Treinta y nueve
Por la mañana la tormenta había cesado. Crucé el puente paso a paso y noté que las delgadas planchas de madera se curvaban bajo mis pies. Era poco más ancho que mis hombros y a cada lado había cuerdas; se trataba de una construcción ligera que se extendía sobre el tranquilo lago. Joby, una de las guardianas del colegio, iba tras de mí. De vez en cuando, yo giraba la cabeza para observar a las chicas que estudiaban en el jardín, mientras que Beatrice charlaba con la profesora Agnes junto al edificio del comedor.
Imaginé cómo debieron de suceder las cosas el día de la graduación: las sillas estarían colocadas en el césped y el estrado situado ante el lago; seguramente, las maestras se alinearon en la orilla, con los pies al borde del agua, tal como habían hecho siempre… ¿Quién había pronunciado el discurso y hablado a las alumnas sobre la gran promesa que entrañaba su futuro? ¿Quién las había conducido al otro lado? Me figuré que Pip había regresado al colegio, para esperarme, convencida de que en el último momento yo haría acto de presencia.
Cuando llegamos a la otra orilla, comprobamos que el suelo aún estaba empapado de lluvia. Joby se adelantó, rodeó el edificio y me hizo señas de que la siguiese. Las dos guardianas que se encontraban en la orilla tiraron de la cuerda para izar el puente. Al doblar la esquina, giramos y avisté las altas ventanas, las mismas por las cuales había espiado la noche que escapé. El cubo al que me había encaramado ya no estaba.
—Debe de resultarle extraño volver a estar aquí —comentó Joby, que llevaba recogida la larga melena negra bajo la gorra de uniforme. Parecía como si quisiera evocar la vez que la había visto, en ese mismo lugar, cuando apearon a Arden del todoterreno, y Stark me obligó a irme.
Me limité a asentir, pues no quise correr el riesgo de dar una respuesta. Antes de que ella me cacheara al cruzar el puente, me había deslizado la llave bajo la lengua, a punto para entregársela a Arden, de modo que percibía un potente sabor metálico en la boca.
La mujer se acercó al sector protegido por la elevada valla, donde habían encerrado a Arden. Abrió la primera puerta y me condujo por la corta calzada de acceso, cubierta de grava. Atravesamos la puerta siguiente y nos adentramos en el jardín en el que había visto a Ruby. Fuera había dos mesas de piedra, pero ni el más mínimo indicio de las graduadas.
—Espere aquí; su amiga saldrá enseguida —me indicó, y entró en el edificio.
Paseé tratando de tranquilizarme. Desde el otro lado de la valla, junto a la verja cerrada, otras dos guardianas me vigilaban; cada una de ellas llevaba un fusil al costado. Desplacé la llave por la boca. No había conciliado el sueño en toda la noche, ya que me había representado a Pip tal como la había visto por última vez en el colegio, bailando en el jardín mientras las antorchas proporcionaban un cálido brillo a su epidermis. Recordé también cómo se burlaba cuando se detenía junto a mí en el lavabo, y su forma de chillar como una loca, con los brazos en alto, después de ganar una ronda del juego de las herraduras.
Por fin se abrió la puerta, y Arden salió, seguida de Joby. Cuando me escrutó de arriba abajo, noté que no estaba atontada; reparó en mi corto vestido azul, en mis pendientes de oro y en mi cabello recogido en un moño.
—Espero que no te hayas engalanado tanto solamente para venir a verme —ironizó.
Me percaté de que, por el contrario, el vestido de papel verde le llegaba por debajo de las rodillas. Observé mi vestimenta y lamenté que no me permitiesen vestir más informalmente en público. En lugar de decirle algo, me acerqué a ella, la abracé y la besé en la mejilla. En todo momento estuve atenta a Joby y a las dos guardianas, que permanecían junto a la verja cerrada, comprobando que no cesaban de vigilarnos.
Le cogí una mano, la sostuve delante de mí y entorné los ojos cuando le besé la palma y solté la pequeña llave. Le cerré entonces los dedos y apoyé su puño en mi pecho.
—Es exactamente lo que he hecho —afirmé riendo.
Arden se sentó en el banco. Le había crecido el pelo y ya no se le veía el cuero cabelludo, pero los pálidos brazos estaban salpicados de diminutos morados circulares producidos por las inyecciones. Apoyó el puño sobre la mesa, con la palma hacia abajo y la llave en su interior.
—¡Verte me produce un gran alivio! —exclamó—. No te han hecho daño, ¿verdad?
Tras Arden, Joby cambió de posición para vernos mejor.
—No, no. Yo también estaba preocupada por ti. —Examiné la pulsera de plástico que mi amiga llevaba en la muñeca, en la que figuraba una sarta de números—. ¿Estás…? —No terminé la frase.
—Todavía no. Creo que no.
Permanecimos unos segundos en silencio. Yo estaba compungida, aunque contenta porque Arden no estuviese embarazada.
Joby consultó la hora. Con las puntas de los dedos rocé el dorso de la mano de Arden, y le pregunté:
—¿Te acuerdas de cuando jugábamos bajo el manzano? —Yo sabía que no lo recordaría. Mientras estuve en el colegio nos habíamos llevado fatal, y a lo largo de los últimos años nos habíamos evitado. Sin embargo, durante las primeras noches que pasamos en el refugio subterráneo, le había contado que la profesora Florence me había ayudado y que había escapado por una puerta secreta. La cuestión era si lo recordaba, o si había estado demasiado perturbada para retener los detalles—. Solíamos jugar bajo el manzano, junto al muro. Me encantaba que nos dejasen salir al jardín.
Se le escapó una risilla. Contempló nuestras manos y reconoció la presencia de la llave en la suya.
—Sí, claro que lo recuerdo.
Busqué una señal de entendimiento por su parte; ella asintió.
—No sé cuándo volveré a visitarte. Tengo muchas obligaciones y deberes con el rey. Por eso he querido venir ahora porque es posible que, durante algún tiempo, no pueda regresar. —Me falló la voz—. Quiero que cuides de Ruby y de Pip como si fueras yo misma.
—Te he comprendido. —Tenía los ojos llorosos. Me puso una mano sobre las mías, y sentimos el calor de la mesa de piedra—. Estoy muy contenta de verte —acotó moviendo afirmativamente la cabeza—. No sabía si nos encontraríamos otra vez. —Se secó los ojos con el vestido de papel.
Continuamos así un minuto. En lo alto una bandada de pájaros trazó un arco en el cielo, luego se dispersaron, volvieron a congregarse y, nuevamente, se separaron.
—Te he echado de menos —afirmé.
Me repetí que Arden conseguiría escapar. Una vez había conseguido traspasar los muros del colegio y llegado a Califia. Si había alguien capaz de salir de ese edificio de ladrillos, si alguien era capaz de contribuir a que Ruby y Pip escapasen, esa era ella.
Joby se acercó e hizo señas a mi amiga para que se pusiera de pie.
—Traeré a las otras —anunció.
Arden me abrazó. Cuando, a mi vez, hice lo mismo, tuve la sensación de que su cuerpo era mucho más pequeño que el mío. De espaldas a la guardiana, mi amiga se llevó los dedos a la boca y se introdujo la llave, como si chupara un caramelo. Me estrechó las manos antes de alejarse.
Me quedé donde estaba y observé cómo regresaba al edificio de ladrillos, con las manos a la espalda para que Joby las viese. Se me representó su expresión sutil cuando acomodó la llave en la palma de la mano, mientras yo le hablaba del manzano junto al muro. Me había entendido; había comprendido mi mensaje. Pero al ver el jardín vallado y los fusiles de las guardianas, me asaltaron las dudas: ¿Cuánto tardaría en escapar? ¿Transcurriría el tiempo con la suficiente rapidez? Si no pasaba algo enseguida, ella acabaría indefinidamente encerrada en ese edificio.
Al abrirse de nuevo la puerta, los oxidados goznes emitieron un chirrido insoportable. Ruby fue la primera en salir, y caminó con paso firme; llevaba el largo cabello negro recogido en una cola de caballo.
—¡Has vuelto! —exclamó, y su abrazo me dejó sin aliento. Al estrecharla entre los brazos, comprendí que su pequeño vientre todavía no era visible bajo el holgado vestido verde. Cuando se apartó, le detecté cierta tristeza—. Estaba segura de que seguías viva y de que no habías desaparecido. Te recuerdo, de pie justamente ahí, junto a la verja. —Señaló el lugar donde yo la había dejado, aferrada a la valla, mirando a lo lejos sin ver nada.
—Es verdad —confirmé, y la cogí del brazo. Fueran cuales fuesen las pastillas que le administraban, ya no le surtían efecto—. Aquel día te vi; fue el mismo día que trajeron a Arden.
—Le dije sin cesar a Pip que te había visto. Se lo repetí hasta el infinito, pero no me creyó.
En ese momento Pip salió del edificio, cabizbaja, manteniendo las manos a la espalda. La puerta se cerró de golpe, y el sonido fue tan estrepitoso que pegué un salto. Ella jugueteaba con las puntas de su rizada melena pelirroja, que en los últimos meses le había crecido muchísimo.
—Pip, estoy aquí —le dije, pero no reaccionó—. He venido a visitarte.
Se acercó pasito a pasito. La abracé, pero tuve la sensación de que su cuerpo era de piedra. Se apartó de mí y se frotó la zona del brazo que le había tocado.
—Me ha dolido —musitó—. Todo resulta doloroso.
—Siéntate en el banco —propuso Joby y, cogiéndola del codo, la acompañó.
—¿Por qué llevas esa vestimenta? —preguntó Ruby, señalando mi vestido—. ¿Dónde has estado?
Me noté la boca reseca. No quería contarles la verdad: que ahora vivía en la Ciudad de Arena y que era hija de la misma persona que las había encerrado en ese edificio, el hombre que durante tantos años les había mentido…, mejor dicho, nos había mentido. No quería de ninguna manera que nuestro breve encuentro comenzara de esa guisa.
—Me llevaron a la Ciudad de Arena, donde descubrí que soy la hija del rey —respondí.
Alzando la cabeza, Pip dijo:
—Estuviste en la Ciudad de Arena sin mí. —No fue una pregunta, sino una afirmación—. Todo este tiempo has estado en la Ciudad de Arena.
—Sé que parece una cosa… —murmuré, y quise cogerle la mano, pero la retiró antes de que se la tocara—, aunque es otra. —Callé, pues sabía que no podía dar demasiados datos en presencia de Joby—. Lo que cuenta es que ahora estoy aquí.
Esas palabras sonaron nimias y patéticas, incluso a mis oídos.
Ruby no me quitaba ojo de encima. Se mordió las uñas y preguntó:
—¿A qué has venido?
«Para ayudaros a escapar —pensé, y faltó poco para que lo dijera de viva voz—. Porque no sé cuándo volveré a veros; porque, desde que me fui, todos los días he pensado en vosotras».
—Tenía que hacerlo. Necesitaba saber que estáis bien.
—Pues no lo estamos —masculló Pip. Se dedicó a trazar círculos con el dedo en la mesa; tenía las cutículas ensangrentadas e inflamadas. Cuando se sentó, su embarazo resultó perceptible, pues el vestido verde se tensó a la altura de su cintura—. Todos los días nos dejan estar al aire libre una hora. Eso es todo. —Bajó la voz y ojeó disimuladamente a Joby—. Solo lo permiten una vez al día. Las chicas que tienen que guardar reposo están atadas con correas, y a veces nos dan unas pastillas que nos dificultan pensar.
—Han dicho que no falta mucho —intervino Ruby—. Han dicho que pronto nos liberarán.
Intenté mantener la calma, pero tuve la sensación de que las guardianas me observaban atentamente. El monarca todavía no había decidido cuál sería el destino de la primera generación de las participantes en el programa para parir; no obstante, me había enterado de que todavía faltaban años para su liberación. Pensé en la llave que había entregado a Arden, en los disidentes que se encontraban en las entrañas de la ciudad y cavaban los túneles, y en los restantes integrantes de la ruta, que se alejarían de los colegios y se adentrarían en el caos rumbo a Califia. Arden las liberaría. Y si no las ayudaba o no podía llevarlo a cabo, yo encontraría otra solución.
—Pues sí, todo saldrá bien.
—Eso dicen —añadió Pip—. Eso repiten las chicas…, Maxine, Violet y hasta las doctoras. Están convencidas de que todo saldrá bien. —Dejó escapar una risilla penosa—. Pero no todo saldrá bien.
La contemplé: deslizaba los dedos por la mesa de piedra y movía rítmicamente la pierna. No era la misma persona que había dormido en la cama contigua a la mía, o hacía el pino en el jardín, y a la que a veces pillaba tarareando mientras se vestía y se desplazaba de un lado para otro, marcándose un baile secreto y solitario.
—Pip, tienes que creerme. Todo irá bien.
—Chicas, tenéis que entrar ya —nos interrumpió Joby, acercándose.
Pip continuaba dibujando círculos en la mesa.
—Pip, ¿me oyes? —pregunté, y esperé hasta que alzó la cabeza. Estaba bastante pálida, y las pecas se le habían difuminado a causa de las horas que pasaba entre cuatro paredes—. Te garantizo que todo irá bien.
Me habría gustado continuar animándolas, pero ya se habían levantado, habían cruzado las manos a la espalda a la altura de las muñecas, y se disponían a entrar en el edificio.
—¿Volverás? —me preguntó Ruby, dándose la vuelta.
—Haré lo imposible por venir.
Pip entró en el edificio sin despedirse. Ruby fue tras ella, pero giró la cabeza una vez más para dedicarme un postrero adiós. Franquearon el umbral, la puerta se cerró tras ellas y el chasquido del pestillo me puso en tensión.