Veintiocho
De modo que Clara estaba en lo cierto: la otra noche te vio salir del Palace —afirmó el soberano. No respondí. Se paseó de un extremo a otro del despacho con las manos a la espalda—. ¿Cuánto hace que entras y sales a hurtadillas y que me mientes, mejor dicho, que nos mientes?
Cuando me arrastraron hasta el centro comercial del recinto, el rey ya había llegado y me aguardaba. Ordenó a los soldados que me soltaran para no asustar a los empleados de las tiendas. La mujer que se hallaba en una joyería rehabilitada echó un furtivo vistazo desde detrás de una caja de cristal que contenía collares, y observó cómo me dejaban libres las manos mientras mi padre me sujetaba con firmeza del brazo.
—Genevieve —insistió el rey, tajante—, te he hecho una pregunta.
—No lo sé —balbucí.
Me froté las muñecas, que continuaban enrojecidas por la presión a la que habían estado sometidas. No cesaba de ver a Caleb tumbado en el suelo y a los soldados que lo rodeaban. Uno de ellos había vuelto la espalda al grupo y escupido a la vera de la calle al tiempo que espetaba: «¡Ojalá pudiera cargármelo con mis propias manos!».
El rey lanzó un bufido.
—Dices que no lo sabes… Pues tendrás que averiguarlo. Te podrían haber secuestrado y exigido rescate. ¿Tienes idea de lo peligroso que ha sido? En la ciudad hay personas que quieren verme muerto y que están convencidas de que arruino el país. Puedes considerarte afortunada de que no te hayan liquidado.
Me aproximé a la ventana, pero no divisé la ciudad. Afuera, el mundo era cielo puro, una extensión grisácea que se prolongaba hasta el infinito.
—Dime, ¿dónde está? —pregunté—. ¿Adónde lo han llevado?
—Ese tema no es de tu incumbencia —respondió el rey—. Quiero saber cómo saliste, dónde estuviste anoche, qué hiciste y con quién te reuniste. Quiero los nombres de los que te ayudaron. Debes comprender que ese hombre te utilizó para llegar hasta mí.
—Estás equivocado —dije negando con la cabeza, y me dediqué a observar la moqueta y las rayas trazadas en ella por el aspirador, cubiertas de huellas de pisadas—. No lo conoces y no sabes de qué hablas.
Ante esta respuesta, el rey estalló y, enrojeciendo, chilló:
—¡No me digas lo que sé y lo que desconozco! Hace años que ese muchacho vive en el caos sin respetar las leyes. ¿Te has enterado de que no son los primeros soldados a los que ha atacado? Cuando escapó de los campamentos de trabajo, estuvo a punto de matar a uno de los guardias.
—No lo creo.
—Genevieve, tienes que entenderlo. Quienes viven al margen del régimen han perpetuado el desorden y la confusión. Nosotros intentamos construir, y ellos se esfuerzan por destruir.
—¿Construir a qué precio? —pregunté sin conseguir aguantarme. Retorcí la gorra y doblé la visera prácticamente por la mitad—. ¿No se trata siempre de la misma pregunta? ¿En qué momento te darás por satisfecho? ¿Acaso cuando tengas bajo control del primero al último de los habitantes de este país? Mis amigas han entregado su vida. Arden, Pip y Ruby siguen encerradas. —Me dio la espalda al escuchar los nombres. El silencio se ahondó. Aunque él continuaba de espaldas, tuve clara la respuesta incluso antes de plantear la pregunta—: No las soltarás, ¿verdad? Nunca tuviste intención de liberarlas.
Respiró acompasadamente, con gran lentitud, y tardó una eternidad en replicar:
—No puedo. No puedo hacer una excepción. Demasiadas jóvenes han prestado sus servicios; sería injusto.
—Conmigo la hiciste.
—Porque eres mi hija.
Sentí que me ahogaba. Recordé la cara de Pip cuando se hizo un ovillo a mi lado y descansó su cabeza en mi almohada. Las luces del colegio ya estaban apagadas. Ruby dormía. Permanecimos así, con las manos entrelazadas, mientras la luz de la luna se colaba por la ventana. «Prométeme que, en cuanto lleguemos a la ciudad, buscaremos una tienda de ropa. —Apretó el cuello del mismo tipo de camisón, blanco y almidonado, que todas usábamos—. Espero no volver a verlo nunca más».
—Biológica —mascullé—. Soy tu hija biológica, pero no pertenezco a este sitio. No tengo nada que ver contigo.
Al fin se me encaró, pero algo había cambiado en su expresión. Entrecerrando los ojos y con mirada astuta, como si me viera por primera vez, me preguntó:
—En ese caso, ¿cuál es tu sitio? ¿Tal vez a su lado?
Afirmé con la cabeza, y a punto estuve de romper a llorar.
Él se frotó las sienes y dejó escapar un suspiro compungido.
—Es imposible. Los ciudadanos esperan que te emparejes con alguien como Charles, más que con un evadido de los campamentos de trabajo. Él es la clase de hombre con quien quieren que te cases.
—¿Y quién eres tú para decir qué tendría que hacer y con quién debo emparejarme? —le espeté—. Me conoces desde hace menos de una semana. ¿Dónde estabas mientras yo vivía sola en casa con mi madre, o mientras la oía morir?
—Ya te lo expliqué —respondió con cierto nerviosismo—. De haber podido, habría estado allí.
—Exactamente. Y le habrías hablado a tu esposa de mi madre…, pero no era el momento adecuado. Además, te ocuparás de rehabilitar Afueras y de proporcionar viviendas dignas a los trabajadores en cuanto termines los zoológicos, los museos y los parques de atracciones, y restaures las tres colonias del este.
Alzó la mano para hacerme callar y dijo:
—Ya está bien. Genevieve, da igual cuanto te hayan dicho o te hayan comentado sobre mí…, ni siquiera te imaginas qué pretenden. Quieren enfrentarte a mí.
—No es así. —Sin embargo, me destrozó que la certeza que imprimía a sus afirmaciones me creara tantas dudas—. De no haber escapado, Caleb habría muerto en el campamento de trabajo. No lo conoces.
—Ni falta que hace. —Se acercó a mí con paso majestuoso—. Sé lo suficiente. Así que te lo preguntaré una vez más: necesito saber si cuenta con colaboradores, si has oído algo acerca del proyecto de atacar el Palace, o si alguien te ha amenazado.
Fijé las palabras de Caleb en mi mente, todo cuanto me había dicho la primera noche que pasamos bajo tierra cuando me habló de los disidentes torturados.
—No colabora con nadie —repuse quedamente—. Solo se presentó en la ciudad por mí.
—¿Cómo saliste de tu dormitorio? ¿Te ayudó Beatrice?
—No…, ella no sabía nada —contesté, y junté las palmas de las manos—. Averigüé el código. Encontré una puerta abierta en la escalera del este y robé el uniforme en un apartamento de Afueras.
Me vinieron a la memoria el avión que continuaba en el hangar, las mantas revueltas y las lamparitas apagadas. A partir de ese momento cambiarían el código y apostarían soldados a las puertas de mi habitación. Resultaría imposible abandonar el recinto, hecho que habría considerado insoportable en el caso de que Caleb aún siguiera en Afueras. ¿Acaso me quedaba todavía alguna razón para huir?
—Genevieve, me importa poco qué te haya contado o te haya dicho ese chico…; intenta utilizarte. En la ciudad hay centenares de disidentes, algunos de los cuales colaboran con los descarriados del exterior. Es posible que se enterase de que eras mi hija incluso antes de que tú lo supieras.
—No sabes nada de nosotros.
Retrocedí, y me sentó fatal la facilidad con que recordé las advertencias que nos habían hecho en el colegio; recomendaciones que, de nuevo, invadieron mi mente, manipulando tanto el pasado como el presente. Caleb tenía en su poder el anuncio en el que figuraba una fotografía mía cuando nos conocimos. Pese a que los soldados nos perseguían, se había quedado a mi lado en el río y me había ayudado a ocultarme… No era verdad, yo sabía que no podía serlo, pero las acusaciones se habían hecho patentes.
—Ya no tienes nada que ver con él —remachó el monarca—. Ese «nosotros» no existe. Eres la princesa de la Nueva América. Ya ha sido bastante perjudicial que los ciudadanos viesen cómo te apresaban a las puertas de nuestro hogar al mismo tiempo que a él. Ese joven ha cometido un delito contra el Estado.
—Ya te he dicho que no fue él quien lo hizo. No puedes castigarlo por eso.
—En el puesto de control montado por el Gobierno, asesinaron a dos soldados, y alguien tiene que asumir la responsabilidad —sentenció, impasible.
—Pues yo podría contar lo sucedido y explicar que fue en defensa propia.
—Las leyes tienen una razón de ser…, y quien amenaza a un neoamericano, nos desafía a todos. Genevieve, no lo defiendas. No debes comentar con nadie este asunto.
—Nadie tiene por qué saberlo. Podrías liberarlo. ¿Qué te importa a ti si él sale de la ciudad? Todos creerán que ha muerto.
El monarca recorrió la estancia de punta a punta. Percibí su momentáneo titubeo por el modo en que frunció el entrecejo y se toqueteaba una mejilla. Yo aún llevaba el uniforme: la misma camisa que Caleb había desabrochado y el chaleco que me había quitado; todavía notaba cómo me deslizaba las manos sobre la piel. En aquel instante nada había tenido la menor importancia, ya que el resto del mundo parecía muy distante, y las advertencias de las profesoras carecían de significado.
Ante mí se presentó de pronto mi futuro: una sucesión interminable de días en aquel edificio y de noches solitarias en mi cama. Lo único que me había sostenido en Califia era la posibilidad de dar con Caleb y de volver a estar juntos en un tiempo y un lugar futuros.
—No puedes matarlo —sentencié. Notaba las manos frías y húmedas.
El rey echó a andar hacia la puerta.
—No quiero seguir hablando del tema —precisó, y se dispuso a accionar el teclado situado junto a la puerta.
Eché a correr para interponerme entre él y la salida, y puse las manos en el marco.
—No lo hagas. —Imaginé a Caleb en un cuarto espantoso, donde un soldado lo golpeaba con una porra metálica, y no se detendría hasta que la cara del prisionero, esa cara que tanto amaba, quedara desfigurada y bañada en sangre…, hasta que su cuerpo estuviera espantosamente quieto—. Has dicho que somos familia; así lo has afirmado. Si algo te intereso, no cumplas tus propósitos.
Me apartó las manos del marco de la puerta y las entrelazó con las suyas.
—Mañana será juzgado. Gracias a la declaración del teniente, dentro de tres días todo habrá concluido. Te informaré cuando se acabe.
Su voz sonó suave y sus manos estrecharon las mías, como si ese modesto y patético ofrecimiento fuera una especie de consuelo.
Se abrió la puerta. El soberano salió al silencioso pasillo y cruzó unas palabras con el soldado allí apostado, que sonaron muy distantes, ajenas a mí. Estaba inmersa en mis propios recuerdos de la mañana, que se me agolparon en la mente: la oscuridad del interior del avión, la espalda de Caleb mientras caminábamos por la ciudad, el viento que levantaba polvo y arena y lo cubría todo con una fina capa de suciedad…
«Se acabó», pensé percibiendo todavía el olor de la piel masculina que impregnaba mi ropa. Al cabo de tres días él estaría muerto y…