Once

Estuvimos un segundo así, en la misma posición, hasta que me separé de él, pero fui incapaz de decir nada. Las palabras de ese hombre y sus espantosas repercusiones entraron rápidamente en mi cerebro y lo conturbaron todo, tanto el pasado como el presente.

La cabeza me daba vueltas. ¿Qué me había contado mi madre? ¿Qué me había dicho? Desde que tenía memoria, siempre habíamos estado solas. No había fotografías de mi padre en la pared de la escalera, ni me había explicado nada sobre él a la hora de ir a dormir. Cuando tuve edad suficiente para darme cuenta de que era distinta a las niñas con las que jugaba, la epidemia ya se había producido y llevado a sus progenitores. Según mi madre, mi padre ya no estaba, y eso era cuanto necesitaba saber. Al fin y al cabo, mamá me quería por los dos.

El monarca sacó un trozo de papel brillante del bolsillo interior de la chaqueta, y me lo entregó. Se trataba de una fotografía. La cogí y contemplé una imagen de él, de hacía muchos años, en la que el paso del tiempo todavía no había hecho mella: parecía feliz, incluso apuesto; rodeaba con el brazo a una joven cuyo oscuro flequillo le llegaba hasta los ojos. Él la contemplaba, y la mujer, muy seria, se encaraba a la cámara, mostrando la expresión confiada de quien se sabe hermosa.

Me llevé la fotografía al pecho. Era mi madre. Evoqué cada rasgo de su cara, el pequeño hoyuelo de la barbilla y la forma en que el cabello le cubría la frente (siempre buscaba un pasador con que recogérselo). Aquel día, antes de que se declarara la epidemia, habíamos jugado a disfrazarnos en mi cuarto: oía como si fuera ahora los gritos y las risas de los niños en la calle y el ruido de los monopatines en el asfalto; yo llevaba puestos unos zapatos con lazos de color rosa, y mamá, cogiendo uno de mis dos pasadores con forma de elefante, se lo puso encima de la oreja; me besó la mano y me dijo: «¡Ay, mi dulce niña, somos gemelas!».

—La conocí dos años antes de que nacieras —me explicó el rey. Me condujo hasta la mesa, apartó una silla y me la ofreció. Accedí y sentí un gran alivio cuando tomé asiento sobre el cojín, porque me temblaban las piernas—. Por aquel entonces yo era gobernador y había organizado una recogida de fondos en el museo en el que tu madre trabajaba; era conservadora de museos antes de que sobreviniese la hecatombe. Estoy seguro de que ya lo sabes.

—Es muy poco lo que sé de mi madre —musité, y examiné con detenimiento su imagen en la foto.

Situándose detrás de mí, el monarca apoyó las manos en el respaldo de la silla y dijo:

—Tu madre me llevó de visita privada por los jardines y me mostró esas plantas que huelen a ajo y alejan a los ciervos. —Se sentó a mi lado y se pasó los dedos entre los cabellos—. Había algo en su forma de expresarse que me llamó la atención, como si se riese de una broma que solo ella conocía. Pasé dos semanas allí y luego nos mantuvimos en contacto. Iba a verla siempre que no estaba en Sacramento. Al final la distancia resultó excesiva y dejamos de vernos.

»Dos años después se declaró la epidemia. Al principio fue gradual: llegaron noticias de la enfermedad en China y en algunas zonas de Europa. Durante mucho tiempo creímos que solo se había producido en el extranjero. Los médicos norteamericanos intentaron desarrollar una vacuna, pero fue entonces cuando el virus mutó, se reforzó y causó la muerte más rápidamente. Se extendió también por Estados Unidos, y murieron miles y miles de personas. La vacuna salió de inmediato al mercado, pero no sirvió más que para frenar el avance de la enfermedad y alargar durante meses el sufrimiento. Tu madre intentó ponerse en contacto conmigo, pero no me enteré; envió cartas y correos electrónicos y me llamó antes de que los teléfonos dejasen de funcionar. Cuando me sometieron a cuarentena, encontré esa correspondencia en mi despacho; en mi escritorio había un montón de cartas sin abrir.

Recordé aquella época: las hemorragias se habían incrementado. En su intento de mantener seca la nariz, mi madre utilizaba un pañuelo tras otro. Una tarde logró por fin conciliar el sueño, y cuando salí, su habitación estaba a oscuras. En la casa de enfrente habían pintado una equis roja y removido la tierra del jardín, porque la habían utilizado para tapar los primeros cadáveres que habían enterrado. El silencio me sobrecogió. Los niños se habían esfumado. En mitad de la calle yacía una bicicleta rota. Cuando me acerqué a la puerta, observé que el gato de los vecinos estaba fuera, lamiendo la punta de una manguera. Fui a buscar al matrimonio, al hombre del sombrero marrón que tantas veces había visto entrar y salir. Me vino a la memoria el olor intenso y desagradable y el polvo acumulado en los rincones. «Necesitamos ayuda», había dicho yo dando unos pasos inseguros hacia el salón. Entonces descubrí los restos del hombre en el sofá: tenía la piel grisácea y la cara parcialmente hundida debido a la putrefacción.

—Nos abandonaste —lo acusé, incapaz de hablar sin ira—. Mi madre estaba sola, murió sola en esa casa y podrías haberla auxiliado. Yo esperaba que alguien nos salvase.

Cubrió mi mano con la suya, pero la retiré.

—Lo habría hecho, Genevieve…

—No me llamo así —lo interrumpí, y apreté la foto de mi madre contra el pecho—. No puedes llamarme así.

Él se puso de pie, se acercó al ventanal y me dio la espalda. En el exterior, más allá de la muralla, todo estaba a oscuras, y en varios kilómetros no se divisaba ni una sola luz.

—No supe que existías hasta que leí sus cartas. —Suspiró—. ¿Cómo es posible que te enfades conmigo por eso? Tuvieron que apostar soldados en mi casa para impedir que la gente me atacara, ya que fui uno de los pocos funcionarios gubernamentales de Sacramento que no sucumbió. La población estaba segura de que yo contaba con una cura mágica, y de que salvaría a sus familias. Envié soldados en su ayuda en cuanto terminó la epidemia y dispuse de recursos, creé una nueva capital provisional e intenté reunir a los supervivientes. Los envié también a casa de tu madre para que os buscasen, pero tú ya no estabas.

—¿Hallaron a mi madre? —pregunté con las manos cruzadas sobre la fotografía.

La recordé de pie en la puerta, lanzándome un beso. Se la veía muy frágil, y los huesos le sobresalían. Nada de eso me impidió imaginar que todo podría haber sido distinto y que cabía la posibilidad, contra toda lógica, de que ella se hubiera curado.

—Encontraron sus restos —respondió él. Se dio la vuelta y se aproximó a mí de nuevo—. Fue entonces cuando empecé a buscarte; al principio lo hice en los orfanatos, y más tarde, una vez montados los colegios, consulté en las listas de alumnas. No había ninguna niña llamada Genevieve…, supongo que ya te habías convertido en Eve. Cuando enviaron las fotografías de la graduación y te vi, me enteré de que estabas viva. Te pareces tanto a ella…

—¿Y esperas que me lo crea basándome únicamente en una foto? —Se la mostré.

—Podemos hacer comprobaciones —añadió con toda la serenidad del mundo.

—¿Pretendes que confíe en todo cuanto dices? Mis amigas siguen en el colegio y están allí por tu culpa.

El rey rodeó la mesa y, exhalando profundamente, dijo:

—Supongo que todavía no lo entiendes. Sería imposible que lo comprendieras.

—¿Qué tengo que comprender? —pregunté soltando un bufido—. Diría que no hay nada complicado en lo que haces. Repito que por tu culpa ellas están allí, en contra de su voluntad. Eres tú quien puso en marcha los campos de trabajo y los colegios.

Negué con la cabeza y me esforcé por no reconocer que tanto su nariz como la mía tendían a torcerse hacia la izquierda y que teníamos los mismos párpados gruesos. Me repugnaron su pelo ralo, el sutil hoyuelo del mentón y las profundas arrugas de las comisuras de los labios. No podía aceptar que estuviese emparentada con ese hombre, ni que compartiéramos una historia común o unos lazos de sangre.

Gotitas de sudor relucían en su piel. Aunque se tapó la cara, no quise dejar de observarlo. Finalmente, accionó un botón que había en la pared.

—Beatrice, haz el favor de venir —musitó quitándose una pelusa de la pechera de la chaqueta—. Por decirlo con delicadeza, has tenido un día agotador y, seguramente, estás cansada. La asistenta te acompañará a tu dormitorio.

Al abrirse la puerta, entró una mujer baja, de edad madura, que vestía falda y chaqueta rojas; en la solapa de la chaqueta lucía el escudo de la Nueva América. Tenía la cara surcada de arrugas. Me sonrió, hizo una reverencia y de su boca se escaparon las siguientes palabras:

—Su alteza…

El monarca me cogió con suavidad del brazo, y añadió:

—Descansa. Mañana nos veremos.

Eché a andar hacia la puerta, pero me retuvo cogiéndome de la mano y me estrechó entre sus brazos. Cuando se apartó, su expresión era tierna y no me quitaba el ojo de encima. Evidentemente, deseaba que le creyese, pero me resistí, porque pensé en Arden, atada por los tobillos, y en cómo retorcía el cuerpo intentando liberarse.

Experimenté un profundo alivio cuando por fin me soltó la mano.

—Por favor, muestra sus aposentos a la princesa Genevieve, y ayúdala a desnudarse.

La mujer repasó mis andrajosos pantalones, el brazo ensangrentado y los restos de hojas secas entremezclados con mis cabellos. Expresaba ternura cuando el rey se perdió por el pasillo, caminando con energía sobre el brillante suelo de madera. No me moví, pero el corazón me latió violentamente hasta que la estancia quedó en silencio y ya no hubo ni rastro de él.