Treinta y cuatro

No me aparté de la puerta y la golpeé hasta que me dolieron los nudillos.

—Abre, Clara —chillé—. No tiene ninguna gracia.

El soldado apostado junto al salón me observaba; Beatrice le intentaba explicar la disputa. Al final me di por vencida y apoyé la frente en la puerta; oía perfectamente cómo Clara iba de un extremo a otro de la alcoba, caminando descalza sobre el parqué.

En éstas, se detuvo tras la puerta, y reconocí el zumbido eléctrico del teclado. Abrió unos centímetros, asomando un trocito de cara, pero lo suficiente para que yo pudiera ver que ya no ostentaba el artículo garabateado.

—¡Vaya, vaya, princesa! —exclamó, burlona, conteniendo a duras penas la risa—. Jamás te habría tomado por una subversiva.

Asesté un buen empujón a la puerta y entré por narices. Ella se masajeó la zona del brazo donde la puerta la había golpeado.

—¿Dónde has puesto mi recorte de periódico?

Abrí el primer cajón de su escritorio y revolví una pila de cuadernos de pocas hojas. Al lado de éstos, descubrí la foto ajada de un chiquillo y una niña en una galería, sentados en una mecedora de madera; sobre las piernas del niño reposaba un gatito. Tardé unos segundos en reconocer a la cría: era Clara. El niño parecía unos años menor, aunque tenía el mismo pelo de color pajizo y la piel de color marfil que ella.

—¿Te has vuelto totalmente loca? —inquirió, y al cerrar con violencia el cajón, estuvo a punto de pillarme los dedos—. Vete de mi habitación.

—No me iré hasta que me devuelvas lo que me pertenece —precisé escrutando las mesillas de noche situadas a los lados de la cama. El mullido edredón de color rosa estaba cubierto de cojines de todos los tamaños imaginables: unos eran de encaje y en otros habían bordado delicados lirios. Sobre las cómodas no había nada, ni tampoco en la papelera colocada junto al escritorio. Probablemente, lo había escondido a la espera de una oportunidad para denunciarme.

—¿Qué más da? Al fin y al cabo, ya lo he leído. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Se trata de ese muchacho, ¿no? ¿Tiene que ver con el chico al que veías por las noches?

Negué con la cabeza, y le dije:

—Déjalo correr.

—Me gustaría saber qué piensa Charles de este asunto. Me refiero a que envíes mensajes a través del periódico… —Se había ruborizado y le habían salido manchas en las mejillas; todavía se frotaba el brazo donde la puerta la había golpeado—. Pues esta vez no podrás llamarme mentirosa. Esta vez tengo pruebas.

Incapaz de controlarme, solté un bufido:

—¿Crees que yo he elegido todo esto? Si de mí dependiera, jamás habría venido a la ciudad; nunca he querido estar aquí.

—Entonces, ¿por qué te casas con él? Yo estaba presente cuando te lo pidió. Nadie te obligó a aceptar.

Contemplé mi sombra en el suelo y me planteé qué le contaba. Ya sabía lo suficiente para desenmascararme, de modo que decir la verdad no empeoraría mi situación.

—Porque iban a matarlo…, porque iban a matar a Caleb. Acceder a casarme con Charles fue la única manera de impedirlo.

Se me acercó, ladeando ligeramente la cabeza, y me dijo:

—Ayúdame a entenderlo: si pudieras, ¿abandonarías el Palace ahora mismo?

—Por supuesto —repuse con voz tenue—. Pero lo cierto es que ni siquiera puedo abandonar mi alcoba. Vaya donde vaya, alguien me vigila: cuando salgo al pasillo, Beatrice me está esperando en la puerta del salón, junto al soldado, y Charles me acompaña a todas las comidas. —La brisa que entraba por la ventana, ligeramente entreabierta, arremolinaba las cortinas—. ¿Acaso no te has percatado de que nunca estoy sola?

Nos enfrentamos en silencio. La expresión de mi prima se tornó más esperanzada que en los últimos días, y yo me envalentoné, al darme cuenta que, después de todo, tenía algo que ofrecerle.

—Si quieres hablar con mi prometido, con el rey o con tu madre sobre el mensaje, adelante —proseguí—. Dentro de una semana me casaré con Charles, y no se hable más. Pero por otro lado, si quieres que me largue, esos códigos son la única salida que tengo.

Me di cuenta de que reflexionaba y sopesaba qué ganaría si me delataba, y qué sucedería si me dejaba escapar. Hizo una mueca e inquirió:

—¿Amas a Charles? —Fui consciente de que su resentimiento había disminuido.

—No, no estoy enamorada de él.

Se aproximó a la hucha de porcelana, con forma de cerdito, que se hallaba en una de las mesillas de noche. La pintura estaba desconchada y casi se le había borrado un ojo. La cogió con cariño.

—Me acompaña desde que tenía tres años. Por eso me negué a trasladarme a la ciudad sin mi cerdito. —Lo puso boca abajo y le quitó el corcho roto que servía de tapón; en su interior estaba el recorte de periódico con mis anotaciones en los márgenes. Me lo devolvió—. En ese caso, tienes mi promesa de que no se lo contaré a nadie.

Corté el trozo de periódico en pedazos tan pequeños como pude y me los guardé en el bolsillo del vestido. Clara me lo había devuelto y había asegurado que no diría nada. No tenía motivos para irse de la lengua, ya que si hablaba, quedaría garantizado que yo jamás abandonaría el Palace. Me abrió la puerta, que franqueé para irme por el pasillo, tocando los trocitos de papel, y por fin me sentí en condiciones de respirar de nuevo.