Veintidós
No me encuentro bien —dije, y me tapé con las mantas. El sol se había puesto ya, y las plantas superiores del Palace estaban a oscuras y en silencio. Beatrice se había sentado al pie de la cama, apoyando una mano en mis piernas—. ¿Me traerá algo de comer? Quiero dormir, pero puede dejarlo junto a la puerta. Le ruego que, pase lo que pase, no permita que me molesten esta noche.
Deslizando una mano desde la frente, Beatrice me peinó el cabello con los dedos, y contestó:
—Por supuesto, ha tenido una jornada agotadora.
Aunque cerré los ojos con energía, continué viendo el rostro de Caleb en la pantalla y oyendo los comentarios de los soldados sobre el traidor que había matado a dos de los suyos, y sobre lo que darían con tal de ser testigos de su ejecución. Se habían enterado, pues, de que estaba intramuros. Tenía que pedirle que no viniera, porque era demasiado peligroso, pero no había forma de contactar con él. Ya debía de haber recorrido Afueras y, sorteando las vacías calles, se dirigía a mi encuentro.
—¿Qué le perturba? —murmuró Beatrice, dándome un apretón de manos—. Puede contármelo.
Contemplé su redonda y afable cara, pero era evidente que no debía contarle nada, pues yo ya sabía que Caleb corría mucho peligro. Probablemente, lo buscaban en Afueras.
—Me encuentro mal, eso es todo —añadí disimulando.
Beatrice me besó la coronilla.
—En ese caso, será mejor que me ponga en marcha —agregó poniéndose en pie, dispuesta a irse. Pero entonces se inclinó y, poniendo la cálida palma de su mano en mi mejilla, aseguró—: Me cercioraré de que nadie la moleste. Le doy mi palabra.
Aguardó todavía unos segundos. Estaba seria y alerta; nunca la había visto así. Me pareció que quería decirme: «Sé lo que se propone y haré cuanto esté en mi mano para ayudarla».
Salió al pasillo. La puerta no se cerró, y Beatrice no se preocupó de ajustarla ni de comprobar la cerradura, como solía hacer. La hoja rozaba el marco y, por lo tanto, apenas quedaba entreabierta.
Me levanté a toda velocidad y fui al cuarto de baño; había escondido el uniforme en la cisterna del váter, metiéndolo en una bolsa de plástico que flotaba en el agua. Cerré la puerta del lavabo y me vestí con rapidez: la camisa blanca arrugada, el chaleco rojo y el pantalón negro; recorrí el pasillo, me dirigí a la escalera este y me quité los zapatos para no hacer ruido.
Como todavía no había sonado el toque de queda, la gente aún paseaba por la calle. Me mezclé entre los grupos de trabajadores que cambiaban de turno, pero sentía terror cada vez que comprobaba si me seguían.
Los ciudadanos recorrían el paso elevado y regresaban a sus apartamentos. Asomados a la parte trasera, al descubierto, de un todoterreno que circulaba calle abajo, dos soldados vigilaban las aceras. Agaché la cabeza, giré a la derecha para cruzar la calle principal y me acerqué al edificio que Caleb había indicado en el mapa. Se trataba del Venetian, un viejo hotel reconvertido en edificio de oficinas, donde también habían abierto varios restaurantes, repoblado los jardines y llenado nuevamente de agua los amplios canales. Al cruzar el puente abovedado, vi una embarcación que transportaba a los últimos pasajeros de la jornada.
Cuando ya me hallaba a poca distancia de la entrada principal del viejo hotel, me di la vuelta y reparé en una mujer que se había quedado en el embarcadero. Era mucho más baja que yo, pero llevaba el mismo uniforme y se le veía bien la cara, pues se había recogido el rizado cabello castaño.
—Señorita, ¿quiere una góndola? —preguntó con suavidad, y se situó bajo un saledizo, fundiéndose con las sombras mientras esperaba mi respuesta.
Consulté el mapa, comprobé la equis que Caleb había trazado junto al embarcadero y asentí. La seguí hasta el borde del canal.
—Eve, deberías quitarte el chaleco —murmuró. Cuando la luz se reflejó en el agua, distinguí sus delicadas manos y el antiguo camafeo que colgaba de su cuello—. Llamaría la atención que un trabajador navegase por el canal. Y tápate los ojos con la gorra.
Me quité la prenda y se la entregué en el preciso momento en que una estrecha embarcación se deslizaba a nuestro lado. Vistiendo una camisa negra, Caleb iba en la popa; el sombrero blanco le tapaba el rostro. Con el propósito de detectar la presencia de soldados, escruté a los que abandonaban los jardines del Venetian.
—Último paseo de hoy —anunció él.
Pilotó la embarcación con un largo remo de madera, y se detuvo en el embarcadero para que yo la abordase. De inmediato remó para alejarse de allí, al tiempo que los últimos transeúntes se marchaban.
Me senté frente a él, mirándonos con intensidad, mientras remaba hacia el centro del canal, donde nadie nos oiría. Surcamos las límpidas aguas y, a lo lejos, iluminaron la torre del Venetian. Tardamos bastante en conversar.
—Saben que estás aquí —afirmé—. No deberíamos hacer esto; es demasiado peligroso. ¿Y si alguien me ha seguido?
—No, sé que no te han seguido —aseguró él, escrutando el puente.
Intentando recobrar la calma, me recosté en el asiento y le confesé:
—Es posible que el rey sospeche algo. La otra noche Clara me vio salir, y ayer, cuando fuimos al centro comercial, hizo un comentario en su presencia. Caleb, no debo volver a verte —le supliqué—. A mí no me harán nada…, ya que soy su hija, pero si te detienen, te matarán. Están difundiendo tu imagen por toda la ciudad.
Al hundir el remo en el agua, se le tensaron los músculos por el esfuerzo. Y mientras derivábamos hacia el puente, las luces bailotearon sobre la superficie del canal.
—¿Y qué si me matan mañana? —preguntó haciendo una mueca—. ¿Qué importa? Aquí y ahora estoy vivo. He ido a las obras e intercambiado opiniones con los de Afueras. Poco a poco se dan cuenta de que existe otro camino; se habla de rebelión. Moss me necesita. —Me dedicó esa sonrisa que yo tanto amo, y en la mejilla derecha se le formó un hoyuelo—. Me gusta pensar que tú también me necesitas.
—Te quiero a mi lado. Por supuesto que te necesito.
—En ese caso, es aquí donde deseo estar. —Hundió de nuevo el remo en el agua, y giró la embarcación—. No puedo permanecer de brazos cruzados. Ya renuncié a ti una vez…, y no volveré a hacerlo. —Guardó silencio unos minutos—. ¿Conoces Italia? —Asentí al recordar el país que describían los libros de historia del arte, la tierra en la que habían nacido maestros como Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y Caravaggio—. En cierta ocasión leí que Venecia era la ciudad más romántica del mundo y que, en vez de calles, tenía canales. También leí que la gente tocaba el violín y bailaba en su plaza principal, y que se trasladaban de un lugar a otro en embarcaciones. Sé que jamás podré llevarte, pero tenemos esto.
Contemplé la torre dorada que se cernía sobre nosotros, el canal brillante como el cristal y los arcos ornamentados de debajo del puente. Hacía una noche tranquila. Escuché el rumor de las palmeras mecidas por el viento y cómo se deslizaba la barca por las apacibles aguas.
Entonces Caleb salió de la popa y se aproximó a mí, desplazándose con cuidado para que no nos desequilibráramos.
—Ahora estamos juntos. Aprovechemos el instante.
Pasamos bajo el puente, confundiéndonos con la oscuridad. Luego metió el remo en el agua para ralentizar el movimiento y se situó frente a mí. Apenas distinguí su cara cuando me rozó la mejilla con la nariz, pero noté su cálido aliento sobre la piel, y apoyé mi frente en la suya.
—Estoy asustada. No quiero perderte otra vez.
—No me perderás —aseguró quitándome la gorra.
Me acarició la nuca y hundió los dedos en mi cabello. Se lo permití y recliné mi cabeza en la palma de su mano. Me pasó las yemas de los dedos por la columna vertebral y me acarició la espalda a través de la camisa; yo le besé en el cuello y recorrí con mis labios sus suaves músculos hasta llegar a su boca.
Me puso la mano en la cintura y tiró delicadamente del faldón de la camisa del uniforme, como si me consultara. Nunca me había tocado, jamás me había tocado así: las manos sobre mi piel. Era exactamente la actitud sobre la que nos habían advertido las profesoras en sus clases; nos habían dicho que los hombres constantemente ponen a prueba tus defensas, y una vez que han derribado una de ellas, pasan a la siguiente; todos quieren lo mismo: usarte hasta consumirte.
Había dedicado muchos años a prepararme para ese instante, a estar en guardia, pero no me pareció malo. En ese momento y tratándose de Caleb, no lo consideré negativo. Me estaba pidiendo permiso y su expresión reflejaba el mismo nerviosismo que yo sentía. Me dio la impresión de que me decía: «Quiero estar más cerca de ti. ¿Me lo permites?».
Subí al banco, me senté a su lado y lo abracé; nuestros cuerpos fusionados quedaron ocultos bajo el puente. Él echó la cabeza hacia atrás cuando lo besé, y el ardor de su lengua me aguijoneó. Asentí y guie sus manos hasta mi cintura para que me quitara la camisa. Y cuando me tocó el vientre con las manos heladas, me dejó sin aliento.
La barca flotaba por el frío y oscuro túnel, y el agua lamía los cimientos del puente de piedra. Las manos de Caleb me recorrieron la espalda cuando me estrechó y aplastó su pecho contra el mío. Apoyé mi barbilla en su hombro. Dijo algo, pero su voz sonaba velada. No le entendí hasta que acercó su boca a mi oreja, y sus labios me hicieron cosquillas.
—Eve, me da igual lo que ocurra —repitió—. Esto es algo que no puedo dejar pasar. Esta vez no lo permitiré.
Estábamos tan cerca que, prácticamente, nuestras narices se rozaron. Cogí su cara entre las manos y deseé que la ciudad estuviera vacía, que no hubiese soldados patrullando por el centro, que nadie paseara por el puente, encima de nosotros, que pudiéramos navegar abrazados por el canal…
—Lo sé —musité, y lo besé con ternura mientras nos acercábamos al final del túnel—. Esto es lo único que importa.
Poco después volví a mi asiento, y él ocupó su sitio en la popa; el metro y medio que nos separaba se volvió infinito. Me encasqueté la gorra en cuanto la luz me alumbró. Paulatinamente, la góndola salió de las sombras y el remo se sumergió en las aguas del canal.
—¿Podemos ir a los túneles? —pregunté cuando nos alejamos del puente y ya nadie podía oírnos—. Me gustaría ver dónde pasas el tiempo y quiénes son las personas con las que tratas.
Pasaron dos soldados con los fusiles colgados a la espalda. Caleb se tapó los ojos con el sombrero. Cogió el remo y nos adentramos en el canal. Esperamos a que los militares siguiesen su camino.
—Iremos esta noche —contestó en voz baja—. Reúnete conmigo en los jardines que hay una vez pasado el embarcadero. Pero antes de que te vayas tengo algo que decirte. Hincó una rodilla en el estrecho banco que tenía delante y me observó detenidamente. Sus ojos relucían tanto que tuve la sensación de que estaban iluminados por dentro.
La barca se detuvo junto a los escalones de piedra. Caleb espió al corro de personas que se hallaban junto al puente disfrutando de los treinta minutos que faltaban para el toque de queda.
—Estoy enamorado de ti —musitó, y se agachó para besarme las manos.
Se mantuvo un segundo en esa posición; luego me ayudó a descender de la embarcación.
Subí los peldaños de piedra, y cada centímetro de mi persona vibró con renovada energía. Me habría gustado gritar «te quiero, te quiero, te quiero», cogerlo de la mano y huir del Palace, de la gente y del puente.
—Buenas noches, señorita —se despidió de viva voz, como si yo fuese una desconocida más—. Espero que haya disfrutado del paseo.
La mujer que me había recibido en el embarcadero continuaba estando bajo el saledizo. Eché a andar hacia ella, pero enseguida me di la vuelta, muy emocionada, y susurré:
—Yo también te quiero.
No me sonó ridículo, absurdo ni erróneo, sino que acababa de exteriorizar algo que siempre había sabido, y ese reconocimiento me lanzó a la más dichosa e irreversible de las caídas libres.
La expresión de alegría de Caleb fue inmensa. Me observó sin apartar sus ojos de los míos mientras se alejaba internándose en el canal.