Veintiséis
Caleb me había tapado los ojos con las manos y sus sudorosas palmas me rozaban la piel. Lo cogí de las muñecas y me encantó sentir sus brazos a mi alrededor, sus pies al lado de los míos y dejarme guiar por él. Había percibido que estábamos bajo techo, pero no sabía dónde.
—¿Ya está? —pregunté intentando hablar bajito.
—Todavía no —me susurró al oído.
Caminé poco a poco en la oscuridad.
No tardó en detenerse y me guio cuando giramos a la derecha. Por fin, apartó las manos de mis ojos.
—Listo —musitó, y apoyó el mentón en mi hombro—. Abre los ojos.
Así lo hice. Estábamos en otro hangar, mucho más grande que aquel donde se ocultaba la entrada del túnel. Divisé varias hileras de aviones, unos grandes y otros pequeños, iluminados por la luz de la luna que se colaba a través de las ventanas.
—¿Es aquí donde vives? —pregunté observando el aparato que se cernía sobre nosotros.
Él cogió una escalerilla metálica, cuyas oxidadas ruedas chirriaron y crujieron sin parar, y la arrastró hasta allí.
—En efecto. Me lo proporcionó Harper…, supone que aquí estaré más seguro. Se halla en el otro extremo del aeropuerto con relación al sitio donde estuvimos ayer. —Señaló la escalerilla y me dijo—: Después de ti.
Subí los escalones; me sentía empequeñecida debido a la magnitud del avión. A medida que te acercabas al aparato era muchísimo más grande; en las alas cabían al menos diez personas tumbadas. Recordé el día en que leímos el pasaje del accidente aéreo de El señor de las moscas. La profesora Agnes nos había hablado de los aparatos que volaban sobre océanos y continentes, y también había explicado que los accidentes eran poco corrientes, pero mortales. Nosotras le pedimos que nos lo contase todo acerca de los «auxiliares de vuelo», que empujaban los carritos por los pasillos de los aviones, sobre las bebidas y las frugales comidas que servían y acerca de la pantalla que había en el respaldo de cada asiento. Aquella tarde Pip y yo nos habíamos tendido en la hierba, de cara al cielo, y preguntado qué se sentiría al tocar las nubes.
Caleb abrió una puerta ovalada que rezaba: SALIDA DE EMERGENCIA; la empujó hacia fuera y hacia arriba con ambas manos. Distinguí filas y más filas de asientos que se prolongaban hasta la cola del avión; las persianas de plástico estaban bajadas, y había unas lamparitas sujetas a las bandejas de los respaldos de los asientos, que difundían una acogedora luz.
—Nunca había visto un aparato de estos por dentro —reconocí.
Seguí a Caleb hasta las primeras filas, donde los asientos eran más amplios. Dos de ellos estaban reclinados, semejantes a camas, encima de los cuales se apilaban unas mantas mohosas. En una silla situada junto a ellos había una mochila llena de ropa y varios periódicos viejos; en el de arriba del todo aparecía una foto mía durante el desfile y el siguiente comentario: LA PRINCESA GENEVIEVE SALUDA A LOS CIUDADANOS.
—¡Vaya habitación! —me volví con los brazos extendidos, pero no me di con nada.
Caleb me dio un empujoncito al pasar por mi lado de camino hacia la parte delantera del avión y, aprovechando para darme un beso en la frente, me preguntó:
—¿Adónde quieres ir? ¿A Francia? ¿A España?
Me cogió de la mano y me condujo hasta la cabina del piloto, repleta de paneles metálicos y de un millar de pequeños botones.
—A Italia —respondí, y puse mi mano sobre la suya mientras movía un mando situado en el asiento—. A Venecia.
—Ahora lo comprendo…, quieres pasear en una góndola de verdad. —Se echó a reír, accionó una palanca situada sobre nuestras cabezas, luego otra y simuló que se preparaba para el despegue.
Cogí unos auriculares y me los coloqué en las orejas. Pulsé un interruptor situado a nuestra derecha y enseguida otro, al tiempo que ocupaba uno de los asientos.
—Abróchate el cinturón —me advirtió él y, poniéndome una mano en la cadera, tiró de la hebilla. Entonces sujetó los mandos y fingió que pilotaba. A través del parabrisas contemplamos el hangar a oscuras como si se tratase de un panorama espectacular—. Tendremos que hacer escala en Londres. —Su voz resonó en el reducido habitáculo de metal—. Iremos a ver el Big Ben. Luego visitaremos España…, y después, Venecia.
—Desde aquí todo parece muy pequeño —comenté señalando el suelo. Me aproximé a él para ver mejor el mundo imaginario que se extendía a nuestros pies—. ¡Fíjate, la torre del Stratosphere parece medir tres centímetros…!
—¡Ahí, ahí! —me interrumpió, y señaló por la ventanilla—. Se ven las montañas. ¡Por fin nos ponemos en marcha!
El avión despegó, me repantigué en el suave y mullido asiento, la ciudad empequeñeció y los edificios disminuyeron de tamaño hasta desaparecer a lo lejos. Ascendimos por encima de las nubes, y el sol nos dio la bienvenida.
Al cabo de un buen rato, Caleb se acercó, me apartó los cabellos de las sienes y me besó en la frente. Desabrochó mi cinturón de seguridad, se incorporó, me ayudó a levantarme del asiento y mantuvo las manos sobre mis caderas. Sonrió socarrón, con la mirada encendida, como si supiera algo que yo desconocía.
Me quité los auriculares.
—¿Qué pasa?
—Moss me ha autorizado a abandonar la ciudad —respondió—. Ha dicho que puedo irme en cuanto acabemos el primer túnel. En su opinión, que me quede para dirigir las excavaciones es demasiado peligroso, porque las autoridades me buscan. Únicamente regresaré en el supuesto de que él me necesite.
Me acometió un estremecimiento y pregunté con nerviosismo:
—¿Te irás?
—Nos iremos. —Me acarició la mejilla—. Nos iremos…, si es que quieres venir conmigo. Me gustaría dirigirme al este, lejos de la ciudad. Es peligroso, aunque en todas partes existen riesgos. Volveremos a huir, algo que ninguno de los dos desea, pero te ruego que, como mínimo, te lo pienses.
No tuve la menor vacilación.
—Por supuesto que sí. —Le cogí la cara entre las manos, contemplándola a la luz de las lamparitas—. No tengo la más mínima duda.
Me estrechó contra él, y nuestros cuerpos se fundieron en uno solo; sus manos me recorrieron la espalda, los hombros y la cintura, y me estrechó cada vez más fuerte.
—Te prometo que lo resolveremos…, encontraremos una forma de vivir. —Noté su aliento en el cuello—. Eso es lo único que me parece bien; lo demás es un desastre.
—De modo que todo empieza ahora —afirmé—. Estoy aquí. Estoy contigo. Dentro de una semana nos iremos. Así de sencillo.
Me levantó en volandas y apoyó mi espalda en la pared metálica. Rodeé su cintura con las piernas. Apretó la boca contra la mía y me acarició el cabello cuando mis labios rozaron los suyos y descendieron hasta la suave piel del cuello. Deslizó las manos por mis costados, las pasó por encima del chaleco y se posaron en mi vientre.
Me condujo a su habitáculo. Cada centímetro de mi ser estaba en tensión, me ardían las mejillas y me latían los dedos de las manos y de los pies. Me fue imposible dejar de acariciarlo: recorrí con los dedos las vértebras de su columna, me demoré en cada una de ellas, en cada minúsculo bultito bajo la piel. Había un silencio absoluto en el avión… Me paseó las manos por el cuello mientras nos tumbábamos en la cama improvisada, en la que apenas cabíamos. Se quitó la camisa y la tiró al suelo. Le pasé las yemas de los dedos por el pecho, y noté que se le ponía la carne de gallina. Emitió una risilla. Tracé círculos sobre sus costillas y descendí hasta los fornidos músculos del vientre, viendo cómo hacía una mueca a consecuencia de mis caricias.
—Ahora me toca a mí —susurró, y me desabrochó los botones del chaleco uno tras otro.
Actuó deprisa: me lo quitó y se concentró en la rígida camisa blanca del uniforme. No paró hasta desabrochármela y quitármela, por lo que quedó al descubierto el sujetador negro que había encontrado en el armario el día de mi llegada a la ciudad. El mapa doblado seguía en su interior.
Me besaba sin cesar. Manteniendo una mejilla contra la suya, apoyé la cabeza en su brazo y noté cómo me pasaba las manos por todo el cuerpo; el ardor que sentía se incrementó cuando me recorrieron el vientre y trazaron círculos alrededor del ombligo. Me dibujó una recta ascendente desde el centro de las costillas hasta el espacio plano y duro que había entre mis pechos; después los acarició y, flexionando los dedos, deslizó los nudillos por las suaves carnes que me sobresalían del sujetador.
No hizo falta nada más. Con las bocas juntas y la respiración ardiente, me susurró palabras apenas audibles: «Te quiero, te quiero, te quiero». Volvió a besarme con intensidad y me aferré a él. Me acarició de pies a cabeza y, por fin, me cubrió con su cuerpo. Me quedé sin aliento, y el mundo dejó de existir.
Primero desaparecieron las paredes y, a continuación, los asientos. El suelo se deshizo bajo nuestros pies y la luz de las lamparitas se esfumó. Ya no oía las advertencias de las profesoras, ni percibía el olor a moho de los cojines. Permanecimos suspendidos en el tiempo, notando sus manos en los costados y enredando mis piernas entre las suyas, para introducirlo en mi seno mientras nos besábamos.