Dos

Harriet trazó la curva sin dejar de pedalear.

—Precisamente por eso tenemos un plan —aseguró Quinn y, acelerando, se puso a mi lado para que pudiese oírla. Debido al impulso, algunos rizos enmarañados le cubrieron los ojos—. Todo saldrá a la perfección.

—No me encuentro demasiado bien —admití, y me giré para que no me viese la cara.

Se me había hecho un nudo en la garganta y respirar me resultaba doloroso. Me habían encontrado. El rey estaba cerca y se aproximaba cada vez más.

Quinn se inclinó para tomar una curva cerrada. El borde de la calzada, un barranco desmoronado de quince metros de altura, estaba muy próximo. Aferré el manillar, resbaladizo a causa del sudor, mientras ascendíamos rumbo al puente. Corría el rumor de que el Gobierno conocía la existencia de la comunidad de mujeres que se alojaban en las colinas de Sausalito, creyendo que se trataba de un grupúsculo de descarriadas más que de las depositarias secretas de la ruta. Habían transcurrido casi cinco años desde la última vez que llevaron a cabo un registro del campamento, durante el cual las mujeres se dispersaron por las colinas, donde permanecieron escondidas toda la noche. Los soldados pasaron junto a sus casas y habitáculos sin reparar en los refugios camuflados bajo un manto de hiedra muy crecida.

El puente estaba próximo: la imponente construcción de color rojo había sufrido un incendio atroz, y allí se amontonaban coches quemados, restos de vigas y cables caídos, así como los cadáveres de quienes habían quedado atrapados mientras intentaban huir de la ciudad. Me aferré a la afirmación de Quinn: «Precisamente por eso tenemos un plan». Si veíamos soldados, ella y yo abandonaríamos Sausalito y no nos detendríamos hasta internarnos en el laberinto de Muir Woods, donde años atrás habían construido un búnker subterráneo. Yo me quedaría allí y me alimentaría de las provisiones almacenadas, mientras los soldados peinaban Califia; las restantes mujeres se desplazarían hacia el oeste, hacia Stinson Beach, donde aguardarían en un motel abandonado a que la invasión hubiera terminado. Correrían bastante peligro si los soldados descubrían el campamento…, y mucho más si comprobaban que me habían escondido para protegerme del monarca.

—Se ha detectado cierta actividad en el otro extremo del puente —anunció Isis desde la entrada de Califia, oculta tras un montón de espesos arbustos. Se había sujetado el cabello con un pañuelo y, asomada al saliente de piedra, sostenía unos prismáticos en la mano. Abandonamos las bicicletas y nos reunimos con ella. Maeve, encaramada sobre la puerta trampa, detrás del saliente, repartía fusiles y munición adicionales, y entregó un arma a Harriet y otra a Quinn.

—Pegaos a la pared —les indicó.

Las mujeres siguieron sus instrucciones. Era una de las madres fundadoras más jóvenes y el miembro de la comunidad que mejor representaba la actitud que se esperaba de nosotras en el campamento; conservaba el mismo aspecto que el día en que la conocí, de pie en la entrada de Califia: alta, de músculos muy marcados y cabello rubio trenzado. Era la que había rechazado a Caleb. Yo había aceptado una habitación en su casa, los alimentos y la ropa que me entregó, así como el puesto que me había conseguido en la librería, porque comprendía que era su forma de transmitir los sentimientos que no podía expresar: «Lo lamento, pero no tuve más remedio que hacerlo».

Cogí un fusil y me reuní con las demás, sin dejar de percibir la frialdad de la pesada arma que sostenía entre las manos. Recordé que Caleb me había dicho cuando estaba en su refugio: «Matar a un soldado de la Nueva América, aunque sea en defensa propia, es un delito que se castiga con la pena de muerte». Me acordé entonces de los dos soldados a los que había disparado en defensa propia, cuyos cadáveres habíamos dejado en la carretera, junto al todoterreno del Gobierno. Había retenido a punta de pistola a un tercer soldado y lo había obligado a conducirnos hasta Califia; las manos le temblaban sobre el volante. Caleb se había desplomado en el asiento trasero y le sangraba la pierna, donde había recibido una cuchillada. Ese soldado era más joven que yo, y lo liberé cuando llegamos a los alrededores de San Francisco.

—Maeve, ¿necesitamos las armas? No deberíamos utilizar…

—Si descubren a las fugadas, las conducirán de regreso a los colegios, donde pasarán los próximos años embarazadas y tan drogadas que ni siquiera recordarán sus nombres. No es una opción viable.

Recorrió la fila de mujeres y les corrigió la posición de los hombros, echándoselos hacia delante, para que apuntaran mejor.

Siguiendo la línea del cañón del fusil, enfoqué hacia el extremo del puente, contemplé el océano gris y me negué a reflexionar sobre las omisiones de Maeve, pues no había mencionado qué ocurriría conmigo. Por el contrario, su afirmación encubría un ligero tono acusador, como si yo hubiese invitado a venir a los soldados.

No dejamos de vigilar ni un momento. Me concentré en el sonido de la respiración de Harriet mientras aquellas figuras recorrían el puente. Desde tan lejos solo distinguí dos siluetas oscuras, una más pequeña que la otra, que caminaban entre los coches calcinados. Al cabo de unos segundos, Isis bajó los prismáticos y comentó:

—Lo acompaña un perro, un rottweiler.

Cogiendo los prismáticos, Maeve indicó:

—Seguid apuntando y, si se produce una agresión, no dudéis en disparar.

Ambas figuras se acercaban. El hombre caminaba encorvado; la camisa negra que llevaba le permitía confundirse con la calcinada calzada.

—No va de uniforme —comentó Quinn, y relajó la sujeción del fusil.

—Eso no significa nada —afirmó Maeve, enfocando los prismáticos—. Ya los hemos visto sin uniforme.

Yo estudié la figura y busqué semejanzas con Caleb.

Cuando el individuo se halló a menos de doscientos metros, se detuvo a descansar junto a un coche. Buscando indicios de vida, escrutó la ladera de la colina, y aunque nos ocultábamos detrás del saliente, no apartó la mirada.

—Nos ha visto —siseó Harriet, y pegó la mejilla a la piedra.

A todo esto, el hombre cogió la mochila y sacó algo de ella.

—¿Es un arma? —preguntó Isis.

—No lo sé —respondió Maeve.

Isis situó el índice sobre el gatillo.

El hombre reanudó la marcha con renovada decisión, y Quinn apuntó.

—¡Alto ahí! —gritó permaneciendo agachada detrás del saliente para que no la viera—. ¡No dé un paso más!

El hombre echó a correr llevando a su lado al perro, cuyo cuerpo —negro y macizo— acusaba el esfuerzo.

Maeve se desplazó unos centímetros y susurró al oído de Quinn:

—Pase lo que pase, impide que se marche.

Maeve no transmitió la menor emoción, igual que el día en que Caleb y yo cruzamos el puente; estábamos extremadamente cansados, pues las últimas semanas nos habían extenuado y cada paso que dábamos suponía un gran esfuerzo. Él llevaba la pernera del pantalón empapada en sangre, y los trozos de tela donde esta se había secado se habían quedado rígidos y arrugados. Pero ella había aguantado firme en la entrada de Califia, apuntándome al pecho con un rifle, y su rostro mostraba la misma expresión que ahora. Cualquiera que fuese la amenaza que ese hombre representaba, de momento solo era culpable de entrada ilegal…, pero de nada más. Le arrebaté los prismáticos.

El individuo se acercaba rápidamente al final del puente.

—¡No dé un paso más! —repitió Quinn a gritos—. ¡Alto ahí!

Gradué los prismáticos, intentando localizarlo. Levantó la cabeza un segundo: su rostro parecía el de un cadáver, pues tenía los ojos y las mejillas hundidos; se le vislumbraban los cenicientos y agrietados labios tras varios días sin beber agua, y llevaba el pelo muy corto. Pese a todo ello, saltó el chispazo del reconocimiento.

La figura corría hacia nosotras, sorteando sin parar los coches volcados y las pilas de restos quemados.

—¡No dispares! —chillé a Quinn.

Eché a correr cuesta abajo, arañándome las piernas con los espesos matorrales, sin hacer caso de los gritos de Maeve. Me coloqué el fusil bajo el brazo y no quité ojo de encima a la persona que se aproximaba.

—Arden… —murmuré, estupefacta. Ella se había detenido, sosteniéndose en el capó de un camión y encorvando la espalda a causa de lo difícil que le resultaba respirar. Sonrió a pesar de las lágrimas—. Estás aquí.

El perro se lanzó sobre mí, pero Arden lo retuvo y le murmuró algo al oído para calmarlo. Corrí sin parar hasta que nos encontramos y abracé aquel frágil cuerpo: llevaba la cabeza afeitada, pesaba diez kilos menos y le sangraba el hombro, pero estaba viva.

—Lo has conseguido —afirmé estrechándola fuertemente.

—Sí —logró responder, y su llanto me mojó la camisa—. Lo he conseguido.