Treinta

Charles me puso una mano en la espalda y, a través de mi fino vestido de raso, la noté trémula.

—¿Te molesta? —preguntó, indeciso.

Hacía días que había adoptado esa actitud y, continuamente, me preguntaba si podía sentarse a mi lado, o si me apetecía recorrer los nuevos escaparates parisinos o pasear por los pisos superiores del centro comercial del Palace. Le cogí todavía más aversión, ya que no dejaba de pedirme permiso, como si tuviéramos una relación de verdad. La situación habría sido tolerable si, en lugar de fingir, nos hubiésemos dicho la verdad: si hubiera podido elegir, jamás me habría emparejado con él.

—Si no queda más remedio… —musité, y me volví hacia el grupito de gente que se había congregado cerca de nosotros. El restaurante se ubicaba en la torre Eiffel, una réplica de la original parisina de casi ciento cincuenta metros; estaba adornado con suntuosas alfombras rojas y una de las paredes consistía en una cristalera que daba a la carretera principal. Unos pocos elegidos ocupaban las mesas decoradas con mantelerías de hilo blanco, donde daban buena cuenta de unos tiernos y jugosos filetes. Varios hombres fumaban cigarros. El blanquecino humo se arremolinó a nuestro alrededor, y tuve la sensación de que lo veía todo a través de un tupido velo.

Charles me cogió de la mano; sostenía la sortija en la palma y el diamante reflejaba la luz. Yo no había probado bocado en todo el día, pues se me había cerrado el estómago al pensar en lo interminable de la situación: las semanas se harían eternas, como había sucedido con la anterior, y las conversaciones corteses entre nosotros se convertirían en una obligación. En parte, me decía que no era culpa suya, pero no soportaba que se comportase como si no pasase nada. Todas las noches había cenado conmigo, y me había contado anécdotas sobre cómo discurría su vida antes de la epidemia, o sobre los veranos pasados en la casa de la playa de sus progenitores cuando se dejaba arrastrar hasta la arena por las olas. Se había explayado sobre su último proyecto urbano, pero sin mencionar para nada a Caleb ni nuestro compromiso inminente…, como si ignorar esas cuestiones modificara la realidad. Dijéramos lo que dijésemos y por muchos esfuerzos que él hiciera, lo cierto es que Charles y yo éramos dos desconocidos sentados frente a frente abocados a un choque ineludible.

Habían transcurrido ocho días. El rey me acompañó otra vez a la cárcel para mostrarme la celda vacía que Caleb había ocupado, y me indicó en el mapa el sitio exacto donde lo habían puesto en libertad: Ashland, una ciudad abandonada y situada al norte de California. Examiné las fotografías que habían realizado de la excarcelación…, la única prueba que tenía de que lo habían liberado. En esas imágenes, Caleb casi se había internado ya en el bosque, con una mochila a la espalda, y aparecía de perfil, vistiendo la misma camisa azul que llevaba la última vez que nos encontramos; reconocí las manchas del cuello.

Sus palabras todavía me obsesionaban. Todos los días repasaba el periódico, dispuesta a enterarme de que extramuros había ocurrido algo: que había aparecido en algún lugar pese al «comunicado» público de su ejecución. Pero siempre leía las mismas tonterías vacuas. La prensa especulaba sobre mi relación cada vez más estrecha con Charles, como si la petición de mano estuviese al caer, y varios lectores escribieron para comentar que nos habían visto en la ciudad. Yo pasaba las noches a solas en mi alcoba, llorando. En poco más de una semana mi vida entera se había vaciado de realidad.

El monarca dio unos golpecitos en la copa con el tenedor y el tintineo resonó en la sala. Clara y Rose estaban de pie al otro lado de la estancia. La muchacha mostraba una palidez enfermiza, y me había eludido desde que se había dado a conocer que Charles y yo éramos novios. Solo estuvo presente en los acontecimientos sociales de asistencia obligada, como cenas y cócteles en la ciudad. Tenía los ojos constantemente irritados, hablaba en voz baja y siempre se disculpaba de ser una de las primeras en retirarse. Oí decir que su madre la presionaba para que se relacionase con el jefe de Finanzas, un cuarentón que escupía sin cesar en el pañuelo. Pensaba en Clara cada vez que llegaba a la conclusión de que en el Palace no había nadie tan infeliz como yo.

Charles me cogió de la mano y aguardó a que nuestras palmas se tocasen. Carraspeó, y cuando los presentes guardaron silencio, expuso:

—Es posible que hayáis notado que, últimamente, me ha cambiado la vida: soy mucho más feliz desde la llegada de Genevieve, y desde que hemos empezado a pasar más tiempo juntos, ya no puedo imaginar la existencia sin ella. —Se arrodilló ante mí sin dejar de contemplarme—. Sé que juntos seremos felices…, estoy totalmente seguro.

Al pronunciar estas frases, solo se dirigió a mí, prescindiendo de los demás, e hizo alusión a todo aquello que no habíamos expresado con palabras: «Lamento que haya ocurrido de esta forma». Me apretó la mano y continuó haciendo referencia a cuando me vio por primera vez, y a aquella tarde junto a la fuente, a lo mucho que le había gustado el sonido de mi risa, a mi despreocupación por que el agua me empapase el vestido y porque no me aparté de allí a pesar de todo… «De cualquier modo, me alegro de que sucediera».

—En realidad lo único que necesito es que Genevieve acepte. —Dejó escapar una risilla incómoda, y exhibió la sortija para que todo el mundo la contemplase. Divisé a Clara por el rabillo del ojo: había echado a correr hacia la salida, empujando a los allí reunidos, e intentaba taparse la cara con las manos—. ¿Quieres casarte conmigo?

Se impuso el silencio, y todos aguardaron mi respuesta.

—Sí —respondí quedamente, y apenas oí mi propia voz—. Sí, me casaré contigo.

El monarca aplaudió y los presentes, también. Todos nos rodearon, me dieron palmaditas de congratulación en la espalda y me cogían la mano, pidiéndome que les permitiera contemplar el anillo.

—Me siento muy orgulloso de ti —afirmó el soberano. Intenté no recular cuando sus labios me rozaron la frente—. Hoy es un día inolvidable —aseguró, como si el mero hecho de decirlo lo convirtiera en algo cierto.

—¿Podemos fotografiarlos? —preguntó Reginald, el jefe de Prensa, aproximándose; le pisaba los talones una mujer baja y de cabellos pelirrojos y tiesos, que era la fotógrafa.

—No creo que haya ningún inconveniente —aseguró Charles.

Me pasó un brazo por la espalda y, pese a que hice un esfuerzo por mostrarme amable, noté la rigidez de mis facciones, y me escocieron los ojos a causa de los incesantes destellos de la cámara.

Reginald abrió la libreta y garabateó en el margen hasta que el bolígrafo comenzó a funcionar. Entonces, medio afirmándolo, medio preguntándolo, dijo:

—Genevieve, ¿me equivoco si afirmo que está usted entusiasmada?

El rey se encontraba a mi lado. Giré el anillo alrededor del dedo y no cejé hasta que me quemó.

—Es emocionante —respondí.

Las facciones de Reginald se relajaron, como si mi respuesta le hubiese resultado satisfactoria, y explicó:

—He recibido muchísimos comentarios sobre los artículos que he publicado acerca de ustedes. Pero olvidémonos ya de la pedida de mano, puesto que la gente está más interesada en saber cuándo se celebrará la boda.

—Nos gustaría que tuviese lugar lo antes posible —intervino el rey—. Mi equipo ya ha abordado el tema del desfile o el recorrido de los recién casados por la ciudad. Será espectacular. Puedes decirle al pueblo que cuente con ello.

—No me cabe la menor duda —añadió Reginald, que presionó con el pulgar el extremo del bolígrafo y lo cerró—. Espero publicar este artículo mañana por la mañana. Nuestros lectores se alegrarán muchísimo.

El humo me acosaba y, de pronto, me vi junto a Charles Harris, convertida en su prometida y ataviada con vestido de novia y zapatos de tacón, actuando como había jurado que jamás lo haría. Me había imaginado infinidad de veces ese minuto cuando visité a Caleb en la cárcel, contemplándole la cara abotargada y los verdugones de la espalda. No cesaba de decirme a mí misma que lo matarían, y por ello, lo impedí de la única manera que me era factible.

Pero, precisamente, a causa de mi resolución, yo formaba ahora parte del régimen y, sin duda, me había convertido en traidora a los ojos de los disidentes. Imaginé a Curtis en la fábrica, leyendo el artículo sobre mi compromiso nupcial y mostrándoselo a los demás como prueba de que siempre había estado en lo cierto. Así pues, aunque lograsen cavar los túneles, ya no me ayudarían a escapar.

A todo esto, el jefe de Finanzas, que se hallaba en un corrillo de hombres y cuyo rubio cabello parecía un casco rígido de tanta gomina que se había puesto, hizo señas a Reginald desde el otro extremo de la estancia.

—Si me disculpan, tengo que ocuparme de otro asunto —se excusó el jefe de Prensa, que alzó su copa una vez más y se alejó, eludiendo a una mujer que lucía una estola de piel.

En el restaurante hacía demasiado calor. El humo ascendió hasta el techo y allí se acumuló. Asfixiada, me tapé la boca.

—Necesito ir a mi habitación —musité, y me liberé de la mano de Charles.

El rey depositó su copa en la bandeja de un camarero que pasaba por nuestro lado.

—No puedes escapar —aseguró—. Genevieve, estas personas han venido por ti. ¿Qué quieres que les diga?

Con un ademán, abarcó la sala. Parte de los congregados habían tomado asiento, y otros estaban agrupados y se preguntaban si la madre de Charles se encontraría bien para asistir a la boda.

Haciendo una seña al monarca, Charles murmuró:

—Yo la acompañaré. —Me cogió la mano y la apretó con tanta delicadeza que me sobresalté—. Supongo que todos comprenderán que nos retiremos temprano, porque la velada ha sido bastante larga. Además, la mayoría de los invitados no tardarán en partir.

El rey revisó la sala y observó a las pocas personas que se encontraban junto a nosotros para cerciorarse de que no nos habían oído.

—Sí, creo que será mejor que os retiréis juntos. Por favor, despedíos. —Estrechó la mano a Charles y me abrazó, presionándome la cara contra su pecho y rodeándome el cuello con los brazos, por lo que tuve la sensación de que me ahogaba. A renglón seguido se abrió paso entre la gente. Rose, que sostenía dos copas, le hizo señas de que se acercara.

Charles y yo nos encaminamos hacia la puerta y dimos una rápida explicación a los invitados con los que nos cruzamos: había sido una jornada muy emocionante. Aún me llevaba cogida de la mano cuando por fin salimos al paseo y nos alejamos de la gente. Acercó su rostro al mío y me entrelazó los dedos.

—¿Qué pasa? —quise saber.

—Sigo esperando a que algo cambie entre nosotros —musitó. La pareja de soldados que nos escoltaba se hallaba a unos diez metros, delante de la tienda de artículos para el hogar, en ese momento cerrada, en cuyos escaparates había un sinfín de ollas y cacerolas de cobre—. Sé que no es la forma ideal, pero…

—¿Has dicho «ideal»? —inquirí, y la palabra me hizo reír—. ¡Vaya manera de expresarlo!

—Creo que necesitamos más tiempo para conocernos de verdad. Me han explicado que experimentabas ciertos sentimientos hacia él, pero eso no significa que lo nuestro no pueda prosperar. Puede convertirse en…, en…, en algo más.

Le agradecí que no pronunciara la palabra que, como bien sabíamos los dos, estaba en sus pensamientos: amor.

Liberé mi mano y me resultó muy extraña debido a la rutilante sortija; parecía como salida de la ilustración de un libro.

—No sucederá —murmuré, y eché a andar. Cerré los ojos, y, durante un segundo, casi sentí a Caleb a mi lado, escuché su ronca risa y percibí el dulce olor a sudor que despedía su piel. Estábamos de nuevo en el avión: él apoyaba su oreja en mi corazón y nos abrazábamos en la oscuridad—. Creo que lo que pretendes solo ocurre una vez en la vida.

—No lo creo. No puedo creerlo.

—¿Por qué? —inquirí elevando el tono, que sonó realmente peculiar en el amplio pasillo vacío—. ¿Por qué te cuesta tanto creer que alguien no quiere estar a tu lado?

Bajamos por la escalera mecánica. Él se quedó en el peldaño previo al mío y se pasó la mano por los cabellos.

—Consigues que lo que digo suene fatal, pero no es así. Que yo sepa, la gente siempre ha creído que me casaría con Clara, como si fuese un hecho consumado. Yo no tenía más que dieciséis años, y ya me habían planificado la vida por completo. —Como los soldados iban detrás de nosotros, bajó la voz para evitar que nos oyesen—. Entonces apareciste tú. Y tú eres distinta, porque no has pasado los últimos diez años en esta ciudad, haciendo todos los días lo mismo y relacionándote con las mismas personas. No me arrepiento de que eso sea lo que me gusta de ti. Hasta ahora no me había dado cuenta de que no me permitían tener sentimientos sobre esta cuestión.

—Ten todos los sentimientos que quieras —repliqué con cierto nerviosismo—, pero eso no significa que sea capaz de fingir que nuestra relación es aquella con la que siempre he soñado… No, contigo no fingiré.

Cruzamos la calle en dirección al Palace. Él contempló las fuentes y las estatuas de las diosas griegas, de cuatro metros y medio de altura, talladas en mármol de color hueso. Pero ya no quedaban en él las huellas del hombre al que había conocido en el invernadero, pues parecía no tenerlas todas consigo. Al fin, poco a poco, como si seleccionase con gran cuidado cada palabra que iba a pronunciar, me dijo:

—Éstos son mis deseos: te quiero a ti, y necesito creer que tú también me querrás…, tal vez no ahora, sino algún día; probablemente, antes de lo que imaginas.

Ocupamos el ascensor en silencio. Los dos soldados entraron con nosotros, indiferentes, como si no vigilasen cada uno de mis movimientos. Fue entonces cuando desprecié a Charles, porque pensé en las conversaciones que, sin duda, había mantenido con el rey respecto a mí, y porque tal vez era un tema que habían abordado constantemente.

Cuando llegamos a su planta, él se inclinó para besarme en la mejilla. Pero yo aparté la cara y me dio igual que los soldados me vieran. Retrocedió con expresión compungida. Me limité a pulsar una y otra vez el botón del ascensor, que no solté hasta que las puertas se cerraron y dejé de verlo.