Veintitrés
Tardamos casi media hora en llegar al hangar. Caleb atajó por Afueras, atravesando viejos barrios a la espera de ser restaurados, en los que las casas tenían las ventanas rotas y la arena se apilaba en las entradas. Caminaba cabizbaja a unos diez metros detrás de él, confundiéndome entre los grupos de personas que regresaban deprisa a casa para llegar antes del toque de queda.
Mientras tanto revivía aquel momento: sus ojos fijos en los míos y las palabras susurradas que solo yo escuché. Lo llevaba dentro de mí, instalado en un recoveco de mi corazón, algo pequeño y silencioso que únicamente nosotros compartíamos.
Por fin nos encontramos a campo raso. Sobre el pavimento había aviones oxidados y abandonados, y por todas partes se amontonaban carritos metálicos, algunos de ellos vacíos y deformados, y otros repletos de maletas y de ropa arrugada y calcinada por el sol. El letrero metálico situado encima del edificio decía: MCCARRAN AIRPORT.
Caleb torció a la derecha. Fui tras él por el arenoso aparcamiento y, cada dos por tres, me volvía para comprobar si los soldados nos perseguían. El aeropuerto estaba vacío. Empujado por el viento, un descolorido puñado de naipes revoloteó haciendo piruetas. Caleb se internó en un largo edificio de piedra y yo también, aunque esperé unos minutos antes de entrar.
Una vez dentro, se cernieron sobre mí los aparatos en sombras, en cuyos lados figuraba el nombre de AMERICAN AIRLINES escrito en rojo y azul. Hasta entonces, tan solo había visto aviones en los libros infantiles y oído que las profesoras aludían a los vuelos de costa a costa.
—Ven —susurró Caleb desde la oscuridad.
Estaba oculto detrás de una escalerilla metálica con ruedas. Me acerqué. Nos pegamos a la pared y, rodeándome los hombros con un brazo, echamos a andar hacia la parte trasera del hangar.
—De modo que aquí vienes todos los días… —comenté examinando los aviones que medían más de cuarenta y cinco metros de largo, y cuyas alas metálicas estaban bordeadas de óxido; en algunos puntos la pintura blanca formaba protuberancias.
—Solo vengo algunos días. Actualmente, se ha suspendido la construcción, pero, hace una semana, cada mañana había alrededor de cincuenta personas. —Nos dirigimos hacia una puerta que había al fondo del recinto—. Vienen ciudadanos de todo Afueras y se turnan… tras realizar su jornada de trabajo en el centro de la ciudad. El régimen lleva a cabo derribos a ochocientos metros al este de aquí, y de día hay tanto bullicio que cuesta incluso pensar, aunque, por otro lado, oculta completamente el ruido de las perforaciones y de los martillazos.
Llamó cinco veces a la puerta. Un hombre barbudo asomó la cabeza, alrededor de la cual se había atado un pañuelo rojo; el sudor empapaba por delante su camiseta.
—Dime, chico, ¿no tenías una cita «interesante» esta noche? —preguntó y, al verme detrás de él, exclamó—. ¡Vaya, vaya…, seguramente eres la bella Eve! —Me dedicó una ampulosa reverencia, llegando a tocar el suelo con la mano.
—¡Menuda recepción! —respondí, y también hice una reverencia.
El hombre me cayó bien en el acto porque no me llamó Genevieve.
—Te presento a Harper —dijo Caleb—. Se ha ocupado de las excavaciones mientras yo recorría otras obras.
El hombre entreabrió la puerta lo justo para que entráramos. Varias lámparas iluminaban la pequeña estancia. Dos personas más, un hombre y una mujer de unos treinta años, estaban de pie ante una mesa examinando un papel de grandes dimensiones. Cuando entré, alzaron la cabeza y me repasaron de arriba abajo con frialdad.
—No he salido desde la una —comentó Harper. El individuo era bastante bajo de estatura, con los ojos de color gris claro, la barriga le sobresalía por encima del cinturón y llevaba una camiseta gris muy estrecha—. Decidme, ¿hoy se ven las estrellas y la luna?
—No he mirado el cielo —respondí yo, como disculpándome, ya que me había concentrado en ocultar los ojos, calándome la gorra.
Harper se enjugó el sudor de la cara, y repitió, burlón:
—¡Eve no ha mirado el cielo! La única pega de la ciudad son las luces, que dificultan la contemplación de las constelaciones. Desde Afueras se ven perfectamente.
—Harper sabe guiarse por las estrellas. Fue así como llegó a la ciudad —terció Caleb, poniéndome la mano en la espalda; con el pulgar me acarició la columna vertebral—. A ver viejo, ¿qué es eso que siempre dices?
Harper echó la cabeza hacia atrás y rio.
—Viejo será tu padre —masculló, y le dio un puñetazo en el brazo. Señalando el techo, como si quisiera resaltar sus palabras, me dijo—: Existen millones de estrellas, pero cada una de ellas brilla y se consume a la vez; mueren como todo…, de modo que hay que apreciarlas antes de que se esfumen.
—No lo olvidaré —afirmé.
El despacho estaba vacío si se exceptuaba la mesa y una pila de cajas; en el suelo había un agujero de casi noventa centímetros de diámetro. Me quedé donde estaba, a la espera de que los otros dos personajes levantasen la cabeza, pero todavía examinaban el papel a la luz de las lámparas que les iluminaba a medias la cara.
—¿No ha habido novedades sobre el desplome? —preguntó Caleb.
El hombre era alto y delgado y se le habían roto las gafas; llevaba la misma camisa de uniforme que yo, pero le había arrancado las mangas.
—Ya te dije —replicó negando con la cabeza— que no pienso hablar de ese tema en presencia de ella.
Caleb estuvo a punto de responder, pero me adelanté:
—Tengo nombre —afirmé, y me sorprendí al escuchar mi propia voz.
El hombre continuó estudiando los croquis de diversos edificios urbanos y las notas garabateadas al lado con tinta azul.
—Lo sabemos perfectamente —terció la mujer con furia. Se había enrollado la rubia cabellera en delgadas rastas, y llevaba el pantalón manchado de barro—. Eres la princesa Genevieve.
—¡No es justo! —protestó Caleb—. Ya os dije que podemos confiar en ella. Es tan pariente del rey como yo.
Me dominó la angustia al recordar lo sucedido por la tarde: no me había apartado cuando el soberano me abrazó y lo había notado muy próximo al hablar de mi madre. En lo más recóndito de mí, me planteaba si acaso yo era culpable de algo.
La pareja volvió a ocuparse de los croquis.
—Dales tiempo —susurró Harper, y palmeó la espalda a Caleb. Entonces sentenció—: Si el chico dice que puedo confiar en ti, yo confío en ti. No necesito más pruebas.
—Te lo agradezco —añadió Caleb y, cogiéndolo del brazo, me explicó—: Harper fue quien comenzó la construcción de los túneles para salir de la ciudad, pues se percató de que podíamos utilizar como punto de partida los canales de desagüe de las inundaciones. Sin embargo, algunas zonas se han desplomado o convertido en demasiado inestables, sobre todo debido a los derribos que ordena el rey. Constantemente, cavamos entre los escombros o nos encontramos con que parte de los canales están bloqueados. Casi habíamos llegado a estar debajo de la muralla…, hasta que topamos con una zona derrumbada.
Harper se reajustó los pantalones, subiéndose el cinturón, y explicó:
—Es demasiado compacta para excavarla. Hemos de encontrar una ruta alternativa a través de los canales de desagüe, pero como no tenemos mapas del sistema de drenaje, es como dar palos de ciego.
—Ésta es la entrada del primer túnel —declaró Caleb, y señaló el agujero. A nuestra espalda, la pareja continuó con su trabajo—. Intentamos mantener el hangar tal como lo encontramos, en previsión de que aparezcan soldados. Antes de que se haga de día, y poco a poco, retiramos los escombros, y las obras se reanudan a la tarde siguiente…, mejor dicho, así lo hacíamos hasta ahora.
—¿Dónde se construyen los otros dos túneles? —pregunté—. ¿Quién trabaja en ellos?
El hombre y la mujer alzaron la cabeza al oír mi pregunta.
—Por favor, no contestes —pidió secamente el hombre, y alisó el papel con ambas manos.
—Como bien sabéis, era huérfana —dije, muy tensa—. Hasta hace unos días estaba convencida de que tanto mi padre como mi madre habían muerto. No soy una espía. Tengo amigas que siguen encerradas en el colegio…
—Pero participaste en el desfile, ¿no? —preguntó el hombre de las gafas rotas, en cuyos cristales me reflejaba: una figura negra perfilada por la luz anaranjada de las lámparas—. ¿No eras tú la que estaba en ese estrado, ante los residentes de la ciudad, con una estúpida sonrisa en los labios? Dime que no eras tú.
Caleb dio un paso al frente y levantó el brazo para hacerlo callar y protegerme de las acusaciones del individuo.
—Curtis, ya está bien. No volveremos a hablar del tema, al menos por ahora.
Pero yo, incapaz de no defenderme, pasé por debajo del brazo de Caleb y espeté al tal Curtis:
—No me conoces —aseguré intentando mantener la calma. Le puse un dedo delante de las narices, y añadí—: ¿Has estado en alguno de esos colegios? Por favor, puesto que da la sensación de que sabes muchas cosas, dime cómo son.
El hombre retrocedió.
Podríamos haber permanecido horas así, contemplándonos con rabia, pero Caleb me cogió del brazo y me apartó de allí.
—Salgamos —propuso. Se despidió a medias de Harper, y nos dispusimos a regresar al hangar. Cuando se hubo cerrado la puerta, me dijo—: No debería haberte traído. Curtis y Jo se han portado bien conmigo desde mi llegada…, y fueron quienes me consiguieron un lugar donde instalarme y votaron por mí cuando los demás no sabían a ciencia cierta si me permitirían dirigir las excavaciones. Habitualmente no actúan así, pero acaban de comprobar qué les sucede a los disidentes cuando los descubren.
—Detesto la forma en que me miraron —mascullé.
Recorrimos el hangar en silencio, bajo las oxidadas panzas de los aparatos.
Al llegar a la puerta, Caleb se detuvo y me puso las manos en las mejillas.
—Lo sé —confirmó, y pegó su frente a la mía—. Lo lamento. Es posible que nunca lleguen a confiar totalmente en ti, pero yo te creo…, y eso es lo único que importa.
Permanecimos así unos segundos; su respiración me entibió la piel y me acarició los pómulos con los pulgares.
—Lo sé —logré repetir.
Las lágrimas afloraron a mis ojos. Estábamos a kilómetros del refugio y de Califia, y continuábamos sin tener un lugar propio. Saltábamos de un mundo a otro: él al mío y yo al suyo, pero jamás lograríamos estar realmente en el mismo ámbito.
Consultó la hora, y yo observé que la esfera del reloj estaba partida por la mitad.
—Coge la segunda calle paralela al centro comercial principal. Para regresar, gira y atraviesa el viejo mercado hawaiano; a esta hora de la noche está vacío. Y no te preocupes, Eve. Te ruego que no te preocupes por ellos. Nos veremos mañana por la noche.
Acerqué mis labios a los suyos, y noté las yemas de sus dedos en la piel. Me pegué a su boca con la esperanza de que esa sensación desagradable e inquietante desapareciera, deseando volver a estar en el embarcadero, donde aquellas palabras habían flotado entre nosotros.
—Mañana por la noche —repetí, mientras él me metía en el bolsillo otro mapa doblado.
A modo de despedida me besó los dedos, las manos, las mejillas y la frente. Me quedé unos segundos más, y el resto del mundo se volvió distante.
Cuando emprendí la caminata por la ciudad, en solitario a excepción del sonido de mis pasos, rememoré las palabras de Curtis y Jo. Era como si me estuviera defendiendo ante un jurado imaginario al que explicaba mi posición en el Palace, algo de lo que ni yo misma estaba segura. Únicamente, cuando pasé junto a la amplia fuente, de superficie lisa e inmóvil, pensé en Charles y reviví la expresión que había mostrado aquella tarde en el invernadero mientras señalaba la cúpula de cristal y describía los proyectos de rehabilitación.
Subí la escalera a la carrera, saltando los escalones de dos en dos, y no hice caso de la quemazón en las piernas. Salvé enseguida las cincuenta plantas porque mi cuerpo se cargó con la energía de un pensamiento súbito: por fin podía hacer algo.