeté a Regina por la espalda para ayudarla a recuperar el equilibrio—. ¿No es así como lo llaman?
En el colegio nos habían hablado de «novios» y de «maridos», mejor dicho, nos habían advertido contra ellos. En el seminario sobre «Peligros a causa de chicos y hombres», las profesoras habían referido anécdotas de sus propios desconsuelos, de los hombres que las habían abandonado por otras mujeres, y de los maridos que, valiéndose de la fortuna o de la influencia de que gozaban, habían sometido a sus esposas a la esclavitud hogareña. Después de ver lo que los hombres eran capaces de hacer en el caos (los integrantes de las pandillas se mataban entre sí, los captores vendían a las mujeres apresadas, y los descarriados, presas de la desesperación, recurrían al canibalismo), algunas mujeres de Califia, sobre todo las que habían huido de los colegios, todavía creían que los hombres eran universalmente malos. La vida después de la epidemia parecía demostrarlo de forma constante. No obstante, algunas de ellas aún recordaban con cariño a esposos y a antiguos amores, y muchas compañeras nos tildaban a Regina y a mí de recalcitrantes, y nos lo decían tanto a la cara como a la espalda. Cuando despertaba en plena noche y mis manos palpaban la cama en busca de Caleb, «recalcitrante» me parecía un término demasiado suave para describir lo que el amor me hacía sentir.
Delia y Missy comenzaron a discutir de nuevo y, a medida que el tono de sus voces iba en aumento, las mujeres que atestaban las otras mesas se callaron. Todas centraron la atención en el lado del comedor donde las otras dos se encontraban.
—¡Déjalo correr! ¡Ya está bien! —chilló Delia. A continuación cogió su cerveza, arrojó la moneda verde en el culo del vaso y la hizo tintinear.
—Díselo —la apremió Missy. Se giró en su asiento y me hizo señas—. ¡Eve! Escucha, Eve…
Delia se estiró por encima de la mesa y propinó un buen empujón a Missy, así que esta cayó de espaldas.
—Te he dicho que te calles —ordenó. Missy se frotó la zona de la cabeza que se había golpeado contra el suelo de madera—. Cierra tu estúpido pico —añadió y, levantándose, intentó rodear la mesa, pero Maeve se lo impidió.
—Ya está bien; se acabó. Me parece que tenéis que aprender a tomaros las cosas con más calma. Isis, haz el favor de acompañarlas a sus cuartos. —Dicho esto, nos escrutó a Arden y a mí, como si evaluara nuestras reacciones.
—¿Qué tenían que decirme? —inquirí, pues todavía seguía pendiente de las palabras de Missy.
Isis se echó a reír y dijo con tono apremiante:
—Missy está borracha. ¿No es así, Delia?
La aludida se enjugó el sudor de la frente, pero no respondió.
—Alguien lo ha visto —susurró Missy, sacudiéndose los pantalones para quitarse el polvo. Habló en voz tan baja que tuve que agacharme para oírla—. Alguien ha visto a Caleb. Ella lo sabe —insistió, y señaló nuevamente a Delia.
Maeve se irguió, sujetó del brazo a Missy y la ayudó a incorporarse.
—Es una ridiculez, no es más que…
—No quería decírtelo —la interrumpió Delia. En el comedor se impuso el silencio. Hasta Betty dejó de hablar y enmudeció detrás de la barra, sosteniendo una pila de platos sucios en las manos—. El otro día fui a la ciudad a buscar provisiones entre la basura, y me crucé con un descarriado; ya lo había encontrado la semana anterior. Me preguntó de dónde había salido y a dónde me dirigía…
—No le dirías nada, ¿eh? —la interrumpió Maeve con voz monocorde.
—Por supuesto —le espetó Delia. Se había tranquilizado gracias a la ayuda de Isis y Maeve, pero evitaba mirarlas—. La primera vez intentó hacer un trueque con mis botas. Y el otro día me mostró que las llevaba nuevas; después rio y comentó que se las había robado a un muchacho que encontró en la ruta ochenta.
Cada centímetro de mi ser estaba despierto y alerta, y los dedos de las manos y de los pies me latían llenos de energía.
—¿Qué aspecto tenía…, tenían las botas?
Delia se limpió las comisuras de los labios, en las que se le había formado una fina capa de saliva.
—Eran marrones con cordones verdes, y llegaban más o menos hasta aquí. —Se señaló la tersa epidermis de encima del tobillo.
Decidida a mantener la calma, respiré hondo. Parecía que se trataba de las botas que Caleb calzaba cuando íbamos juntos, deambulando por las calles de la ciudad, pero no estaba totalmente segura.
—¿El muchacho estaba vivo?
—Según dijo el descarriado, lo encontró en el almacén de muebles que hay a la vera de la carretera, en el tramo que hay antes de llegar a San Francisco —repuso, y consultó a una de las mujeres de más edad—: Se llama IKEA, ¿verdad? Me contó que el chico estaba gravemente herido y que la cuchillada que tenía en la pierna se le había infectado.
Yo no percibía más que el movimiento de los labios de Delia, y únicamente oía las palabras que le brotaban de la boca. Intenté asimilarlas una por una.
—¿Dónde…, dónde queda eso?
—Préstame atención. —Maeve hizo un gesto con las manos—. Probablemente, no se trata más que de un rumor, no hay nada que demuestre que…
—Ahora mismo podría estar muerto —murmuré y, en cuanto la expresé, la idea me resultó más aterradora si cabe.
Isis meneó la cabeza, y afirmó:
—Con toda seguridad se lo inventó. Al fin y al cabo, es un descarriado.
—Lo ama y no es capaz de dejarlo ahí fuera —sentenció Regina.
Un puñado de mujeres estuvieron de acuerdo con ella, pero Maeve las obligó a callar.
—Nadie encontrará a Caleb porque ni siquiera está aquí —declaró—. Estoy segura de que el descarriado contó una mentira; engañan constantemente. —Y aparentando una intensa preocupación, me dijo—: Además, no podemos permitir que vuelvas al caos, sobre todo porque el rey va tras de ti.
Detecté las intenciones que se ocultaban en sus frases. Parecía estar diciendo: «Jamás saldrás de aquí. No lo permitiré». Me cogió del brazo y me condujo afuera, seguida de Isis, que cargó con Delia. Varias mujeres ayudaron a Missy a sentarse, manifestándole su inquietud por el chichón que se le estaba formando en la cabeza.
La noche era fría y húmeda. Me zafé de los dedos de Maeve.
—Tienes razón —reconocí humildemente—. Con toda seguridad es una mentira que he querido creerme.
Se le relajó la expresión y, alargando el brazo, me dio un apretón cariñoso en el hombro. Lilac no se apartaba de su lado.
—Esa clase de comentarios llegan constantemente, pero es mejor hacer oídos sordos.
—No pensaré en ello. Lo prometo —asentí.
A medida que caminábamos de regreso a la casa, aminoré el paso para que Maeve, Lilac, Delia e Isis se adelantasen. Arden corrió tras de mí; ambas sonreímos en la oscuridad. Ella indicó con la cabeza el puente, y la idea arraigó en nosotras. La pregunta que tanto nos angustiaba por fin tenía respuesta: ya sabíamos qué hacer.