Veinte

Clara y yo ascendimos en la larga escalera de caracol mecánica hacia la galería de arte instalada en un altillo de la primera planta. Aún no me había habituado a ese tipo de escaleras, y no sabía si subir los escalones o quedarme quieta, cogida al pasamanos, y dejarme llevar. La luz se colaba desde arriba. Contemplé los murales del techo, las estatuas gigantes de mujeres ataviadas con túnica, las altísimas columnas de mármol, y debajo de ellas, la estatua de un caballo en pleno salto, y los chorros que brotaban de estanques de agua mansa de color turquesa. De una forma espantosa, el Palace era exactamente como Pip lo había imaginado: un fulgurante modelo de perfección.

Continué observando la decoración e intenté fingir que estaba sola. Por la mañana, el rey había propuesto que Clara me llevase a esa galería, comentando que estaría bien que nos relacionáramos porque así conocería a mi prima. Evidentemente, era una mentira tan grande como una casa, pero accedí para que diese la sensación de que mi posición en el palacio me hacía feliz, o para que pareciera una chica sin nada que ocultar.

—¿Qué tal tu cita con Charles? —preguntó Clara después de un buen rato.

El soldado que siempre nos acompañaba se apeó de la escalera mecánica.

—No se trataba de una cita —aclaré, un poco cortante.

Recordé que, en el colegio, las profesoras habían mencionado esa palabra, aludiendo a que formaba parte del período del cortejo. Nos habían explicado que, a veces, los hombres se comportaban como caballeros antes de mostrar sus verdaderas intenciones.

Caminamos junto a una barandilla baja. A nuestros pies, los compradores deambulaban por el patio y, de vez en cuando, controlaban dónde estábamos. En la parte superior de la entrada de la galería había una pantalla gigante que cambiaba los anuncios cada pocos segundos. En primer lugar apareció una propaganda del nuevo centro comercial globalizado: ¡INAUGURAMOS ESTA SEMANA! Luego mostró una foto del periódico del día anterior, en la que yo estaba en el asiento trasero de un coche, con el siguiente subtítulo:

EL BMW DESCAPOTABLE DE LA PRINCESA GENEVIEVE

RESTAURADO POR GERRARD’S MOTORS:

REPARACIONES PERSONALIZADAS Y EXPOSICIONES

DE AUTOMÓVILES DESDE EL AÑO 2035.

—Pese a ser la princesa de la Nueva América, vas enfadada por el mundo —comentó Clara—. Cualquiera mataría con tal de ocupar tu lugar.

Su forma de expresarse y el acento en la palabra «mataría» me crisparon.

—¿Cuándo estuviste por última vez fuera de las murallas? —pregunté—. ¿Hace diez años, quizá?

Clara se había peinado la pajiza melena en una trenza, que le rodeaba la cabeza, y se la había recogido en la nuca.

—¿Dónde pretendes llegar?

—No eres quién para decir si tengo o no derecho a estar enfadada o contrariada, porque desconoces cómo es el mundo fuera de la burbuja en la que vives. —Pronunciadas esas palabras, me di media vuelta y franqueé la entrada principal de la galería.

La sala estaba fresca y vacía si se exceptuaba a unos cuantos escolares apiñados en un rincón; el uniforme gris que llevaban era muy parecido al que yo había usado en el colegio. Durante unos segundos, el soldado y Clara quedaron rezagados, y experimenté la incomparable sensación de estar sola. La estancia me reconfortó: notaba bajo mis pies la solidez de los suelos de madera, y de las paredes colgaban amigos queridos. Me aproximé hasta el cuadro de Van Gogh que tantas veces había visto en mis libros de arte: el lienzo repleto de flores azules que dirigían la cara hacia el sol. En la placa colocada al lado se leía:

IRIS, VINCENT VAN GOGH. RECUPERADO

DEL GETTY MUSEUM DE LOS ÁNGELES.

Había muchos otros cuadros colgados en hilera de Manet, Tiziano y Cézanne. Fui observándolos uno por uno y recordé todas las veces que había estado en el jardín del colegio, delante del lago, intentando reproducir con el pincel su espejada superficie. Mientras examinaba la cuchillada que habían asestado en la parte inferior de un Renoir (habían sujetado con celo ambas partes del lienzo), Clara se detuvo a mi lado.

—Sé algunas cosas —precisó con furia. Me di cuenta de que había dedicado varios minutos a preparar su discurso. Cada una de sus palabras sonó con regodeo—. Sé que para una mujer es muy desagradable convertirse en la amante de un hombre.

Observó con atención las dos figuras del cuadro, en el que un hombre ayudaba a una mujer a incorporarse de una ladera cubierta de hierba.

—¿A qué te refieres?

—A que no eres la primogénita. Fuiste la última en nacer. Tuve tres primos antes que tú y también una tía, que cayeron víctimas de la epidemia. No sé qué clase de mujer es capaz de…, es capaz de tener relaciones sexuales con un hombre casado.

—Estás equivocada —aseguré procurando ignorar la opresión que sentía.

Se encogió de hombros y se alejó de mí para contemplar el bodegón que colgaba de la pared más distante.

Tuve la sensación de que los pies se me habían adherido al suelo. Observé con detenimiento al hombre del cuadro, el sombrero que le arrojaba sombras sobre el rostro, la nariz como un bulbo rosado y los ojos formados por dos líneas negras. Me pareció que se burlaba de mí.

«Fue su amante», me dije, y la congoja me abrumó. Mi madre, la que me había cantado en la bañera mientras me quitaba el jabón de los ojos, había sido su amante. Retrocedí en el tiempo: volvía a tener cinco años y estaba arrodillada. Mamá se sentía mal. Veía la línea irregular de luz bajo la puerta de su dormitorio, así como su silueta en movimiento mientras golpeaba la puerta con los nudillos a modo de besos, porque no quería arriesgarse a posar sus labios en mi piel. Yo había presionado la palma de la mano contra el lado exterior de la puerta, y la había mantenido allí incluso después de que ella hubiera vuelto a meterse en la cama, al tiempo que sus toses rompían el silencio nocturno.

Me dirigí hacia la puerta, y el llanto estuvo a punto de dominarme. Seguí andando y pasé junto a los iris y la corrida de toros de Manet, en la que el astado clavaba en el caballo sus enormes y afilados cuernos.

—Alteza real, ¿desea que la acompañe arriba? —preguntó el soldado, que caminaba varios pasos detrás de mí.

Mantuve la distancia y apenas le hice caso mientras conducía a Clara al ascensor. Me daba igual lo que ella hubiera dicho, pues estaba segura de que mi madre no tenía la culpa; era imposible que la tuviese la mujer que me había querido con tanta ternura, que me había dado tironcitos en los dedos de los pies mientras los contaba y me cantaba una canción absurda al oído…, la misma mujer que soplaba la sopa para enfriarla incluso antes de darme la primera cucharada. Era él quien había tenido otra familia.

Entré en el ascensor. Clara hizo lo propio, por lo que el espacio resultó pequeño y claustrofóbico, y el ambiente se volvió enrarecido e irrespirable.

—Princesa, ¿va todo bien? —preguntó el soldado, pulsando el botón. Entrelacé las manos para intentar dominar mi nerviosismo. Mis pensamientos estaban centrados en el monarca, en la historia que me había contado, en la foto que me había enseñado. En ningún momento había dicho nada sobre su familia, pero había tardado muchísimo en ir a buscarme y me había dejado sola en casa. Yo pasé demasiados días pendiente de las toses y los ahogos de mi madre, y me aterroricé cuando el silencio en su habitación se tornó eterno. Nunca me había sentido tan lejos de mamá como en el momento presente, ya que la única conexión que tenía con ella se había interrumpido—. Princesa… —repitió el soldado. Me puso la mano en el hombro, y me sobresalté—. ¿Le pasa algo?

—No, no, nada —respondí, y también pulsé el botón de bajada—. Necesito hablar con el rey.