Treinta y uno

Beatrice me estaba esperando a la salida del ascensor. Me acompañó a la habitación y me ayudó a quitarme el vestido sin cesar de hacerme preguntas sobre la fiesta. Librarme de aquellas prendas tan ceñidas me produjo un gran alivio. Me limpié completamente el rostro, y por fin mi imagen se volvió reconocible gracias a la ausencia de maquillaje. Nos sentamos en la cama, y yo me quité la sortija y la dejé en la mesilla de noche; una ligera huella rosada en el dedo fue el último recordatorio de lo ocurrido durante la velada.

—Jamás habría soportado tanto sin usted —reconocí, y tironeé el cuello del camisón—. Me parece que no basta con darle las gracias.

—¡Vamos, vamos, niña! —exclamó la asistenta y, con un ademán, restó importancia a mis palabras—. He hecho lo que he podido. ¡Ojalá pudiera ayudarla un poco más!

—No puedo seguir viviendo así.

Al pensar en que, de ahora en adelante, mi vida consistiría en pasar monótonamente los días, cada uno más asfixiante que el anterior, se me cortó la respiración. Continuaba esperando que algo cambiase, que en el periódico publicaran alguna noticia sobre Caleb, pero no ocurrió nada semejante, y en cambio, a partir de ese momento, se dedicarían a hablar de los planes de la boda, soltarían una cháchara incesante e irrelevante sobre ramos de novia, anillos o qué alimentos solicitarían y de dónde los traerían. Me preguntarían si quería la mantelería beis o si prefería la blanca, y si me gustaban más las calas o las rosas.

Beatrice juntó las palmas de las manos, preocupada, y me dijo:

—Pues tendrá que hacerlo, como hemos hecho todos. No le quedará más remedio que vivir con los recuerdos anteriores a la epidemia y con la esperanza de que algún día la situación mejorará.

—¿Cómo mejorará? ¿De qué forma mejorará?

No respondió. Me tapé la cara con las manos. Yo ya no podía contactar con la ruta, porque nadie confiaría en mí. Y además, actualmente, estaba sometida a vigilancia constante. Caleb se había ido, había traspasado las murallas de la ciudad y no existían garantías sobre su regreso. En el supuesto de que construyeran los túneles, ¿cómo me las ingeniaría para llegar hasta ellos? Y aun en el caso de que lograse escapar, ¿cómo me defendería sola en el caos, sin armas ni alimentos, mientras los soldados del rey me perseguían sin tregua?

Beatrice seguía sentada a mi lado, pellizcándose la fina piel de las manos, y al fin musitó:

—Desde su llegada me he planteado…, me he preguntado si es posible que alguien sea feliz aquí. Supongo que hay que aferrarse a las falsas ilusiones, aunque es posible que albergar esperanzas sea una tontería —afirmó—. Por el Palace corren rumores…, los trabajadores no paran de comentar… ¿Es cierto lo que dicen que ha hecho usted por ese muchacho?

Afirmé levemente con la cabeza, pues sabía que, de palabra, jamás podría contestar con sinceridad a esa pregunta.

—Fue un acto de gran valentía. —Beatrice me acarició la espalda.

Me sorbí la nariz y me asaltó el recuerdo del estragado rostro de Caleb, la reciente brecha rosácea que recorría su frente y el verdugón en la mejilla.

—A mí no me lo parece. Por otra parte, cabe la posibilidad de que no vuelva a verlo.

La mujer suspiró profundamente mientras pasaba las manos por la colcha, hundiéndolas en la suave tela dorada. El olor a humo de cigarro seguía adherido a nuestras vestimentas.

—Hacemos todo cuanto podemos por la persona a la que amamos —aseveró al cabo de un rato—. Y cuando crees que ya no puedes dar nada más de ti misma, vas y haces algo más, porque negarte a ello te mataría. —Se giró hacia mí, titubeante. En el dormitorio no se oía más que el ruido de los conductos del aire acondicionado—. Yo también he negociado con el rey, ¿sabe? —Un mechón de cabellos canosos cayó sobre su cara y le tapó los ojos.

—¿A qué se refiere?

—Cuando hicieron el censo, nos pidieron que respondiéramos a varias preguntas. Querían saber si estábamos dispuestos a vivir intramuros o extramuros, cuáles eran nuestras aptitudes, qué recursos podíamos aportar y esa clase de cosas. Algunas familias tenían empresas o almacenes llenos de artículos. Pero yo, antes de declararse la epidemia, me dedicaba a limpiar casas; de modo que mis recursos económicos eran escasos, y mi hija y yo no poseíamos nada que les interesase. Nos asignaron, pues, la categoría inferior, la de los trabajos y las viviendas más básicos, y nos habría correspondido habitar en Afueras con los demás. Tras la confusión y el desorden que se produjeron después de la epidemia, los ciudadanos ignoraban qué sucedería y si se repetiría la situación anterior, es decir, la lucha de la gente por conseguir alimentos y agua potable y la sucesión de robos cada vez más violentos.

»Insistieron en que podía considerarme afortunada: fui escogida entre miles. Seleccionaron mi solicitud y me ofrecieron trabajo aquí. Sin embargo, no era posible que mi hija me acompañara, sino que debía regresar al colegio. Nos estaba prohibido mantener el contacto, aunque cabía la posibilidad de que regresase a la ciudad en cuanto se graduara, siempre y cuando eligiese esa vida. Ahora me doy cuenta de que, probablemente, querían que fueran a los colegios y a los campos de trabajo cuantos más niños mejor, tantos como pudieran conseguir. Los colegios… —Dejó escapar una risilla penosa y fugaz, y se frotó la mejilla—. Presuntamente, eran grandes centros de aprendizaje donde las niñas recibirían una educación de primera. Me dijeron que allí le darían mucho más de lo que le ofrecería la vida urbana. Cuando me enteré de la existencia de la generación dorada, me aseguraron que no se trataba de una actividad obligada, ya que las jóvenes que habían secundado la iniciativa de dar hijos al régimen se habían ofrecido voluntarias. Insistieron en que las muchachas podían elegir, pero cuando usted llegó…

—¿Qué edad tiene su hija? —la interrumpí—. ¿Sabe en qué colegio está?

—Lo desconozco. Yo estaba embarazada cuando estalló la epidemia; Sarah cumplió quince años el mes pasado. —Se le notaba que había llorado y que no tardaría en hacerlo de nuevo, pero apretó los labios en un intento por evitarlo—. ¿Conoce a alguien del colegio en el que usted estudió que le pueda informar acerca de mi hija?

Conmovida, le estreché las manos. Me acordé de la directora Burns, de cara ajada y tristona, de que siempre había estado al tanto del destino de las graduadas, de la forma en que me ponía la mano en la espalda mientras me tragaba las vitaminas, de que todos los meses me acompañaba a la visita médica… Pero desconocía qué suerte había corrido la profesora Florence, ni si se habían enterado de que me había ayudado a escapar.

—No lo sé, pero puedo intentarlo.

Me apretó las manos con tanta fuerza que los nudillos se le emblanquecieron.

—Sería maravilloso —reconoció, y le falló la voz.

Al abrazarla, me di cuenta de lo menuda que era y de que se encorvaba; a su vez, ella me estrechó firmemente entre sus brazos.

—Claro que sí —logré añadir, y continuamos sentadas en la quietud de la alcoba—. Lo intentaré.