Treinta y cinco
Esa noche no probé bocado. Me senté a la mesa pensando en que Caleb estaba en prisión, e imaginé la brecha que tenía en la frente, y que un soldado le asestaba otro golpe en la espalda y le retorcía el brazo de tal forma que, con la mano, se tocaba su propio omóplato. Sin duda querrían que les proporcionase nombres; estaba segura de que lo intentarían. Tardarían más o menos en darse por vencidos al comprender que jamás les brindaría la información que necesitaban, pero yo ignoraba de cuánto tiempo disponía antes de que lo asesinasen.
—Querida, ¿qué te pasa? —me preguntó el soberano, viendo mi plato lleno—. ¿Prefieres cenar otra cosa? Pediré al chef que te prepare el plato que más te guste.
Me acarició el brazo, y al sentir el roce, me puse en tensión. Pese a ello, intenté hablar con serenidad:
—No tengo hambre.
El pollo asado que me habían servido me repugnaba.
En la mesa no cabían más comensales. Clara y Rose se habían sentado junto al jefe de Finanzas. Mi prima conversaba alegremente con él, y mientras nuestras miradas se cruzaban, lo acribilló a preguntas sobre un nuevo proyecto de negocio. Charles estaba a mi lado y charlaba con Reginald, el jefe de Prensa, acerca de una inauguración inminente.
—Me alegro de que os llevéis tan bien. —El rey señaló a Charles con un leve gesto de cabeza—. Nunca me cupo duda de que congeniaríais.
Me dio un apretón cariñoso en el brazo y continuó cenando.
Experimenté el impulso repentino de coger el vaso de agua y tirárselo a la cara, así como de clavarle el tenedor en la fofa mano. Había mentido. Y supuso que no me enteraría, que me prestaría a realizar el desfile nupcial con paso ligero y que me daría por satisfecha imaginando que Caleb seguía vivo en el caos.
Al fin el soberano, poniéndose de pie, apartó la silla de la mesa para evidenciar que estaba a punto de retirarse. Toqué el papel que llevaba en el bolsillo de la chaqueta de punto y, a modo de consuelo, pasé los dedos por los irregulares bordes. Después de mi conversación con Clara, había regresado al salón y escogido un traje de novia. Me decanté por el segundo que me había probado, pero ni me molesté en ver cómo me quedaba. Cuando regresé con Beatrice a mi alcoba, pasé por el saloncito de la planta superior para arrojar a la chimenea el periódico hecho trizas; las llamas devoraron el anuncio y el mensaje que contenía. Luego me senté ante mi escritorio y me puse a escribir.
Tuve mucho cuidado al elegir las palabras, y elaboré las frases de tal modo que el código se leyese de derecha a izquierda, desde el final del texto hacia el principio, utilizando una de cada nueve letras. Tardé dos horas en reacomodar vocablos y frases para que resultase inteligible. El escrito era un discurso formal dirigido al pueblo de la Nueva América, una carta sobre el gran honor que suponía para mí —su princesa— servir a los ciudadanos. Hice alusión a la inminente boda, a mi enorme entusiasmo por los esponsales y a cómo había conocido a Charles hacía pocas semanas. Releí el texto y me demoré en la palabra «amor». Sentí náuseas. No dejé de pensar en Caleb, a solas en una fría prisión, con la sangre reseca pegada a la piel.
En el mensaje cifrado preguntaba si podíamos vernos, y añadía que no había tiempo que perder. Me habría gustado ofrecer algo más, tal vez un plan o la promesa de que garantizaría su libertad, pero si me enfrentaba con el rey, diciéndole que había mentido, se daría cuenta de que yo tenía una conexión con el exterior, conexión que me mantenía al tanto del paradero de Caleb. Cualquier cosa que hiciese, despertaría sospechas, y el trabajo realizado hasta entonces para ganarme la confianza de mi padre no serviría de nada.
—¿Quieres que vayamos a tomar el postre al centro comercial? —preguntó Charles, ayudándome a levantarme.
En los últimos días había estado más callado que de costumbre; al parecer, se sentía abochornado por la charla que habíamos mantenido. Clara se retiró en compañía del jefe de Finanzas.
—En realidad me gustaría hablar con Reginald —repliqué, y saqué del bolsillo una hoja de papel doblada.
El jefe de Prensa se dio la vuelta al oír su nombre.
—¿Para qué? —quiso saber el rey.
Charles y el monarca me rodearon y tuve la sensación de que las dimensiones de la estancia se reducían. El jefe de Educación se detuvo en la puerta para escuchar como quien no quiere la cosa.
—Me gustaría dirigirme por primera vez al pueblo de la Nueva América, ya que siempre estaré aquí y seré su princesa. Me gustaría que, como mínimo, la gente supiese quién soy.
No hice caso al rey, ni a Charles, sino que entregué a Reginald la hoja de papel.
—Reginald, me parece una buena idea —reconoció el rey, un tanto inseguro—, siempre que no se produzcan comentarios inadmisibles.
El jefe de Prensa sujetó la hoja con los dedos y examinó el texto. Frunció el entrecejo al leer algunas frases y asintió ante otras. Tragué saliva, y el pánico me dificultó la respiración. «No lo entiende y no será capaz de desentrañarlo», reflexioné. A pesar de todo, evoqué el recuerdo de aquella noche en casa de Marjorie y Otis: se me representaron las crispadas manos de la mujer aferrando la radio, las apremiantes preguntas que nos hacía y cómo ocultaba descuidadamente en la alacena los platos que nosotras habíamos utilizado; me pareció que la oía preguntar qué código había empleado y, no mucho después, el primer disparo mortal.
En un esfuerzo de concentración, Reginald hizo una mueca con los labios, y cuestionó:
—¿Realmente quiere que lo imprimamos? —inquirió escrutándome.
Desplazándose, el rey nos rodeó y, echando un vistazo por encima del hombro de Reginald, examinó el contenido del texto.
Exhalé, intenté calmar los martillazos de mi corazón y, por último, respondí:
—Estoy totalmente segura.
—Es extraordinario —afirmó Reginald, pasando la hoja de papel al monarca. Y como muestra de respeto, hizo una ligera inclinación—. Al pueblo le encantará cuando mañana lo lea en el periódico.