Cuarenta y uno
El todoterreno se puso en marcha con rapidez y circuló muy deprisa por las calles acordonadas para el desfile. Miles de personas se inclinaban sobre las vallas, sin cesar de vitorear a la princesa, buscando indicios de su presencia. Yo iba en el asiento trasero, hecha un ovillo, sin acabar de creer lo ocurrido. Me había herido las manos cuando me sacaron del hangar, pues había forcejeado con el soldado que me sujetaba e intentado agarrarme a cuanto podía, pero me llevaron a rastras para impedir que me aproximase a Caleb.
«Le han disparado, le han disparado», me repetí, y se me reprodujo su expresión cuando la bala lo traspasó. Estaba solo, tendido en el frío suelo de cemento, y la sangre se esparcía bajo su cuerpo.
Recorrimos a toda velocidad la larga calzada de acceso al Palace, y una vez que hubimos superado las fuentes de mármol, me obligaron a entrar. Como habían desocupado la planta principal para celebrar el enlace, nuestras pisadas resonaban en el vacío recinto. Reginald era el único que estaba presente: iba arriba y abajo por la zona del ascensor con su ridícula libreta en la mano, mordisqueando la punta del bolígrafo.
—Apártese de mí —ordené al imaginar el artículo que publicaría al día siguiente, explicando cómo habían reducido a los enemigos de la Nueva América la mañana misma de la boda, y la mayor seguridad de la que ahora disfrutarían los ciudadanos—. Ni se le ocurra acercarse.
—¿Puedo hablar un momento a solas con la princesa? —preguntó Reginald a mis guardianes, sin hacer caso de mi orden—. Tengo que hacerle unas preguntas antes de que suba a su alcoba.
Un soldado me cortó las ataduras, y todos ellos se apartaron sin dejar de vigilarnos.
—¿Qué quiere? —le espeté en cuanto nos quedamos a solas, frotándome las muñecas—. ¿Pretende alguna declaración sobre lo gozosa que ha sido la jornada?
El jefe de Prensa me puso una mano en el hombro y echó un vistazo a los soldados, desplegados junto a las paredes del vestíbulo circular.
—Preste atención —dijo poco a poco, casi susurrando—. No disponemos de mucho tiempo.
—¿Qué hace? —intenté apartarle la mano, pero se acercó todavía más y continuó sujetándome y clavándome los dedos.
—Se acabó —afirmó suavemente—. En cuanto a usted se refiere, la ruta y los túneles no existen; nunca ha visto a Harper, ni a Curtis ni a los demás disidentes. Y según sus noticias, Caleb trabajaba solo.
—¿Y qué sabe usted de él?
—Unas cuantas cosas. Harper y Caleb acaban de morir luchando contra el régimen.
—Me parece que no tiene ni la menor idea de lo que está diciendo.
—Escúcheme —añadió presionándome el hombro. No dejó de apretar hasta que lo obedecí—. Usted me conoce como Reginald…, y otros como Moss.
Retrocedió, dándome tiempo para asimilar la noticia. Lo observé fijamente, como si viera por primera vez al hombre que tomaba sin cesar apuntes en la libreta, escribía artículos para el periódico y adecuaba mis declaraciones a sus necesidades. Se trataba de la misma persona que había ayudado a Caleb a salir de los campos de trabajo y que había contribuido a la construcción del refugio subterráneo. Por si eso fuera poco, era el organizador de la ruta.
—Caleb ha muerto —repetí, insensible.
—Tiene que seguir adelante, como si nada hubiese ocurrido —prosiguió—. Debe casarse con Charles.
—No estoy obligada a nada. ¿De qué servirá?
Los aplausos fueron en aumento en el exterior de la entrada principal del Palace.
Acercó la boca a pocos centímetros de mi oreja, y murmuró:
—Es imprescindible que siga aquí como princesa para liquidar a su padre —dijo con toda la intensidad del mundo, pero no añadió nada más. Abrió la libreta e hizo como que tomaba apuntes de nuestra conversación. Acto seguido, indicó a los soldados que se aproximasen, y todos entramos en el ascensor en el más absoluto silencio.