Cuarenta
A mi regreso a la ciudad concedí más entrevistas a Reginald, en las que hablé de mi enorme entusiasmo por la boda, del compromiso de Charles con la Nueva América, de mi visita al colegio… Y en todo momento me sentí reconfortada al pensar en las preguntas que los ciudadanos se plantearían una vez que yo hubiera desaparecido. Se preguntarían qué había sido de mí, de su princesa, y por qué me había esfumado en uno de los días más importantes de la historia reciente. El rey no lo tendría nada fácil para justificarlo de la misma forma que explicaba todos los demás acontecimientos. Cada día que yo pasase viviendo en el caos, como fugitiva, supondría otra jornada durante la cual deberían cuestionarse dónde estaba, replantearse el sentido de mis palabras y recordar los rumores que habían circulado tras la captura de Caleb. Muchas personas vieron cómo me habían reducido los soldados, atado las manos y devuelto al lugar que, según ellos, me correspondía.
Harper se puso en contacto conmigo en una sola ocasión más, a través del periódico, para confirmarme que el plan seguía en marcha. Ahora me encontraba en mi alcoba, asomada a la ventana para contemplar la superpoblada ciudad, cosa que ya no haría nunca más. El sol matinal se reflejaba en las vallas metálicas que bordeaban las aceras, e iluminaba el vasto camino que discurría por el centro de la ciudad. La gente había comenzado a congregarse en la carretera principal, y las calles estaban atiborradas hasta Afueras.
A todo esto se abrió la puerta de la habitación. Beatrice lucía un vestido de color azul pálido y, presa del nerviosismo, se retorcía las manos. Me acerqué y se las estreché entre las mías.
—Ya le he dicho que no está obligada a hacerlo. No es necesario que me ayude; puede resultar peligroso.
—Quiero ayudarla —afirmó—. Hoy tiene que marcharse; de eso no hay duda. Acabo de esconder la sortija.
La abracé y la retuve. Una hora después, el monarca se presentaría en mi dormitorio para escoltarme escaleras abajo hasta el coche que aguardaría con el motor en marcha a fin de emprender el largo desfile. Pero descubriría que la alcoba estaba vacía y que sobre la cama reposaba el ridículo vestido blanco. Entonces recorrería el Palace y me buscaría en el comedor, en el salón y en su despacho. En una de las plantas encontraría a Beatrice, empeñada en su propia búsqueda y desesperada por dar con mi anillo antes de que se iniciase el desfile; ella le diría que yo acababa de abandonar mi habitación, rogándole encarecidamente que buscase la joya desaparecida, ya que temía que se me hubiese caído fuera del dormitorio.
—Gracias —susurré, aunque esas palabras me parecieron insuficientes—. Gracias por todo. —Recordé que, cuando me llevaron por primera vez al Palace, aquella mujer había limpiado mis laceradas muñecas, se había sentado a mi lado en la cama y me había acariciado la espalda mientras me quedaba dormida—. En cuanto me ponga en contacto con la ruta me dedicaré a buscar a Sarah; la rescataremos a tiempo.
—Eso espero —dijo ella, pero se le ensombreció el rostro al oír el nombre de su hija.
—Volverá a su lado —aseguré—. Se lo prometo.
Enjugándose los ojos, me dijo:
—Clara está al final del pasillo…, y espera para hacer la señal acordada antes de que usted se marche. Yo me quedaré aquí cuarenta minutos más. Me figuro que todas las entradas están expeditas. No permitiré entrar a nadie. —Hizo un gesto para que me fuese.
Caminé sigilosamente hasta la puerta; habíamos obturado la cerradura, incrustando en lo más hondo una bolita de papel, lo mismo que en la de la escalera, para evitar que se cerrasen. Presté atención al soldado que montaba guardia tras la puerta y escuché su profunda respiración. Apoyé la mano en el picaporte y me preparé para percibir la voz de Clara.
Al cabo de unos minutos sonaron unas pisadas.
—¡Socorro, necesito ayuda! —gritó mi prima desde el fondo del pasillo—. ¡Eh, tú…, alguien ha entrado en mi habitación!
Oí cómo el soldado rezongaba y la discusión que se desencadenó. Clara insistía en que el guardia la acompañase, ya que su vida corría peligro. En el momento en que echaron a andar por el pasillo, entreabrí la puerta. Ella caminaba deprisa, sujetándose el bajo del vestido, y le explicó al guardia que habían forzado la cerradura de su caja fuerte y que, seguramente, alguien había entrado en su alcoba durante el desayuno. Él la escuchó con atención y se restregó la frente. Antes de doblar el recodo, Clara se volvió y nos miramos.
Me lancé hacia la escalera este. Vestía los mismos tejanos y el jersey que la primera noche en que había salido del Palace, y me había recogido el pelo en un moño bajo; me faltaba la gorra que, en aquella ocasión me había calado hasta los ojos, de manera que al empezar a bajar la escalera, me sentí más expuesta y reconocible. Bajé la cabeza y me cuidé muy mucho de agacharme al pasar por las mirillas de las puertas de acceso a cada planta.
El paseo del Palace estaba lleno a reventar. Los trabajadores cerraban las tiendas tras cumplir el horario matinal, y bajaban las voluminosas persianas metálicas para proteger los escaparates; los compradores salieron a las calles, y los soldados condujeron a la gente a las diversas salidas y despejaron la planta principal para tenerlo todo a punto antes del comienzo del desfile. Cabizbaja, me dirigí hacia la misma puerta por la que salí en mi escapada inicial, teniendo la sensación de que los soldados me vigilaban.
—¡Avanzad, avanzad! —dijo uno de los militares, y al oír esta orden, me tensé de pies a cabeza—. Dirigíos hacia la derecha cuando lleguéis a la calle principal.
Seguí al gentío que se congregaba en el espacio entre la fuente del Palace y las vallas metálicas. A mi lado iba un hombre con su hijo al que protegía, cogiéndolo por los hombros, mientras se acercaban muy despacio a la salida; a mi derecha había dos mujeres mayores que llevaban festivos pañuelos de color rojo y azul anudados al cuello; intenté taparme la cara para que no se fijasen en mí.
—Desde Paradise Road veremos mejor —aseguró una de las mujeres—. Si nos ponemos a la derecha, frente a la Wynn Tower, evitaremos la congestión. No quiero quedar apresada, como nos ocurrió en el desfile anterior.
Por fin bajamos la escalinata de mármol del Palace y nos desplazamos más rápido al caminar en fila por el paseo principal y cruzar el paso elevado. Me aparté un poco, experimentando un gran alivio cuando me alejé de las mujeres, y me perdí entre la gente que fluía sin cesar. Aunque había previsto que necesitaría tiempo para llegar a Afueras, en ese momento resultó más evidente si cabe, ya que todos se apiñaban junto a las vallas y caminaban lentamente por la acera. Habían acordonado varias calles. El recorrido del desfile estaba salpicado de soldados, y algunos de ellos se hallaban apostados en la calleja y, fusil en mano, vigilaban los techos de los edificios.
Me confundí con la gente y esquivé a un hombre que se había agachado para atarse el cordón del zapato. Al pasar frente a un restaurante, consulté la hora en el reloj del interior. Eran las nueve y cuarto. El contacto de Harper ya habría sacado a Caleb de la cárcel, y para entonces los disidentes, seguramente, se habían reunido con él en Afueras. Con toda probabilidad estaban en el hangar. Dado que habían concentrado a los soldados en el centro de la ciudad, deduje que, cerca de la muralla, las medidas de seguridad se habrían reducido. Nadie se acercaría a las obras en construcción. Transcurriría como mínimo una hora hasta que el puñado de soldados que vigilaba la cárcel se diera cuenta de que Caleb ya no estaba, e informase a la patrulla de la torre.
Hacía un calor asfixiante. Me estiré el cuello del jersey y lamenté no poder ponerme a cubierto del sol. Alrededor la gente hablaba con entusiasmo sobre el desfile nupcial, el traje de novia de la princesa y la ceremonia que retransmitirían a través de las pantallas instaladas por toda la ciudad. Sus voces me parecieron muy lejanas, como un coro que poco a poco dejaba de oírse, y mi mente volvió a concentrarse en Caleb: Harper me había dicho que no estaba herido y asegurado que lo sacarían de la cárcel; me había prometido que Jo nos conseguiría un lugar en la ruta donde quedarnos, y había añadido que, cuando yo llegase, me estarían esperando en el hangar. A medida que me aproximaba a Afueras, me dio la impresión de que los minutos pasaban más rápido. Me permití imaginar a Caleb y verlo allí, en ese espacio inmenso: entrelazaríamos las manos al echar a andar por el túnel a oscuras, y dejaríamos la ciudad a nuestra espalda.
Apreté el paso y me desplacé entre la muchedumbre a medida que me acercaba al viejo aeropuerto. No me fijé en nadie, sino en un punto del sur, contiguo a la carretera principal, donde los edificios daban paso a la calzada resquebrajada.
Afueras estaba tranquilo: junto a la gravilla de la calle, dos hombres, sentados en cubos puestos del revés, compartían un cigarrillo, alguien tendía sábanas recién lavadas en una ventana… Me dispuse a cruzar el aparcamiento del aeropuerto sin contener mi alegría. Probablemente, el monarca ya se había presentado en mi alcoba y acababa de enterarse de que yo no estaba…, mala suerte. Por el contrario, me hallaba aquí, a pocos minutos del hangar, muy cerca de Caleb, que estaba tras la puerta y me esperaba con las mochilas a punto.
Entré en el viejo hangar y me sentí muy pequeña entre los aviones. Al llegar a la habitación del fondo, observé que habían apartado las cajas y que el túnel quedaba al descubierto. Jo no estaba. Escudriñé el otro extremo del hangar y no vi indicios de Harper ni de Caleb. Tampoco había mapas desplegados sobre la mesa ni lámparas distribuidas por el suelo, sino que la luz se colaba por una ventana rota y trazaba caprichosos dibujos en el cemento.
El silencio bastó para ponerme los pelos de punta. En el suelo, a mis pies, había dos mochilas con las cremalleras abiertas y el contenido revuelto. En el acto supe que algo fallaba. Retrocedí. Escruté el hangar, las escalerillas oxidadas que se apiñaban en los rincones y los altísimos aviones. En el aparato situado a mi izquierda, todas las ventanillas salvo una estaban cerradas, y entonces se produjo un movimiento en su interior. Me di la vuelta y me encaminé hacia la puerta, manteniendo la cabeza baja.
Cuando casi estaba a punto de salir, una voz conocida retumbó en las paredes al ordenarme:
—Genevieve, no se mueva. —Los soldados, que se cubrían el rostro con máscaras de plástico rígido, abandonaron el avión sin dejar de apuntarme—. Ponga las manos donde podamos verlas.
Stark iba delante y, acechándome desde lejos, se me aproximó.
Otros dos hombres armados asomaron por detrás de la escalerilla del rincón, y un tercero salió del túnel; se desplegaron por el hangar y avanzaron a lo largo de las paredes, tanto a uno como a otro lado de la entrada.
Stark se detuvo a mi lado, me agarró de las muñecas y me las sujetó a la espalda con una brida de plástico. Me arrodillé porque temí que me fallasen las piernas. Solo pensé en Caleb y albergué la esperanza de que uno de los disidentes le hubiese advertido de la redada.
Cuando Stark quiso conducirme hacia la habitación del fondo, oí pasos que se aproximaban a la puerta del hangar. Alguien estaba a punto de entrar allí. Arma en mano, los soldados se agazaparon y esperaron. La puerta se abrió sin darme tiempo a reaccionar: Harper entró, y fui consciente de que asumía la escena, pero ya no tuvo tiempo de rectificar. Fue el primero en caer abatido. Sucedió tan rápido que no me di cuenta de que le habían disparado. Lo vi apoyarse en el marco de la puerta, y reparé en la herida del pecho, donde lo había alcanzado el primer proyectil.
Me puse en pie.
—¡Caleb! ¡Están aquí! —chillé, y noté que mi voz sonaba rara—. ¡Lárgate!
Stark me tapó la boca con la mano. Caleb acababa de doblar una esquina y apenas se le veía. Por fin llegó, y fue entonces cuando oí la detonación, el disparo que le desgarró el costado del cuerpo. Sonó más fuerte debido al inmenso espacio que ocupaba el hangar, y el eco de la detonación reverberó en las paredes. Presencié cómo trastabillaba y se aplastaba un brazo con su propio cuerpo al caer al suelo; su demudado rostro expresaba extrañeza. Me arrodillé de nuevo, pero me negué a mirar hacia otro lado cuando él se quedó inmóvil y cerró fuertemente los ojos haciendo una mueca dolor. A continuación los soldados se le acercaron, lo rodearon y me lo ocultaron a la vista.