Cuarenta y tres

Me situé en la entrada de la catedral del Palace. El rey, que había adoptado una sonrisa sobrecogedora, se hallaba a mi lado. Me ofreció el brazo, y cuando sonaron los primeros compases de música, apoyé la mano en él y di el primer paso hacia el altar, donde Charles me aguardaba con la alianza matrimonial a punto. Por fortuna, el velo de gasa me protegía del millar de ojos que estaban pendientes de mí.

El cuarteto de cuerda tocó una nota prolongada y triste mientras yo daba un paso y luego otro. La tribuna estaba atestada de personas que lucían sus mejores galas, rebuscados tocados y joyas, pero sus hipócritas actitudes me resultaron insoportables. Clara y Rose, que se habían peinado a base de rizos muy ostentosos y engominados, se hallaban junto al pasillo. Clara estaba más blanca que el papel; me ignoró cuando pasé por su lado, ya que se dedicaba a enrollar el cinturón de raso entre los dedos, apretándolo con tanta fuerza que la sangre no le circulaba por las manos. Busqué a Moss entre los asistentes y, por fin, lo divisé en el centro de la primera fila. Nuestras miradas se cruzaron un segundo, pero enseguida desvió la vista hacia otro lado.

Era una prisionera, y volví a experimentar una pavorosa sensación de sofoco. Cerré los ojos unos segundos y recuperé la voz de Caleb, así como el olor a humo, tan real como lo había sido anteriormente. En esos momentos ya deberíamos haber salido del túnel y atravesado el barrio abandonado, llevando las mochilas llenas de provisiones. Di otro paso…, y otro más…, y cuanto tendría que haber ocurrido se me representó sucesivamente: tendríamos que haber estado a punto de dejar la ciudad; de alejarnos de la muralla, de los soldados y del Palace, desplazándonos hacia el este a medida que el sol realizaba su lento recorrido por el cielo y, por fin, nos calentaba por la espalda… Tendríamos que haber llegado a la primera parada de la ruta.

Tendríamos que haber estado juntos…, pero yo me hallaba en la catedral, más sola que nunca, pesándome una barbaridad la tiara de diamantes en la cabeza. El rey hizo un alto al llegar al altar y, levantándome el velo unos segundos, me observó con fijeza sin dejar de interpretar el papel de afectuoso padre. Los fotógrafos no cesaron de disparar las cámaras, inmortalizándonos para siempre en ese espantoso lugar. Me besó ligeramente en la mejilla y dejó caer el velo para que volviese a cubrirme el rostro.

Por fin se retiró. Ascendí los tres escalones de poca altura y ocupé mi sitio junto a Charles. La música dejó de sonar, y los presentes guardaron silencio. Me centré en mi propia respiración, el único acto que me permitió saber que todavía seguía viva. Calmé mis angustias, recordando las palabras de Moss.

La ceremonia estaba a punto de comenzar.