Treinta y tres
Me asomé a la ventana buscando la zona más distante de la ciudad, donde Afueras y la muralla se encontraban. Desde una altura de cincuenta pisos parecía muy pequeña, un espacio inofensivo al que era fácil arrojar una piedra. A la largo de la noche había repasado el instante: Curtis había adoptado la misma expresión que tenía el día en que nos conocimos en el hangar. Imaginé su reencuentro con los demás y sus comentarios acerca de cómo me había desenvuelto en el apartamento, de mi animada charla con Gregor Sparks y de mi aquiescencia mientras el soberano parloteaba acerca de la nueva pareja real.
Detestaba la opinión que ese hombre tenía de mí…, mejor dicho, la impresión que todos debían de tener: supondrían que, una vez desaparecido Caleb, yo había regresado al Palace y me había empeñado en contraer matrimonio con Charles. No existía forma humana de aclararlo. Mi sacrificio para demostrar mi lealtad ya no tenía importancia; a los ojos de los disidentes me había convertido en una traidora. Así pues, cada día acepté un poco más la situación y la pena arraigó en mí…, de tal manera que cada desayuno, cada gala y cada brindis resultaron más solitarios si cabe.
—Alteza real —dijo Beatrice, e hizo una reverencia nada más entrar en la alcoba—, he pedido que envíen los vestidos al salón de la planta baja. La están esperando.
Después de ver mi imagen en el espejo, no comprendí cómo era posible que alguien tuviese el convencimiento de que yo era feliz: estaba muy ojerosa y mis mejillas ofrecían el mismo aspecto macilento que los días inmediatamente posteriores a mi llegada a la ciudad. Parpadeé varias veces para contener el llanto.
—No es necesario —musité al fin.
—¿Prefiere que los dejen en el saloncito de arriba?
—No, no… Me refería a esa tontería de llamarme «alteza real». Aquí no viene a cuento.
—Verá, es que yo no puedo llamarla Genevieve. El rey no me lo permitiría.
Aferré el dobladillo de mi vestido azul, y me alegré cuando un hilo suelto se enganchó y frunció la seda. Era consciente de que Beatrice tenía razón, pero deseaba ardientemente escuchar mi nombre de viva voz: nada de princesa Genevieve, ni princesa, ni alteza real, sino, lisa y llanamente, Eve.
—He estado pensando en su hija, pero es un asunto que requiere dedicación: tengo que averiguar en qué colegio está y quién es la directora. Es posible que después de mi boda… —Esa palabra se me atragantó—. Es posible que una vez casada tenga más probabilidades de negociar su liberación. Por fortuna, disponemos de tiempo antes de…
Ella echó a andar hacia mí y, con voz apenas audible, susurró:
—Desde luego, ya lo sé. —Guardamos silencio, hasta que le cogí las manos y se las estreché entre las mías, tratando de tranquilizarla—. Tenemos que irnos —aconsejó, y se dirigió hacia la puerta.
El pasillo estaba tranquilo. Charles y el rey estaban en la ciudad visitando uno de los nuevos establecimientos ganaderos de explotación intensiva, erigido cerca de la muralla. Desde otra habitación llegó el casi imperceptible sonido de una aspiradora.
Las puertas del ascensor se abrieron en el piso inferior; en un extremo del salón, había apiladas cajas gigantescas de color blanco, y en el otro extremo, Rose y Clara desayunaban panecillos de arándanos y tomaban café, bebida que yo todavía no había probado. Rose aún iba en pijama de seda; se había recogido la rubia cabellera en la coronilla y leía el periódico del día. No nos hicieron ni caso cuando entramos.
—Bien, aquí están los vestidos —afirmó Beatrice, y se acercó al montón de cajas—. Aunque se confeccionaron antes de la epidemia, han sido cuidados y conservados; por ello, las telas todavía están en buen estado. Comprobará que los encajes siguen intactos; es algo realmente extraordinario.
Dejó en el suelo la tapa de una caja larga, y quedó expuesto un vestido blanco, rellenado con papel, cuyo corpiño estaba salpicado de abalorios diminutos. Lo normal hubiera sido que me emocionase, pero cuando toqué el escote y rocé las abullonadas y rígidas mangas, lo único que sentí fue espanto.
—¿Tenéis que hacerlo ahora? —preguntó Rose, apartando el periódico—. Estamos desayunando. —Y agitó la taza antes de beber otro sorbo.
—Lo lamento, señora, pero son órdenes del rey —respondió Beatrice—. Esta misma mañana debemos resolver el tema, y me parece que no hay disponibilidad para trasladar las cajas.
Clara puso los ojos en blanco. Apartó el plato del borde de la mesa, se puso de pie y, si hubiera podido, me habría fulminado antes de marcharse. Su progenitora hizo lo mismo. Incluso escuché sus airados comentarios mientras se alejaban por el pasillo; Clara, por su parte, masculló algo acerca de mi desfachatez.
Beatrice cogió la caja, extrajo el primer vestido y comentó:
—Hace años que esa muchacha quiere casarse con Charles. Según su doncella, no lleva muy bien esta situación y se queja de todo y más.
Mientras mi asistenta cerraba las macizas puertas de madera, me quedé en ropa interior. El aire acondicionado me provocó carne de gallina. Me puse el vestido; Beatrice me subió la cremallera, y yo me miré en el espejo colgado en la pared más alejada. El traje tenía un profundo escote en uve; la tela, de excelente calidad, estaba salpicada de abalorios blancos y se me ceñía a los brazos y al pecho. Tironeé del escote y a punto estuve de romperlo.
—No puedo respirar —me quejé.
—Querida, tendrá que probarse varios más —comentó la mujer.
Me bajó la cremallera y sacó otro vestido de la caja correspondiente. Era un traje voluminoso, con una cola gigante de casi tres metros. Caminé frente al espejo y no me gustó nada que el escote dejara al descubierto la palidez de mis hombros.
—¿Qué importancia tiene? —pregunté, apesadumbrada, mientras Beatrice lo guardaba—. Cualquiera servirá.
Sacó un tercer traje, y también me lo probé; luego le tocó el turno al cuarto. Mis pensamientos volaron lejos de aquella estancia, del Palace, de los vestidos y del zumbido incesante de las cremalleras que subían y bajaban: seguramente, Caleb habría llegado ya a algún punto de la ruta, y no tardaría en volver a ponerse en contacto con Moss; poco después estaría en condiciones de contar lo sucedido a la gente que se hallaba intramuros.
La asistenta me abrochó otro vestido. Era ceñido, y como el cuerpo me apretaba el pecho, también noté que me ahogaba.
—Lo siento, Beatrice. Por favor, ¿podemos descansar un poco?
—No es necesario que se disculpe. —Me lo desabrochó por la espalda—. Claro que puede descansar. —Desabotonó la mitad del traje, y una vez liberada, me pasó el sencillo vestido sin mangas que me había puesto al levantarme. Me escabullí hasta la mesa y me desplomé en la silla que Clara había ocupado—. Iré a la cocina a buscar agua con hielo —se ofreció y, franqueando la puerta, desapareció.
El sol matinal entraba a raudales por la ventana y me calentaba la piel. Me imaginé a mí misma en el desfile nupcial, instalada en el rutilante coche que recorrería las calles de la ciudad, mientras la multitud que nos aclamaba, situada hasta mucho más lejos de las vallas metálicas, golpearía en los laterales de cristal del paso elevado. Dentro de una semana me convertiría en la esposa de Charles Harris, desocuparía mi dormitorio y me mudaría al suyo. Y todas las noches me acostaría a su lado; sus manos me buscarían en la oscuridad y sus labios se posarían sobre los míos.
Tenía el periódico entre las manos, estando a la vez presente y ausente de la estancia, cuando reparé en la letra negrita que decía: ¿TÉ, PRINCESA? Advertí que eran las mismas palabras que Curtis había pronunciado, y que ahora aparecían publicadas en una de las últimas páginas del diario.
La sección de anuncios era el único sitio desde el cual los ciudadanos podían enviar mensajes. Con el consentimiento del rey, desde ella se ofrecían a trocar o vender artículos que habían fabricado, llevado a la ciudad o comprado. Pasé los dedos por encima de la letra negrita e, inmediatamente, me di cuenta de qué se trataba: la ruta solía comunicarse mediante mensajes cifrados. Me acordé de que, en la cárcel, Caleb me había susurrado al oído que yo no era la única que aparecía en el periódico. También recordé la expresión de Curtis en el comedor: después de asegurarse de que nadie lo oía, me había hecho una pregunta con voz entrecortada. Me pareció extraño que solo hubiera pronunciado dos palabras, pero ahora todo cobraba sentido.
Observé la letra normal con que describían el té, del cual habían recuperado cuatro cajas en un viejo almacén de Afueras. En el anuncio figuraban el año, la fecha de adquisición, la marca, el lugar de procedencia y el precio deseado. En las últimas líneas se leía: «Perfecto para celebrar la boda real. Ideal para disfrutarlo con amigos después del desfile nupcial». Continué estudiando la forma en que las letras quedaban alineadas, en un intento de descifrar un código y averiguar si lo habían escrito vertical u horizontalmente.
Beatrice regresó con dos vasos de agua y los depositó en la mesa ante mí.
—¿Tiene un lápiz? —le pregunté, y conté cada dos letras, y luego cada tres, procurando encontrar una pauta.
Ella sacó un lápiz del chaleco y, sentándose a mi lado, me observó, mientras contaba cada cinco caracteres, y después cada seis, y los copiaba uno junto a otro para comprobar si formaban una palabra con sentido. Pero todas ellas se convirtieron en puras tonterías. Finalmente, descifré el código escrito de la segunda a la última columna, y lo escribí en los márgenes del periódico: C, 3, N, P, R, $, N. R, M, 1, N, T, 1, 0.
—Caleb en prisión —leí, y recorté el anuncio—. Rey mintió.
—¿Quién es Caleb? —inquirió alguien.
Me di media vuelta: Clara estaba en el pasillo, apoyando una mano en el marco de la puerta. Sin darme tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre mí, intentó coger el anuncio y, con un veloz ademán, me lo arrebató. Di un salto e intenté recuperarlo, pero no conseguí alcanzarla. Demasiado lenta. Ella echó a correr por el pasillo, se metió en su habitación y cerró de un portazo.