Veintiuno

El soberano estaba visitando una obra en construcción en la periferia de la ciudad. Como fue imposible ponerse en contacto con él, exigí que me condujeran a su presencia.

El coche descendió como una exhalación por la desierta calle, dejando atrás los imponentes edificios de la urbe. Los surtidores de las fuentes contiguas al Palace arrojaban una fina llovizna sobre los paseantes, pero el espectáculo ya no me asombraba. Lo único que tenía presente era la presuntuosa sonrisa de Clara al referirme la aventura amorosa de mi madre. Durante los años pasados en el colegio, incluso los más solitarios —los inmediatamente posteriores a mi llegada—, había contado con los recuerdos que guardaba de ella; me habían acompañado en la carretera, en el refugio subterráneo, en la parte trasera del camión de Fletcher y también después del desbarajuste del sótano. Pero todo se había corrompido gracias a las palabras de mi prima.

Torcimos a la derecha por una larga calzada de acceso y nos dirigimos hacia un gigantesco edificio de color verde, en cuya fachada había un león dorado. Los soldados me ayudaron a bajar del coche. En la parte superior de la entrada vi otra valla publicitaria enorme, como la del centro comercial, en la que aparecían diversos anuncios, como, por ejemplo, la fotografía de dos leones, debajo de la cual figuraba el siguiente letrero:

EL GRAN ZOO SE INAUGURA

EL MES QUE VIENE.

—Por aquí —dijo uno de los soldados, y me guio hacia el interior del edificio.

Divisé tres militares en la entrada del vestíbulo principal. Hacía un calor sofocante, y se olía a sudor y a humo. Los focos iluminaban diversas zonas del pasillo a oscuras. Pocos metros más adelante, un muchacho estaba arrodillado junto a un cubo; era uno o dos años menor que yo y, por su espalda desnuda, le chorreaba el sudor mientras ponía yeso sobre la pared. Al alzar la cabeza, aprecié su delgado y triste rostro.

—Tiene que estar por aquí —intervino el soldado y, apretando el paso, me cogió del brazo y me condujo a toda velocidad hacia otro pasillo.

Entonces me volví y reparé en otros dos chicos de mi edad que sujetaban una moqueta con grapas, y en un trabajador un poco mayor, de unos veinte años, que recorría con lentitud el pasillo acarreando una inmensa caja de madera. Cuando uno de los focos lo iluminó, vislumbré su rostro: descarnado, enfermizo y de ojos hundidos; en un hombro llevaba el mismo tatuaje que Caleb… El sonido ensordecedor de un taladro hendió el aire desde algún punto del piso superior.

—¿Dónde está? —pregunté tajantemente y, decidida, aceleré el paso pensando en los muchachos que estaban en el refugio.

Los soldados caminaron delante de mí en dirección a una brillante luz azul. Pero se notaba que dudaban de si tendrían que haberme conducido hasta allí o no.

—¡Genevieve! —exclamó alguien y, perfiladas por la luz, dos figuras hicieron acto de presencia al final del pasillo—. ¿Qué haces aquí?

—Debo hablar contigo —respondí.

El rey estaba con Charles, que al principio mostró su alegría, aunque esta se esfumó en cuanto se percató de mi expresión. Pasé de largo y entré en una amplia estancia; en ella lucía una extraña luz, y las paredes de cristal formaban diversos recintos que contenían enormes plantas y piedras de imitación.

—Concédenos unos minutos, por favor —solicitó el monarca.

Al fin las pisadas de los hombres se alejaron pasillo abajo, y el rey se detuvo a mi lado, frente a un depósito lleno de hierba amarilla; en lo alto, un puma, al que se le marcaban claramente las costillas en los flancos, reposaba sobre una piedra plana.

—Me lo ha contado —le espeté sin mirarlo a la cara—. Clara me ha hablado de tu esposa y me ha dicho que mi madre había sido tu amante. —El cuerpo me ardió de pies a cabeza—. ¿Es verdad?

El rey se volvió hacia el pasillo por el que Charles y los soldados se habían marchado y respondió:

—No es el mejor momento para hablar del tema. No deberías haber venido.

—Jamás existirá el momento oportuno para hablar de este tema. —Ahora sí lo traspasé con la mirada—. Y no quieres que venga aquí porque te desagrada que yo, o cualquier otra persona, veamos cómo se materializan tus proyectos.

Se ruborizó, se le ensombreció el semblante y se frotó la frente como si intentara recobrar la calma.

—Comprendo que estés enfadada. Clara no tendría que haberte dicho nada; no le correspondía. —Me volvió la espalda y caminó de punta a punta de la sala, cruzado de brazos—. La palabra «amante» no me gusta. Sé cómo suena y no hace justicia a la realidad. Cuando conocí a tu madre, ya me había separado de mi esposa.

Se detuvo ante una caja de cristal en la que se leía LOBOS GRISES: dos cánidos enormes mordisqueaban pedazos de carne roja, y un tercero roía un hueso partido.

—De modo que era tu amante —insistí sin conseguir controlar mi tono de voz—. Me has traído aquí, me has dicho que llevas mucho tiempo buscándome y que te ha destrozado vivir sin tu hija, pero se te ha olvidado comentar que tienes otra familia.

Él carraspeó y dijo:

—Lamento no haberte hablado de mis otros hijos —reconoció, aunque le costó decirlo—. Se trata de un tema que no me gusta tratar. Me preocupa más el futuro, como al resto de los habitantes de esta ciudad. Todos intentamos seguir adelante.

La dulzura con la que hablaba me desconcertó. Por ello, traté de abandonar mis propios puntos de vista y entender los suyos. Me hubiera gustado saber cómo habían muerto sus hijos: si les había sangrado la nariz como a mi madre, si habían soportado juntos la epidemia, como una auténtica familia, o si los habían ingresado en distintos hospitales. También me hubiera gustado saber si él los había abrazado a pesar de la prohibición de hacerlo, y si había sido la persona que les preparaba la comida triturada y se la depositaba sobre la reseca lengua.

—¿Cómo se llamaban? —pregunté por fin. Necesitaba saberlo; quería imaginarlos, aunque solo fuese un instante. Tenía hermanos…, los había tenido, aunque ahora ya no existieran. Esa realidad me produjo un extraño pesar—. ¿Qué edades tenían?

Se sacó un pañuelo del bolsillo, y las manos se le enrojecieron al estrujarlo.

—Samantha era la mayor. Cuando murió, tenía once años; Paul fue el primero en fallecer…, a los ocho, y Jackson, mi pequeño… —Se dejó llevar momentáneamente por el recuerdo, pero enseguida se rehizo—. No llegó a cumplir cinco años.

Me acordé del plato que había preparado en la cocina. Me había sentado a comer apoyada en la puerta del dormitorio de mi madre y, reconfortada al escuchar su tos intermitente, había devorado las últimas judías pastosas. Antes de que ella se recluyera en su habitación, me había enseñado a abrir los botes, sujetándome una mano con la suya, mientras accionábamos el chisme metálico. Las latas estaban en fila; había una para cada día y conté más de veinte. «Abre únicamente una; solo una por día», me había dicho mientras recorría la casa y echaba el cerrojo a todas las puertas.

—Lo lamento —comenté con suavidad.

Contemplamos el reflejo de nuestra imagen, y en ese instante, en medio de la quietud de la sala, él dejó de ser el monarca, y yo, la princesa a la que habían llevado a la ciudad contra su voluntad, para convertirnos en dos personas que intentaban olvidar.

Frotándose de nuevo la frente, añadió:

—Me enamoré profundamente de tu madre y tenía intención de divorciarme; ese era mi plan. Pero las cosas se complicaron: llevábamos un estilo de vida muy diferente, residíamos en ciudades distintas y no me enteré de que estaba embarazada. Más adelante se declaró la epidemia y todo cambió. Por mucho que hubiese querido, no habría podido salir de Sacramento; no tuve forma humana de ayudarla. Todos nos limitamos a resistir.

—¿Tu esposa lo sabía? —pregunté, y me sentí mal a medida que formulaba la frase—. ¿Se lo contaste, o la existencia de mi madre fue un secreto?

—Tenía intención de divorciarme —repitió—. Simplemente, esperaba el momento oportuno.

Me di la vuelta, pasé por su lado y descendí por un túnel, en uno de cuyos lados había un recinto acristalado. A unos diez metros avisté a un oso de color castaño como aquel con el que me había topado cuando vivía en el caos; estaba tumbado, parecía medio muerto y reposaba la cabeza en una roca de plástico.

—Las únicas personas que comprenden una relación son las que la mantienen —afirmó el monarca a mis espaldas. Sus pisadas resonaron en el suelo de grava—. No te puedes imaginar cómo fue aquella época.

—Sé que mentiste, les has mentido a todos.

Observé otra vez el reflejo de nuestra imagen en el cristal: la nariz se nos ladeaba un poco hacia la izquierda, ambos teníamos la piel clara, espesas pestañas negras… Nos quedamos un rato así, uno al lado del otro, contemplándonos reflejados en el pequeño recinto.

—Mientras estuve con tu madre fui feliz —acotó (ignoraba si hablaba conmigo o para sí mismo). Echó una ojeada al imponente oso, y prosiguió sin un ápice de cólera—. Me cuesta evocar esa imagen, verme a mí mismo en aquellos tiempos en que fui más feliz que nunca. Siempre tuve la impresión de que tu madre vibraba en otra frecuencia. Ella tenía casi treinta años cuando la conocí; sucedió en cuanto se tomó un descanso en sus actividades pictóricas.

—No sabía que pintara —reconocí. Nuestra casa se había desdibujado poco a poco en mi memoria; tan solo conservaba algunos detalles: el viejo reloj de péndulo de la entrada, cuyas pesas de oro batido accionaban las manecillas; las estrellas fosforescentes que por la noche brillaban en el techo de mi dormitorio y la mancha de té en el sofá. Pero no evoqué ningún pincel, ni un lienzo ni ninguna representación artística colgada en las paredes—. Yo aprendí en el colegio.

—Lo sé —confirmó, pero no se explayó—. Verás, celebré mis cuarenta años con tu madre. Lo planificó todo: fuimos de excursión a la playa, pero ella cargó todo el rato —más de seis kilómetros— con el minúsculo pastel de chocolate que había preparado para mí, porque quería que nos lo comiéramos contemplando el océano. Y me cantó una absurda canción, esa que dice…

—«Hoy, hoy es un día muy especial, hoy alguien cumple años» —canté.

Recordé que mi madre solía cogerme las manos mientras cantábamos y bailábamos en la sala, esquivando la mesilla baja y los sillones.

Me habría gustado odiar a aquel hombre y traté de rememorar las barbaridades que había cometido e imaginarme a Arden, a Ruby y a Pip en el edificio de ladrillo. Ese hombre era el causante de que Caleb estuviera en Afueras y de que no pudiéramos estar juntos. Sin embargo, en ese momento, compartimos algo único: a mi madre, sus rarezas, sus canciones disparatadas y el olor a champú de lavanda que desprendía su cabello. Aparte de mí, era el único que conocía esas peculiaridades.

Recorrimos el pasillo en silencio. Poco después, frente a frente, me dijo:

—Amé a tu madre. Por muy complicada que fuera nuestra situación y por muy errónea que sin duda parece, la amé. Te tengo a ti gracias a nuestra relación. —Se presionó las sienes—. Me emocioné la mañana que fui a tu colegio, y experimenté la misma sensación que tuve el día que nacieron mis restantes hijos. Cuando llegamos, y la directora nos explicó lo ocurrido y nos dijo que te habías marchado, inmediatamente ordené que te buscasen. Piensa lo que quieras, pero eres mi hija y, por lo tanto, la única familia que me queda. No soportaba la idea de que estuvieses sola en el caos.

Contemplé su rostro, demudado por la preocupación. A todo esto, se me acercó y me abrazó. Aunque no debía servir de precedente, lo cierto es que no me aparté; fue ineludible e irresistible a pesar de todas sus tropelías. Me veía a mí misma cada vez que él se tocaba el mentón cuando reflexionaba, o cada vez que sonreía con la boca cerrada; discutíamos de la misma manera, empleando palabras breves y ecuánimes, y teníamos la misma piel clara, el cabello del mismo tono castaño rojizo oscuro, si bien el suyo estaba salpicado de canas. Ese hombre formaba parte de mí y, por mucho que me disgustase, la vinculación era incuestionable.

—Vámonos —dijo él al cabo de un rato—. Has de regresar al Palace.

A las puertas de la entrada principal, había un corro de soldados con las armas al lado del cuerpo. Todos leían el mensaje que aparecía en la pantalla electrónica instalada en la parte superior del acceso al vestíbulo. Con letras mayúsculas habían escrito: SE HA DETECTADO LA PRESENCIA DE UN ENEMIGO DEL ESTADO. ¿ALGUIEN HA VISTO A ESTE HOMBRE EN LA CIUDAD? EN CASO AFIRMATIVO, AVISE RÁPIDAMENTE A LAS AUTORIDADES.

Debajo había el esbozo de una cara tan conocida que fue como contemplar la mía. También se indicaba su estatura, su peso y su constitución, así como la descripción de las cicatrices de la pierna y de la mejilla.

Tuve la sensación de que me desangraba. El rey me había cogido del brazo y me conducía con premura hacia el coche.

—Genevieve —dijo en voz baja, evitando a los soldados de la entrada del edificio—, no es el momento. Hablaremos cuando lleguemos a palacio.

Apenas lo oí mientras leía una y otra vez la última línea de la pantalla: SE LE BUSCA POR EL ASESINATO DE DOS SOLDADOS NEOAMERICANOS.