Trece
El rey salió a la plataforma de observación y me hizo señas de que fuera hacia él. Tuve vértigo cuando contemplé el minúsculo mundo que se extendía cien plantas más abajo: la muralla rodeaba la ciudad como un lazo gigante, prolongándose hasta varios kilómetros de distancia del núcleo central de edificios; al este había extensos campos de cultivo y, al oeste, viejos almacenes; en cambio, en el terreno contiguo a la muralla, se acumulaban edificios derrumbados, montones de basura y coches oxidados y desteñidos por el sol.
—Seguro que nunca habías estado a tanta altura —me dijo el monarca, fijándose en mis manos, firmemente sujetas a la barandilla metálica—. Antes de la epidemia, en todas las ciudades importantes había edificios como éste, ocupados por despachos, restaurantes y apartamentos.
—¿Para qué me has traído aquí? —pregunté contemplando la corta barandilla que tenía delante y que era lo único que evitaba una caída—. ¿Qué sentido tiene?
Había pasado el día en las plantas superiores del Palace, donde me habían suturado y vendado el brazo. Al darme un baño, el sumidero se atascó por la acumulación de tierra y restos de hojas secas. El monarca había insistido en que lo acompañase a la enorme torre, sin cesar de divagar sobre su ciudad…, que ahora era la mía.
Caminó sin dificultades por la estrecha plataforma, y me explicó:
—Quiero que veas personalmente los progresos. Ésta es la mejor panorámica de la ciudad. El Stratosphere era la plataforma de observación más alta de todo Estados Unidos, pero ahora lo empleamos como el principal observatorio militar. Desde esta altura, los soldados abarcan varios kilómetros a la redonda, y detectan tormentas de arena o a las pandillas. En caso de que otro país o cualquiera de las colonias organicen un ataque sorpresa, lo sabremos con suficiente antelación.
La torre de cristal estaba llena de soldados que observaban atentamente a través de tubos metálicos para vigilar las calles; algunos de ellos, provistos de auriculares, se hallaban sentados ante unos escritorios, pendientes de los mensajes radiofónicos. Me vi reflejada en el cristal: estaba muy ojerosa. En plena noche me había despertado e intentado decidir cómo actuar con respecto a Caleb. No me cabía duda de que él correría todavía más peligro si mencionaba su nombre, pero también era consciente de que Stark no cesaría de buscarlo. Yo procuraría impedir, tanto como me fuera posible, que lo castigasen por mis actos.
—Hay una cosa que deberías saber —afirmé al cabo de un buen rato—: Stark te mintió. El chico que estuvo en el caos conmigo no fue…, no fue quien abatió a los soldados.
El rey se quedó petrificado junto a la barandilla metálica. Poco después, entornando los ojos a causa del sol, me preguntó:
—¿De qué estás hablando?
—No sé qué te habrá contado Stark, pero, en el caos, ese chico me ayudó; mejor dicho, me salvó. Fui yo la que disparó a los soldados cuando lo atacaron… —Me costaba respirar porque, en ese momento, lo único que veía era el cuerpo del soldado al caer sobre la calzada y el charco de sangre que se formó debajo de su cuerpo—. No deberías castigarlo. Tienes que suspender la búsqueda… Actuó en defensa propia; ellos, en cambio, estuvieron a punto de matarlo.
—¿Y qué habría pasado si lo hubieran matado? —inquirió—. ¿Qué representa ese chico para ti? ¿Quién es Caleb, el muchacho al que aquella noche enviaste un mensaje?
Reculé al oír su nombre, pues me percaté de que había hablado de más.
—No lo conozco demasiado bien. —Mi voz sonó titubeante—. Me guio en el trayecto por la montaña.
—Genevieve, me da igual qué te haya dicho —afirmó, suspicaz—. Los descarriados suelen ser manipuladores, y se sabe que se aprovechan de la gente cuando se hallan en el caos. —Señaló el horizonte, hacia el punto en que las montañas rozaban el cielo—. Hay una pandilla de descarriados que trafican con mujeres como tú, o con cualquier chica que encuentran.
Me sequé el sudor de la frente al tiempo que me acordaba de Fletcher, del camión y de los barrotes metálicos que me quemaron la piel. Había, pues, algo de verdad en las palabras del rey, pero, de no ser por él, nadie se habría visto obligado a huir, ni habríamos tenido que escapar.
—¿Acaso son mejores tus acciones? ¿Había alguna alternativa? Has llenado nuestras mentes de mentiras, y nos has enviado a un edificio para alumbrar hijos que jamás veremos crecer, y a los que no podremos abrazar, amamantar ni amar.
—Tuve que elegir —recalcó y, de repente, se ruborizó. Observó a los soldados apostados junto a los tubos metálicos, y a continuación tomó otra vez la palabra, hablando en esta ocasión mucho más bajo—: Únicamente has visto un fragmento de este mundo y te atreves a juzgar. Fui yo quien asumió las decisiones difíciles. —Y se señaló a sí mismo con un dedo—. Genevieve, no lo entiendes. Debes saber que tanto los descarriados que viven en el caos, e incluso algunas personas ubicadas dentro de las murallas, opinan acerca de mis determinaciones: sobre lo que he hecho o he dejado de hacer, o por qué decidí esto o aquello para el pueblo de la Nueva América. El mundo ya no es el mismo: por todas partes se desencadenaron disturbios, las inundaciones amenazaron el noroeste, cientos de hectáreas del sur ardieron y quienes superaron la epidemia murieron cuando comenzaron los incendios. Dijeron que querían opciones, pero no las había. Hice cuanto debía para que la gente siguiese adelante. —Me condujo hasta el borde de la plataforma de observación, donde el viento nos despeinó—. Nos dimos cuenta de que para llevar a cabo la restauración podíamos aprovechar la presa de Hoover y el lago Mead, aunque tuvimos que protegernos de otros países en vías de recuperación, para que no nos consideraran vulnerables. Así pues, tomamos la decisión de reconstruir en esta zona y aprovechar la energía del embalse. —Señaló a lejos del bulevar principal—. Durante los dos primeros años rehabilitamos un hospital, una escuela, tres edificios de oficinas y alojamientos suficientes para cien mil personas; convertimos los hoteles en apartamentos; los campos de golf pasaron a ser huertos y, un año después, montamos tres explotaciones ganaderas. A la gente ya no le preocupan los ataques de animales ni de pandillas, porque si alguien pretende asaltar la ciudad, tendrá que caminar muchos días por el desierto y, a renglón seguido, atravesar la muralla. Todo mejora diariamente. Charles Harris, jefe de nuestro departamento de Desarrollo Urbano, se ha dedicado a rehabilitar restaurantes, tiendas y museos y a devolver la vida a este país.
Me alejé de él. Me daba igual el bien que hubiera hecho, o la cantidad de edificios erigidos de la nada, ya que sus hombres eran los mismos que me habían perseguido.
—Logramos poner en funcionamiento un pozo de petróleo y una refinería. ¿Tienes idea de lo que esto significa?
—¿Quién trabaja en las refinerías? —pregunté, beligerante, pensando en Caleb y en los chicos del refugio—. ¿Quiénes reconstruyeron esos hoteles? Te has servido de esclavos.
—No, no. Han recibido alojamiento y comida a cambio de su trabajo. ¿Crees que alguien habría acogido a esos niños en su casa si apenas podían alimentar a sus propios hijos? Les hemos proporcionado un objetivo y un lugar en la historia. El progreso no existe sin sacrificios.
—¿Por qué eres tú el que decide quién se sacrifica? Nadie ofreció opciones a mis amigas.
Se acercó tanto que detecté las manchitas azules en los grisáceos iris.
—La lucha está en pleno apogeo —contestó—. Casi todos los países quedaron afectados por la epidemia, e intentan reconstruir cuanto pueden y recuperarse lo antes posible. El mundo entero se pregunta cuál será la próxima superpotencia. Tomo decisiones porque el futuro de este país…, porque nuestras vidas dependen de ellas.
—Tendría que haber existido otra salida —insistí—. Obligaste a todos a…
—Después de la epidemia nadie quería tener hijos —me interrumpió emitiendo una risa ronca—. Podría haberme referido al descenso de la población y a las estadísticas, apelado a la razón u ofrecido incentivos. Pero nadie estaba dispuesto a criar hijos en este mundo; solo intentaban seguir viviendo y ocuparse de los suyos. Pues sí, paulatinamente, la situación ha comenzado a cambiar: las parejas vuelven a tener descendencia. Claro que este país no podía darse el lujo de esperar. Necesitábamos nuevas viviendas, una capital y una población en expansión. Y por si eso fuera poco, las necesitábamos con suma urgencia.
Di un vistazo a los edificios desteñidos por el sol, cuyas descoloridas fachadas exhibían tonos pastel en azul, verde y rosa. Resultaba fácil detectar las edificaciones restauradas del bulevar, pues los colores eran más intensos y los cristales resplandecían a la luz del mediodía. Además, en las calles pavimentadas no había escombros, hierbajos ni arena. Por el contrario, la lengua de tierra contigua a la muralla era completamente distinta a todo lo demás: los edificios deshabitados, de techos hundidos, estaban semicubiertos de arena, los letreros se habían caído y las palmeras podridas ocupaban la calle. En las explotaciones ganaderas, las vacas, que apenas podían desplazarse por los establos llenos a rebosar, convertían el terreno en una masa negra y ondulante, y en un aparcamiento vacío se apilaban las oxidadas carcasas de diversos vehículos. Desde las alturas, los cambios resultaban evidentes: habían rehabilitado los edificios, o los habían cubierto de arena y olvidado. El rey los había salvado, o abandonado.
—No puedo perdonarte lo que has hecho. Mis amigas siguen estando presas. Tus soldados mataron a buenas personas mientras me perseguían, y cuando les dispararon, no se les alteró el pulso.
Recordé a Marjorie y a Otis, que nos habían proporcionado refugio a lo largo de la ruta, y escondido en el sótano de su casa antes de que los matasen.
El rey regresó hacia la torre mientras me decía:
—En el caos, la prioridad de los soldados consiste en protegerse a sí mismos. Y no me estoy justificando…, ni se me ocurriría. Sin embargo, saben por experiencia que los encuentros con los descarriados pueden ser letales. —Dejó escapar un profundo suspiro y se acomodó el cuello de la camisa—. Genevieve, supongo que no lo entiendes, pero te he buscado porque eres mi familia. Quiero conocerte. Quiero que esta ciudad te reconozca como hija mía.
«Familia…». Repetí mentalmente la palabra varias veces. ¿Acaso ese concepto no representaba lo que yo siempre había deseado? Por la noche, Pip y yo permanecíamos despiertas, hablando de la dicha que supondría ser hermanas, crecer en el mundo anterior a la epidemia y vivir en una casa y en una calle normales. Pip se acordaba de su hermano, dos años mayor que ella, que la había llevado a la espalda entre los árboles. Algo así había deseado, ansiado y querido yo durante los últimos días en que estuve a solas con mi madre en aquella casa. Había soñado con tener a alguien a mi lado, alguien que se sentara conmigo a la entrada de la habitación de mamá, mientras escuchaba el suave frufrú de las sábanas, alguien que me ayudase a soportar el sonido de aquellas toses horribles y desgarradoras. Y ahora que tenía familia ya no la quería…, mejor dicho, no quería esa familia. No quería estar emparentada con el rey.
—No sé si podré asimilarlo —admití.
Me puso la mano en el hombro. Estaba tan cerca que detecté la delgada capa de arena que le cubría el traje.
—Hemos organizado un desfile para mañana —explicó al fin—. Ha llegado el momento de que la gente sepa que estás aquí y de que ocupes tu sitio como princesa de la Nueva América. ¿Querrás asistir?
—Me parece que no tengo elección —respondí. Él guardó silencio. Me entristecí sobremanera al pensar que Arden ocupaba una habitación helada, mientras que yo me hallaba allí, en lo más alto de la ciudad, como hija de un rey que proyectaba un desfile—. Tienes que dejar en libertad a mis amigas —exigí—. Arden, Pip y Ruby siguen estando en el colegio. Tienes que suspender la búsqueda de Caleb. Fui yo la que…
—No volveremos a hablar de ese tema —me interrumpió en voz baja y, regresando hacia el edificio donde un soldado, mediante uno de los tubos metálicos, observaba algo que había un poco más lejos de allí, añadió—: Han muerto dos soldados, así que alguien tiene que hacerse cargo de lo ocurrido. —Y achicó los ojos como si quisiera decirme: «Pero no serás tú».
—Dime al menos que liberarás a mis amigas. Prométemelo.
Paulatinamente, su expresión se dulcificó y me abrazó. Nos quedamos un rato allí arriba, contemplando la ciudad que se extendía a nuestros pies. Pero no me aparté. Preferí que creyera que me compenetraba con él y que estábamos unidos.
—Comprendo perfectamente de dónde vienes. Disfrutemos del desfile de mañana y concedámonos un poco de tiempo. Te prometo que lo pensaré.