Catorce
El descapotable negro circulaba lentamente por la calle principal, acelerando y frenando como una cucaracha asustada. Yo viajaba en el asiento trasero con Beatrice; el rey ocupaba el coche que nos precedía. En la ciudad vivían cerca de medio millón de personas, y tuve la sensación de que todas ellas habían acudido al desfile. De pie, con los brazos extendidos sobre las vallas protectoras que bordeaban la calle, aplaudían y nos aclamaban. En el lateral de un edificio, habían colgado un letrero en el que, en mayúsculas de color rojo, se leía: BIENVENIDA, PRINCESA GENEVIEVE.
Avanzamos. Por fin, a unos cien metros de distancia, apareció ante nuestros ojos el Palace: un grupo de gigantescos edificios blancos. Delante de las fuentes habían colocado un pedestal de mármol y un estrado de madera encarado hacia el grueso de la multitud, congregada en la calle. Me era imposible dejar de pensar en Caleb y en los soldados que lo buscaban, y como no había podido dormir, me dolía la cabeza notando una molestia sorda y constante.
—¡Princesa! ¡Princesa! ¡Acérquese! —gritó una muchacha, más o menos de mi edad y cuyo cabello era un lío de rizos negros que daban brinquitos. Prescindí de la chica y me fijé en un hombre, de pelo grasiento pegoteado en la frente y barba de varios días, que se hallaba muy cerca de ella.
El descapotable se mantenía al ralentí, a la espera de que el monarca abandonase su vehículo ante la escalinata del palacio. El hombre se abrió paso en medio del gentío. Me sujeté al asiento e, inmediatamente, intenté localizar a los soldados que, pistola en mano, se desplegaban a lo largo del recorrido del desfile. El más próximo estaba a metro y medio detrás de mí y no perdía de vista el coche del soberano. El hombre siguió avanzando.
En un momento dado, levantó la mano y arrojó una piedra gris, de dimensiones considerables. El tiempo se ralentizó: detecté que el pedrusco se aproximaba a mí trazando un arco, pero antes de alcanzarme, el descapotable arrancó; la piedra siseó a mi espalda, rebotó en la valla protectora y la multitud fue presa del pánico.
—¡La ha tirado contra la princesa! —le gritó a un soldado una mujer fornida, que se cubría la cabeza con un pañuelo azul, cuando la piedra cayó al suelo junto al bordillo—. ¡Ese hombre ha lanzado una piedra a la princesa!
La mujer señaló al individuo situado en la acera de enfrente que ya se había escabullido entre los congregados, alejándose de allí y dirigiéndose hacia las extensiones de terreno distantes del centro de la ciudad.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó un soldado que, acercándose a todo correr al coche, había apoyado la mano en la portezuela.
Entretanto dos guardias persiguieron al desconocido.
—Sí, sí —respondí casi sin aliento. Otros tres soldados rodearon el descapotable cuando nos acercamos al Palace—. ¿Quién debe de ser ese hombre? —pregunté a Beatrice, escudriñando entre la muchedumbre en busca de más caras coléricas.
—El soberano ha convertido la ciudad en un gran lugar —contestó ella, mirando de refilón a los soldados que ahora nos escoltaban caminando junto al coche—. Sin embargo, todavía quedan algunos inconformistas. —Y susurrando, añadió—: Hay personas muy descontentas.
Uno de los soldados abrió la portezuela, y nos apeamos ante la gigantesca escalinata de mármol. El gentío, volcándose sobre las vallas de contención y extendiendo los brazos para tocarme, chilló tanto que anuló mis pensamientos.
Beatrice se agachó para sujetar la cola de mi vestido de noche rojo, y yo, fingiendo que me ajustaba un zapato, me arrodillé a su lado.
—¿Qué ha querido decir? —le pregunté recordando que el rey había hecho mención de las personas que ponían en duda sus decisiones. Mi asistenta miró de refilón al soldado que estaba relativamente cerca, aguardando para conducirme a mi asiento—. ¿Está usted descontenta? —murmuré.
Dejó escapar una risilla incómoda, volvió a mirar al soldado y replicó:
—Princesa, el pueblo la espera. Debemos irnos.
Se incorporó con rapidez y ahuecó la cola del vestido.
Subí la escalinata rodeada de soldados. El gentío guardó silencio. El sol de mediodía era abrasador. El monarca se puso de pie para saludarme y me besó en ambas mejillas. A su lado se encontraba el sargento Stark; había cambiado el uniforme por un traje de color verde oscuro y lucía en la pechera un montón de medallas e insignias. Junto a él se hallaba un hombre bajito, rollizo y de sonrosada y sudorosa calva a causa del sol de justicia que caía. Ocupé el asiento contiguo al de este personaje, mientras el monarca se dirigía hacia el estrado.
—Ciudadanos de la Nueva América: en este día glorioso nos reunimos para celebrar la llegada de mi hija, la princesa Genevieve. —Me señaló con un gesto, y los reunidos me aclamaron; sus aplausos resonaron entre los inmensos edificios de piedra. Yo me dediqué a escrutar a la gente que se agolpaba en las aceras y los callejones, aunque también había espectadores asomados a los áticos de los edificios de apartamentos, o bien, de pie, en un paso elevado, apoyando las manos en los laterales acristalados.
»Ha estado interna doce años en uno de nuestros prestigiosos colegios, hasta que descubrieron quién era y me la han devuelto. Durante su estancia en el centro educativo, Genevieve destacó en todas las asignaturas, aprendió a tocar el piano, a pintar y disfrutó de las medidas de seguridad del recinto protegido. Como tantas alumnas, ha recibido una educación inmejorable. Las profesoras han elogiado su compromiso con los estudios y su entusiasmo ilimitado, que han descrito como la esencia misma a partir de la cual nuestra nación se construyó hace muchos años y sobre la que ahora se ha reconstruido.
»Se trata de la prueba tangible del éxito del nuevo sistema educativo y de un homenaje a Horace Jackson, nuestro jefe de Educación.
El hombre bajito inclinó la cabeza y aceptó los aplausos. Me produjo asco y reparé en que tan solo nos separaban unos centímetros. El sudor le bajaba desde la coronilla, pero el estrecho cerco de cabello canoso lo detenía.
El soberano siguió hablando de mi regreso, de lo orgulloso que se sentía de haberme traído a la ciudad, creada el 1 de enero de hacía más de una década.
—La princesa puede considerarse afortunada. En su viaje hasta la Ciudad de Arena fue escoltada por los valerosos soldados de esta nación, entre ellos el aguerrido y leal sargento Stark. Fue él quien la encontró y arriesgó su vida para devolvérnosla.
Stark se puso de pie para recibir la medalla. El rey siguió hablando de sus servicios y sus cometidos, y pormenorizó sus logros antes de ascenderlo a teniente.
Cerré los ojos y me retraje: desaparecieron los vítores, los aplausos y la resonante voz que tantas veces había oído por la radio, y evoqué la noche que había pasado con Caleb en la montaña, aunque los gruesos jerséis, apestando a humedad, acabaron por convertirse en un desagradable muro entre nosotros; Caleb me había atraído hacia él y había pegado su cuerpo al mío para mantener el calor. Así pasamos toda la noche: yo reclinando mi cabeza en su pecho, atenta al apacible tamborileo de su corazón.
—Para terminar, quiero presentaros una vez más a la «generación dorada», los prometedores niños que son fruto directo de las iniciativas para parir —declaró el rey con gran alegría—. Todos los días las mujeres se ofrecen voluntariamente con el fin de apoyar a la Nueva América y de contribuir a que este país recupere su máximo esplendor. Cada día que pasa nuestra nación se fortalece y se vuelve menos vulnerable a la guerra y a las enfermedades. A medida que la población crece, estamos más próximos a retornar a nuestro rico pasado, a convertirnos en el pueblo que fuimos: la nación que inventó la electricidad, los viajes en avión y el teléfono…, la nación que llevó al hombre a la Luna.
Al escuchar esas palabras, el gentío aplaudió con enorme entusiasmo, y desde las filas traseras se elevó un cántico que ondeó cual un gran océano de sentimientos.
—¡Resurgiremos de nuevo! ¡Resurgiremos de nuevo! —repitieron, y sus voces se fundieron en una sola.
La muchedumbre que se hallaba ante el monarca parecía frágil y desvalida: hombres y mujeres encorvados y de rostro macilento; a algunos de ellos se les apreciaban numerosas cicatrices, y otros tenían la piel correosa y quemada por el sol, así como profundas arrugas en la frente. A un hombre que estaba de pie encima de la marquesina de un hotel le faltaba un brazo. Las profesoras se habían referido con frecuencia a la tremenda confusión desencadenada en los años posteriores a la epidemia: nadie acudía a los hospitales por temor a contraer la enfermedad, de modo que se entablillaban los brazos rotos con la pata de una silla o el mango de una escoba, se suturaban las heridas con hilo de coser y se amputaban con serruchos las extremidades infectadas; la gente asaltaba las tiendas, o atacaba a los supervivientes cuando regresaban de los supermercados; se robaba en los coches y en las casas, y hasta hubo muertos debido a las peleas por una botella de agua. «Lo peor fue lo que les hicieron a las mujeres —nos había dicho la profesora Agnes situada junto a la ventana, cuyo marco estaba roto y agujereado, ya que habían arrancado los barrotes—: Violaciones, secuestros y abusos. Sin ir más lejos, dispararon contra mi vecina porque se negó a entregar a su hija a una pandilla».
El rey carraspeó e hizo una pausa antes de retomar el discurso:
—Convertirme en vuestro líder ha sido el mayor honor de mi vida. Hemos emprendido un largo camino y me ocuparé de llegar al final. —Se le quebró la voz—. No os fallaré.
Tomó asiento a mi lado. Me cogió la mano y me la estrechó. Bastaba con pasar revista a los congregados para que resultase fácil creer que tenía razón, y que había salvado a quienes habitaban en el interior de las murallas de la ciudad. En su presencia estaban tranquilos, incluso felices. ¿Acaso era yo la única persona que, en ese momento, pensaba en los muchachos de los campos de trabajo y en las chicas que seguían encerradas en los colegios?
Detrás de nosotros había niños sentados en las gradas: rondaban los cinco años, la misma edad que tenían Benny y Silas, aunque mucho más bajos de estatura; los varones vestían impecables camisas y pantalones blancos, y las niñas, los mismos uniformes que llevábamos en el colegio: grises, con el escudo de la Nueva América en la pechera. Una joven, con una larga cabellera de color castaño rojizo, cogió el micrófono y cantó Sublime gracia: «Cuán dulce el sonido que salvó a una desgraciada como yo. Antaño estaba perdida, pero me he encontrado…».
Luego intervino el coro, siguiendo el ritmo mientras cantaba; sus voces llegaron a los confines de la ciudad. Las madres de aquellos niños podían haber sido las chicas que se graduaron cinco años antes que yo. Pip y yo las habíamos observado desde nuestra ventana del primer piso. Nos encantaba su forma de caminar, cómo agitaban los cabellos, lo femeninas y hermosas que resultaban cuando se paseaban por el jardín. «Quiero ser como ellas —había dicho Pip, asomándose al alféizar de piedra—. Son tan…, son tan estupendas».
La emoción embargó a la multitud. Algunos asistentes abrazaron a sus amigos, y otros cerraron los ojos. Una mujer bajó la cabeza, se echó a llorar y se limpió la cara con la manga de la camisa. Estuve en un tris de evadirme del entorno, pero tras esa mujer detecté a alguien que me llamó la atención: a menos de un metro de la valla metálica había un hombre. Todo el mundo se había dejado llevar por la música, y él se hallaba rodeado de gente. Estaba inmóvil, sin hacer caso de los niños situados a mi espalda, ni del teniente Stark ni del soberano; se limitaba a mirarme.
En éstas, sonrió. Fue un gesto apenas perceptible: una ligera mueca, el destello de unos ojos de color verde claro. Llevaba un traje marrón oscuro y gorra. Había adelgazado. Mi cuerpo entero lo reconoció, y las lágrimas surgieron rápidamente cuando interioricé lo que estaba ocurriendo.
Caleb me había encontrado.
Estaba en la Ciudad de Arena.