Diecinueve
Clara dejó caer su plato junto al mío, y el mantel blanco se manchó con gotas de salsa de tomate.
—Pareces cansada —dijo con frialdad sin dejar de observarme—. ¿Has trasnochado?
El corto vestido azul le quedaba demasiado ceñido y la seda se le abría por las costuras.
—Para nada.
Me erguí. En el peor de los casos, me había visto la espalda cuando atravesé la puerta del hueco de la escalera. Era imposible que tuviera la certeza de que se trataba de mí.
Charles y el rey acababan de cortar la cinta roja y azul del nuevo centro comercial, un gigantesco restaurante al aire libre erigido alrededor de los amplios estanques del Palace. Los asistentes al acto comían en las mesas montadas en el patio de piedra, o se paseaban por las diversas casetas. De unas altísimas columnas pendían un conjunto de árboles y arbustos de imaginativas formas y flores de color morado; más arriba había estatuas de leones alados y caballos corcoveantes. Los tenderetes de tela, llamados «cabañas», se habían convertido en escaparates donde se vendían olivas marroquíes, salchichas polacas y crepes recién hechas, rellenas de fresas y nata montada.
Daba la sensación de que Rose, que se había sentado a la mesa enfrente de nosotras, estaba a punto de derretirse, pues cierto rubor le había teñido las arrugas y se le apreciaban unas ligeras ojeras. No quitaba la vista del plato de pasta que Clara apenas había probado.
—Hay que tener mesura —murmuró tocando el tenedor de su hija—. Eres demasiado guapa para echarte a perder.
La chica se puso de todos los colores.
—Estamos muy satisfechos del producto final —declaró el rey de viva voz mientras se acercaba poco a poco hacia nosotras, acompañado de Charles. Entonces, dirigiéndose a Reginald, el jefe de Prensa, que tenía una libreta en la mano, le dijo—: Cuando rehabilitamos París, Nueva York y Venecia, lo hicimos como homenaje a las grandes ciudades del mundo de antaño. Este centro es, pues, una ampliación de lo antedicho, un lugar donde la gente probará las exquisiteces de las que disfrutamos en el pasado. Ya no es posible coger un avión e ir a Europa, a América del Sur o a la India. —Señaló una esquina del amplio centro comercial, donde los puestos estaban llenos de humeantes carritos de buñuelos, diversas carnes o minúsculos rollos de arroz y pescado—. Mi preferido es el de Asia. ¿Alguna vez imaginasteis que volveríais a comer sashimi?
Lo observé y reparé en la facilidad con que se ponía la máscara pública: se erguía mucho y su voz sonaba más potente. Daba la impresión de que había ensayado cada palabra de antemano, y de que sus gestos y ademanes estaban destinados a inspirar confianza.
—Nuestro jefe de Agricultura investiga las maneras de producir algas marinas. Las truchas proceden del lago Mead; no son las sustitutas ideales, pero tendremos que apañarnos hasta que las flotas pesqueras vuelvan a surcar los mares.
Se sentaron a mi lado; Reginald siguió tomando apuntes y Charles hizo todo lo posible para que le prestara atención.
—No me digas hola ni nada que se le parezca —comentó, y enarcó una ceja en actitud juguetona—. Por si no lo sabes, me lo estoy tomando muy a pecho.
—Me figuro que tu ego podrá soportarlo —respondí mientras cortaba los amarillentos buñuelos del tenderete polaco.
El rey me cogió la mano y me la estrechó con tanta fuerza que me hizo daño.
—Genevieve bromea —afirmó, risueño. Hizo un ligero ademán en dirección a Reginald, como si le dijera: «No tomes nota». Carraspeó y prosiguió—: Esto no es más que el principio. La ciudad se ha convertido en un modelo aplicable a otras urbes de la Nueva América. En el este existen tres colonias, cuyos habitantes se angustian todos los días porque ignoran cómo obtendrán la comida, o si serán atacados por sus vecinos. Además, carecen de electricidad y de agua caliente; simplemente, sobreviven. Por el contrario, en la Ciudad de Arena, prosperamos. En esto consiste vivir. —Señaló el cegador mármol, de tan blanco que era, y los estanques de transparente agua azul—. Tenemos mucha tierra a nuestro alcance, y tanto el padre de Charles, hasta que murió, como él mismo han demostrado que podemos urbanizarla rápida y eficazmente. Dentro de seis meses empezaremos a amurallar la primera colonia…, el asentamiento que, en el pasado, fue Texas.
—Estoy deseosa de ver qué harás —terció Clara, acercando su silla a la de Charles—. Durante los últimos meses me he enterado de los comentarios de la gente sobre este centro comercial, pero jamás imaginé que sería tan maravilloso.
—En gran parte se lo debemos a McCallister —replicó el chico, y señaló ligeramente con la cabeza al jefe de Agricultura, un hombre que usaba gafas y que se hallaba de pie junto a un mural enorme del viejo mundo, en el que cada país estaba pintado de un color—. De no ser por las fábricas que construyó en Afueras y por los nuevos métodos de producción que desarrolló, no tendríamos nada de cuanto poseemos.
—No te pases de modesto: se debe a tu clarividencia —lo arrulló Clara y, señalando a Reginald, añadió—: Espero que lo haya apuntado. Charles lo ideó todo incluso desde antes de que el Palace se terminara y se rehabilitasen la mayoría de los edificios. Te has referido a este tema desde que era pequeña, y has insistido en que querías introducir la diversidad del mundo en la ciudad.
En mi cabeza resonó la voz de la profesora Agnes, advirtiéndonos acerca de los hombres y de la naturaleza engañosa del coqueteo. «Seducir es una estrategia, una práctica que los hombres llevan a cabo para controlarte», había afirmado. Cómo me habría gustado que en ese momento viera lo que sucedía: Clara se había aproximado mucho a Charles, casi hasta tocarlo, y después de sujeta la rubia cabellera detrás de las orejas, le había cogido del brazo. Era la primera vez que veía coquetear tan descaradamente a una mujer. Me tapé la boca para disimular la risa, pero no lo conseguí. De mis labios se escapó un ligero sonido; para disimularlo, volví la cabeza y tosí.
—Genevieve, ¿qué te parece tan divertido? —preguntó el rey.
Todos habían guardado silencio y estaban pendientes de mí. Entonces Clara, ladeando la cabeza como si fuese la pregunta más inocente del mundo, me dijo:
—Cuéntame, ¿qué hacías anoche?
—¿Abandonaste tu dormitorio? —inquirió el rey.
Escondí las manos bajo la mesa y me estrujé la falda para serenarme. Por la mañana, durante el desayuno, había observado la cara del monarca, cuestionándome si la noche anterior se habría presentado en mi habitación y habría detectado el montón de almohadas colocado bajo las mantas. Pero me había parecido que estaba muy sereno y que su tono de voz era ecuánime, como si estuviera refiriéndose a los acontecimientos de la jornada.
—No. —Moví la cabeza de izquierda a derecha—. No salí.
Me concentré en la comida y clavé el tenedor en los buñuelos, pero Clara insistió:
—Estabas en la escalera este. —Hincó los codos en la mesa y se inclinó sobre ella—. Bajaste. Llevabas un jersey negro y te detuviste cuando pronuncié tu nombre.
—¿Es eso cierto? —dijo el rey.
—No, no —negué de nuevo, e intenté imprimir firmeza a mi voz. De repente se me secó la boca, el calor se volvió excesivo y el cabello se me pegó a la cara y al cuello—. No era yo. No sé de qué habla.
—Vaya, vaya… —ironizó Clara con un tonillo cantarín—. Me parece que sí sabes de qué hablo…
Los presentes continuaban pendientes de mí. El sol me machacó; era como si todo hubiera quedado en suspenso y resultaba asfixiante. El rey me observó con expresión sombría. La escapada había valido la pena, aunque solo fuese por estar unas pocas horas con Caleb, pero, de pronto, me arrepentí de haberme detenido en la escalera y de hacer caso a los gritos de Clara. Me encogí ligeramente de hombros y me concentré en el plato, con la sensación de que las palabras se me habían empotrado en lo más profundo de la garganta.
El rey me cogió con firmeza del brazo, y musitó:
—No puedes salir. Es por tu propia seguridad. Creía que lo tenías claro.
—Totalmente —logré replicar—. No salí.
Se impuso el silencio. Clara intentó tomar la palabra, pero Charles la interrumpió y me preguntó:
—¿Conoces la fuente que hay a las puertas del invernadero? Me gustaría acompañarte a verla. Si nos marchamos ahora mismo, llegaremos a tiempo para el próximo espectáculo. —Y dirigiéndose al rey, sentado a mi lado, inquirió—: ¿Me permite que le robe un rato a su hija?
Ante la propuesta, las facciones del soberano se relajaron.
—Por supuesto. Idos y pasadlo bien.
Mientras nos alejábamos, Reginald, libreta en mano, le preguntó a Clara:
—¿Es posible que viera usted a una de las trabajadoras del edificio?
—Sé perfectamente a quién vi —replicó ella, y Rose negó ligeramente con la cabeza, indicándole que lo dejase correr.
Seguí a Charles por el centro comercial; rodeamos los amplios y centelleantes estanques y me alegré de alejarme de la mesa. Me guio por el vestíbulo de mármol del Palace, donde aún se encontraban las viejas máquinas tragaperras, tapadas con telas grises. Una pareja de soldados, que llevaban los rifles colgados a la espalda, nos escoltaba, acompasando sus pasos a los nuestros.
—Lo lamento —dijo Charles cuando salimos al aire libre.
Cruzamos un puente estrecho y llegamos a una gran fuente que llegaba hasta la acera.
—¿Qué lamentas?
—Sospecho que he tenido algo que ver con lo sucedido.
Un tupido mechón de cabello negro le cayó sobre la frente; se lo echó hacia atrás con los dedos.
—No todo tiene que ver contigo.
Un grupo de personas nos observó, pero los soldados impidieron que se acercasen.
—En realidad te gustaría decirme: «Gracias, Charles, por rescatarme de tanta inquisición». —Levantó las manos a modo de defensa—. No es más que una sugerencia. Me parece que…, es posible que…, en fin sospecho que Clara bebe los vientos por mí. Es lo que creo desde…, desde siempre.
Su expresión era totalmente sincera y se había ruborizado, y yo no pude contener la risa.
—Es posible que tengas razón —reconocí.
Por mucho que me hubiera visto salir la noche anterior, yo dudaba que a Clara le importase a qué dedicaba yo mi tiempo libre. Daba la impresión de que le molestaba que Charles se sentase a mi lado en las comidas o que, al hablar conmigo, se me acercara y no hubiesen más que unos pocos centímetros de separación.
—Nos criamos juntos en la ciudad —explicó él—. Durante los últimos diez años hemos sido los habitantes más jóvenes del Palace. Clara es listísima. Ha insinuado que le gustaría estudiar Medicina en el hospital universitario. Sin embargo, su madre quiere conducirla por otros derroteros. —Enarcó las cejas como si dijera: «Hacia mí».
—Comprendo. —Asentí, y rememoré la mirada fría y calculadora que ella me había dirigido cuando nos conocimos.
La gente se congregó alrededor de la gran fuente. Contemplé nuestro reflejo en el agua: dos sombras ondulantes a causa del viento. Charles estaba pendiente de mí.
—¿Qué te ha parecido la ciudad? No te noto fascinada como el resto de los mortales.
Recordé los abrazos de Caleb mientras la música y el humo inundaban la taberna, y evoqué nuestros cuerpos entrelazados en el umbral. Las mejillas me ardían.
—Tiene sus ventajas.
Charles acortó distancias, y su hombro rozó el mío.
—¿Eres capaz de guardar un secreto? —Me observó con atención y dijo—: Mi padre habría escogido cualquier otra ciudad antes que ésta. A pesar de lo que le dijo al rey, tuvieron que pasar varios años desde el inicio de la restauración de Las Vegas para que se convenciera de que funcionaría. Fue mi madre quien estuvo segura de que se trataba del lugar adecuado. En la época de la epidemia, casi todos los hoteles estaban vacíos, y enseguida quitaron los anuncios de los edificios. Está tan separada de todo… Pero mi madre siempre afirmó que se trataba de una especie de refugio.
—¿Intuición femenina? —pregunté al acordarme de una frase que había oído en el colegio.
—Debió de serlo —confirmó, y contempló la fuente. Un chiquillo, tocado con una gorra de cuadros, se había arrodillado en el reborde de piedra, y miraba el agua—. Lo pasa mal sin mi padre y se ha encerrado mucho en sí misma. Aunque suene muy mal, en parte quisiera saber qué significa amar tanto a alguien.
Me fijé en los guijarros apilados en el fondo de la fuente. Con anterioridad había pensado en dedicarle esas palabras a Caleb, justo aquellas que las profesoras habían criticado. Rodeada del silencio de la casa de Maeve y de la serenidad nocturna, me convencí de que ese comentario iba destinado a él. No había ningún otro sentimiento tan persistente ni tan implacable; nada se colaba tanto en mi interior, ni dominaba de tal manera mis pensamientos.
Volviendo a la realidad, me percaté de que Charles no había dejado de contemplarme.
—A veces la idea de estar tan cerca de alguien resulta aterradora. —Estudió mi expresión—. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¿Mis palabras tienen sentido para ti?
La pregunta quedó ahí, flotando en el aire, al tiempo que recordaba mis primeros días en Califia, el modo en que, desde el puente, había observado la umbría ciudad e imaginado qué hacía Caleb en ella, en el supuesto de que hubiese establecido contacto con la ruta. Las pesadillas comenzaron poco después: él estaba junto al agua mientras la sangre manaba de su pierna y teñía la bahía entera de un sucio tono púrpura.
—Sí, lo entiendo —repliqué—. Demasiadas cosas pueden salir mal.
—¿Los ves? —inquirió él, y señaló los guijarros—. Los han convertido en una especie de monumento conmemorativo. La gente traía piedras y las arrojaba a la fuente…, una por cada ser querido que perdieron a causa de la epidemia. —Fue hasta los arbustos que bordeaban la pared del invernadero, retiró varias piedras pequeñas y les quitó la tierra con los dedos—. ¿Quieres un puñado? —preguntó ofreciéndomelas.
—Solo una.
Cogí un liso guijarro marrón de forma almendrada, ya que un extremo era ligeramente más ancho que el otro; lo acaricié y me pregunté qué habría pensado mi madre de haber sabido que yo estaba allí, entre los muros de la nueva capital, encarcelada por el hombre del que se había enamorado hacía muchos años. Casi se me representó su rostro y casi percibí el olor del ungüento mentolado que siempre se ponía en los labios, por lo que, cada vez que me besaba, me manchaba las mejillas. Dejé que el guijarro se deslizase entre mis dedos y cayera al agua; se posó en el fondo y se mezcló con los demás, mientras todavía se formaban pequeñas ondulaciones en la superficie.
Nos quedamos un minuto en silencio. Mientras tanto el viento arreció y supuso un alivio fugaz del calor. A todo esto, dos mujeres mayores se acercaron al reborde de la fuente con sendas fotografías ajadas en la mano; otras personas también se congregaron en torno al reborde de piedra.
—¿Qué están esperando? —quise saber.
—Ya lo verás… —respondió Charles, y consultó la hora—. Dentro de tres…, de dos…, de un…
La música sonó en la vía principal, y todos retrocedieron. El agua salió disparada de la fuente hacia el cielo, y ascendió casi seis metros. El chiquillo de la gorra se puso de pie en el reborde, y aplaudió. Charles estaba tan entusiasmado como él, de tal modo que chilló ruidosamente y levantó un puño, ademán que incluso hizo reír a los soldados.
Al cambiar el viento de dirección, nos roció de agua y me empapó el vestido por delante. El agua fría le sentó bien a mi piel. Cerré los ojos: los aplausos y los gritos de júbilo iban en aumento, y yo disfruté de los últimos momentos que me quedaban antes de marcharme de allí.