Treinta y seis
La generación dorada se alojaba en un recinto situado al noreste de la carretera principal, un sector aislado de la ciudad que antaño había recibido el nombre de club de campo. Sus extensos prados se habían convertido en jardines y los grandes estanques se utilizaban como embalses. Actualmente, los imponentes edificios de piedra albergaban los dormitorios, el comedor y el colegio de los niños. Subimos por la larga y sinuosa calzada de acceso. Armados con fusiles, los soldados montaban guardia alrededor del recinto.
—¡Princesa Genevieve…! —gritó alguien a mi espalda, mientras me dirigía hacia las puertas acristaladas—. ¡Por favor, princesa, por aquí!
Con la cámara en ristre, la fotógrafa de Reginald se apeó del coche. Tomó imágenes sin cesar a medida que yo subía cada escalón, seguida por el rey a pocos pasos de distancia.
Incapaz de sonreír, permití que hiciera lo que quisiera, mientras pensaba en Pip, Ruby y Arden. Yo había solicitado esa visita: quería ver dónde vivían los niños, deseaba reunirme con ellos y conocer las condiciones de su vida cotidiana. En el periódico del día siguiente publicarían un extenso artículo sobre la antigua estudiante convertida en princesa, la muchacha que comprendía mejor que nadie a las voluntarias. Tenía previsto entregar otro texto a Reginald, es decir, otro mensaje destinado a los disidentes. Cuando por fin llegó el día de la visita y me hallé ante el edificio de piedra, hasta dar un paso me costó lo mío.
—Creo que te complacerá —comentó el rey al detenerse en la entrada. Reginald nos acompañaba, así como tres soldados armados—. Los sacrificios de esas jóvenes no han sido en vano; sus hijos se crían correctamente.
Intenté decir algo, pero el desasosiego y la agitación me retorcieron las entrañas. Habían transcurrido tres días desde la publicación de mi texto en el periódico y, como respuesta, los ciudadanos también habían escrito para alabarme y mostrar su entusiasmo ante mi próxima unión con Charles. A medida que las cartas de los lectores llegaban al Palace, más se ablandaba el rey: su risa resonaba con mayor frecuencia por los pasillos, su conversación se tornó más amable y entusiasta y fue asumiendo su propia mentira: Caleb seguía bajo arresto y yo iba a casarme con Charles. En su mundo todo marchaba sobre ruedas.
—Princesa, la estábamos esperando —afirmó una mujer vestida con un holgado traje blanco. Sería unos años más joven que las profesoras de mi colegio, pero su fina epidermis semejaba el papel crepé; lucía en el cuello un diminuto escudo de la Nueva América—. Soy Margaret, la directora del centro.
—Gracias por recibirnos —contesté—. He pasado muchos años en uno de estos colegios, y necesitaba ver este con mis propios ojos.
Entré en el vestíbulo de mármol, en cuyas paredes retumbaba el griterío de los pequeños. Sobre una gigantesca mesa redonda habían puesto un ramo floral de casi un metro de altura; las flores se disparaban en todas direcciones y su perfume impregnaba el aire.
La directora juntó las manos y, conduciéndome hasta una puerta situada en la pared trasera, me explicó:
—En los últimos años hemos trabajado con ahínco para asegurarnos de que los niños estén bien cuidados y de que cuenten con los mejores médicos. Asimismo les proporcionamos la posibilidad de realizar el ejercicio necesario y de ingerir una dieta equilibrada.
El rey y Reginald se cernían sobre mí mientras estudiaba la amplia estancia. El jefe de Prensa sacó la libreta del bolsillo del traje y tomó apuntes. Los críos más pequeños estaban sentados en el suelo, jugando con coches de plástico y apilando piezas con las que formaban torres de poca altura. En un rincón, una mujer de la edad de Margaret acompañaba a una niña llorosa a la que acariciaba la espalda en un intento de consolarla.
—Éste es el cuarto de juegos más grande de que disponemos —explicó la directora—. En el pasado era una de las salas de recepciones. De día mantenemos a los niños aquí con la esperanza de que los ciudadanos vengan a verlos; con un poco de suerte, muchos de ellos serán adoptados en los próximos meses. —Una pequeña de coletas rubias se acercó caminando como un pato como consecuencia del pañal que le cubría el trasero; nos contempló con sus ojazos de color verde mar—. Se llama Maya y tiene dos años y medio.
Escruté su rostro, la pequeña y encantadora nariz y las regordetas y coloradas mejillas. Cuando le acaricié la mano, sus dedos aferraron la mía, y al abrir la boquita, mostró las dos palas.
—Princesa, ¿verdad que Maya es un encanto? —preguntó la directora, y tras nosotros sonó el disparo de la cámara.
Mientras contemplaba a la niña me vino a la memoria aquella espantosa habitación en la que estaba Sophia: ella me había mirado un instante cuando me asomé a la polvorienta ventana. También recordé a aquella muchacha que gritaba y se dañaba las muñecas para soltarse las correas de cuero, hasta que la médica la silenció con una inyección. Cada uno de esos niños había salido del seno de una chica como cualquiera de mis amigas. Tal vez la madre de Maya se había sentado a mi lado en el comedor del colegio, o quizás había sido una de las alumnas que Pip y yo habíamos admirado, una alumna más alta que las demás, cuya lustrosa cola de caballo se balanceaba de un lado para otro mientras se dirigía a su mesa transportando la bandeja de la comida.
—Albergamos el deseo de que, incluso los que no sean adoptados, crezcan felices, sanos y sintiéndose queridos —prosiguió Margaret, que se acercó a una puerta lateral y la abrió.
Bajamos entonces por un sendero de guijarros y recorrimos un maizal atendido por un grupo de trabajadores. Por fin llegamos a un edificio situado un poco más lejos del embalse.
—Estos niños se convertirán en ciudadanos responsables de la Nueva América; amarán este país y sabrán la función que han cumplido a la hora de garantizar el futuro de nuestra tierra —intervino el rey—. Cada niño que nace incrementa la población, nos convierte en menos vulnerables y nos permite estar más cerca de volver a ser la misma y poderosa nación que fuimos.
Subimos los escalones de piedra; Margaret abrió una puerta y nos condujo a otra estancia de grandes dimensiones, donde las enfermeras se afanaban entre montones de cunas de plástico. Unas tensas mantas tapaban a los bebés que había en ellas, por lo que solo se les veía la redonda y rosada carita.
—Son los últimos que han llegado —aclaró la mujer. Una integrante del equipo se paseó por entre las hileras de cunas, meciendo a un recién nacido envuelto en una manta de color azul marino—. Princesa, ¿quiere coger a un bebé?
—Claro que sí —respondió Reginald en mi nombre—. Estaría bien hacer una foto de ese tipo para el periódico.
Margaret entró en la estancia, sorteó algunas cunas y escogió a una niña dormida y arropada con una manta roja. La cogió y la depositó en mis brazos. Se me rompió el corazón ante esa criaturita, a la que sin duda habían trasladado en un camión, devorando kilómetros a fin de llegar a esa inhóspita habitación, a la espera de que alguien quisiera adoptarla.
Debo reconocer que el edificio era muy distinto a cómo me lo había imaginado: más pulcro, luminoso y alegre. Cada planta estaba ocupada por personal que hablaba en voz baja a los niños o les palmeaba delicadamente el trasero para que se tranquilizasen. Sin embargo, todo cuanto había allí, ya fueran las cunas, los chupetes de plástico o las mantas tejidas, me recordaba a mis amigas.
—Aquí, princesa, por favor —pidió la fotógrafa de Reginald.
Obedecí y recordé el mensaje; eso me supuso un consuelo. Al día siguiente de la publicación de mi texto, los disidentes habían contestado a través del periódico, firmando la respuesta bajo el conocido nombre de Mona Mash. Se trataba de una carta larga y florida, que recogía el efusivo relato del futuro desfile nupcial bajo el punto de vista de una mujer, aludiendo a la emoción suscitada por el enlace real y especulando sobre los mejores sitios desde los cuales contemplar dicho desfile. Desentrañar el significado me había llevado un día entero. Con suma precaución volví a copiar los caracteres de cincuenta maneras y, por fin, descifré el texto cifrado: «Tenemos un contacto en la prisión. Hemos elaborado un plan que garantizará su liberación. Un túnel terminado».
—¡Qué hermosa estás! —opinó cariñosamente el rey, mientras sostenía al bebé entre mis brazos.
La fotógrafa no cesó de disparar la cámara, aprovechando la luz matinal que entraba a raudales a través de las ventanas. La expresión de la recién nacida era serena. Poco después entreabrió los ojos de iris grises e hizo un ligero puchero, pero yo no experimenté la emoción de la maternidad ni una efusión de ternura, sino que pensé en el futuro que me aguardaba y en los sucesos de la semana siguiente. Me repetí hasta el infinito que solo se trataba de una cuestión de tiempo, y que el final estaba próximo.
Margaret cogió a la pequeña y volvió a acostarla en la cuna.
—Me gustaría mostrarles algo más —apuntó, y franqueó la puerta.
Mientras la seguíamos escaleras arriba, el rey me puso la mano en un hombro, y afirmó:
—Estos niños disfrutarán de una vida auténtica en la ciudad. Incluso los que no sean adoptados correrán mejor suerte que los que habitan extramuros. Aquí los crían y reciben la educación que les corresponde —añadió quedamente—. Los cuidan. Se hace honor al sacrificio de sus madres.
—Ahora lo comprendo —mentí, y las palabras se me atragantaron—. Así tiene sentido.
La directora se dirigió a la segunda planta, seguida de Reginald, la fotógrafa y dos soldados. El rey y yo nos quedamos a solas unos segundos ante la puerta. Él murmuró:
—Sé que para ti no está siendo nada fácil, pero agradezco los esfuerzos que haces. Creo con sinceridad que disfrutarás realmente de tu vida en compañía de Charles. Te adaptarás, estoy seguro.
—Cada vez me resulta más fácil —respondí rehuyéndolo.
Por primera vez dije algo que, hasta cierto punto, era cierto: todo me parecía más soportable desde que había leído el mensaje en el periódico. Había vislumbrado la salida del mundo en que me hallaba, y día tras día, sin prisa pero sin pausa, me dirigía hacia ella. Todavía me quedaba un texto por publicar: el comentario sobre mi visita a ese centro, texto que contendría los rudimentos de un plan: si Harper y Curtis colaboraban en la liberación de Caleb, yo me reuniría con él la misma mañana de la boda. La ciudad estaría tan alborotada que nuestras probabilidades de escapar serían máximas.
Beatrice había accedido a ayudarme: abandonaría un buen rato la suite nupcial y no cerraría con llave la puerta de la escalera este, para que yo la franquease. Además, yo había vigilado a Clara muchos días, sospechando que revelaría mis secretos a Charles o al rey. Pero como no detecté indicios de traición, recabé su ayuda para que distrajese al soldado apostado junto a la puerta de mi habitación, de manera que eso me permitiría escapar sin que se enterasen. Intenté no molestarme por lo contenta que se puso al saber que yo abandonaría la ciudad para siempre.
El rey mantuvo la mano sobre mi hombro mientras recorríamos el pasillo.
—Aquí están nuestras oficinas de adopción —informó Margaret.
Llamó a una de las puertas. La abrió una mujer madura que vestía un traje de color azul marino. Cruzaron unas palabras, y la mujer retrocedió para franquearnos el paso. Ante un escritorio vimos a una pareja. Eran un poco mayores que Beatrice, y las primeras canas habían aparecido ya. Se pusieron de pie cuando nos vieron; el hombre se inclinó y la mujer nos hizo una reverencia al rey y a mí.
—Son los Sherman —añadió Margaret, presentando al matrimonio—. Quieren crear una familia.
—Felicidades —les deseé observándolos detenidamente.
Ella tenía los ojos irritados y le lagrimeaban; el hombre sostenía una gorra entre las manos, y con los dedos enrollaba el delgado borde de algodón.
—Quieren adoptar dos niñas —prosiguió la directora—. Hace un mes que se inició el proceso de adopción, y hoy se las llevarán a casa.
—Se trata de dos niñitas…, de gemelas. —Aunque sonrió, la expresión de la señora Sherman fue de pesar, y percibí que estaba preocupada—. Para nosotros significa hacer realidad un sueño.
El marido le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó.
—Cuando puse en marcha esta iniciativa, pensaba en matrimonios como vosotros —intervino el rey—, es decir, en personas que aspiraban a una segunda oportunidad después de la epidemia. La iniciativa se diseñó con el propósito de hacer crecer la Nueva América al tiempo que los ciudadanos volvían a experimentar la alegría de formar una familia. Os deseamos mucha suerte.
—Sus palabras son muy importantes para nosotros —reconoció el hombre en voz baja, y besó a su esposa en la frente.
Como no llevaba uniforme, supuse que pertenecía a la clase media, algunos de cuyos integrantes trabajaban en los despachos del Venetian, o poseían negocios en el centro comercial o en los edificios de apartamentos de la calle principal; sus ropas estaban ligeramente gastadas, con los bajos remendados, y en la manga de la camisa se distinguía un agujerito a la altura del codo.
Margaret se hizo a un lado, nos indicó que saliéramos al pasillo y cerró la puerta. Un poco más adelante nos explicó con voz queda:
—Este caso fue y sigue siendo muy duro: durante la epidemia, la señora Sherman perdió a toda su familia: el marido y dos hijos, uno de los cuales solo tenía dieciséis meses. Por su parte, el señor Sherman perdió a su esposa. Aquella época ya pasó, y, en la actualidad, se han establecido en la ciudad, se han casado y desean crear una familia pero, como cabe esperar, la nueva situación reabre viejas heridas.
El rey guardó silencio y, al cabo de un rato, comentó:
—Por descontado. Todos lo comprendemos.
Bajamos la escalera sin cruzar palabra, retumbando el sonido de nuestras pisadas en las frías paredes. Al llegar al vestíbulo principal, nos despedimos de Margaret, y la fotógrafa no cesó de disparar la cámara mientras yo le estrechaba la mano. Dejamos a Reginald en la entrada delantera, tomando apuntes en su libreta. Pensé en la recién nacida que había tenido entre los brazos, en su tierno rostro, en el modo en que, abriendo los ojitos, me había mirado un fugaz instante. Comprendí que, en cuanto abandonase la ciudad, ya no habría vuelta atrás: el rey me perseguiría, y Caleb y yo nos convertiríamos en eternos fugitivos; me resultaría imposible volver a los colegios, nunca me reencontraría con Pip ni con Arden, que quedarían encerradas en aquel edificio, y sus hijos serían transportados hasta este aséptico centro. Se me representaron de nuevo los vidriosos ojos de Ruby cuando se acercó a la valla.
Tenía que enviarles noticias antes de mi partida.
Sofocada por el calor, bajé los escalones exteriores. El sol me hirió los ojos y resultó todavía más reluciente y riguroso al reflejarse en el edificio de piedra arenisca.
—Padre… —musité, plenamente consciente de que se trataba del apelativo que tanto había evitado. Él alzó la cabeza. Los coches ascendieron por la calzada de acceso de forma circular, y los soldados se desplegaron para escoltarnos—. Padre, me gustaría visitar mi antiguo colegio, aunque solo sea para ver a las chicas más jóvenes. Quisiera ir por última vez.
Reginald y su ayudante ocuparon el segundo coche, mientras los soldados nos esperaban en la acera.
—No sé si será factible. Tienes que organizar la boda y podría provocar…
—Te lo ruego —insistí—. Quiero ver el colegio por última vez. Al fin y al cabo, allí pasé doce años de mi vida. Para mí es muy importante. Además, podría dirigirme a las alumnas en mi condición de princesa de la Nueva América. —Intenté mantener un tono desapasionado.
Los soldados nos contemplaban, aguardando a que bajásemos la escalinata. Varias personas se habían detenido en la acera para contemplar el espectáculo del rey y su hija yendo de paseo por la ciudad.
El monarca me abrazó por los hombros y reconoció:
—Supongo que es una buena idea. He oído comentarios según los cuales las muchachas se sorprendieron mucho por tu repentina desaparición. —Subimos al refrigerado coche gracias al aire acondicionado, y me estrechó la mano—. Sí, creo que estaría bien. Te acompañarán unos soldados y Beatrice, también.
Mi alegría fue auténtica por primera vez en aquel día.
—Gracias —musité cuando el coche emprendió el regreso al Palace—. Gracias, padre, gracias.