Cinco
El día siguiente fue agobiantemente deslumbrante. Me había acostumbrado a los cielos grises de San Francisco, a la niebla que todas las mañanas se posaba sobre nosotros, se extendía por encima de las colinas y llegaba hasta el mar. Arden y yo salimos de casa de Maeve, y el sol me quemó la piel; su reflejo en la bahía cegaba. Incluso los pájaros parecían estar muy alegres y piaban en los árboles.
—Recuerda que no hemos oído nada —musité.
Arden apretó los labios forzando una mueca; nunca había sabido fingir. En el colegio había estado de pésimo humor las semanas anteriores a su huida: se había apartado de las demás, utilizaba el lavabo del rincón para cepillarse los dientes y, durante las comidas, se encorvaba sobre la mesa del comedor sin relacionarse con nadie. Sospeché que tramaba algo la víspera misma de la graduación, pero di por hecho que se trataba de otra de sus absurdas travesuras. De ningún modo habría deducido la verdad.
Caminamos por el estrecho sendero, cubierto de enredaderas, hasta que desembocó en el puerto. Sobre las rocas se apilaban los restos de embarcaciones con los parabrisas destrozados y la pintura desconchada; varias de ellas estaban volcadas. Una vez cruzada la bahía, el refugio de Marin no era más que un montículo verde, en el que los árboles crecían entre las casas y las tapaban con su follaje.
Arden se ajustó la camisa de hilo a su magro cuerpo, para protegerse del viento que soplaba.
—Durante el desayuno me ha costado hablar con Maeve —reconoció. Heddy caminaba a nuestro lado, y su negro pelaje brillaba bajo el sol—. El simple hecho de saber lo que planea…
—Aquí no debemos hablar de este tema —la interrumpí mientras inspeccionaba la hilera de fachadas cubiertas: el ventanal de una cafetería estaba tapado con papel de periódico, pero oí perfectamente a las cocineras, el ruido de las cacerolas al entrechocar y el del agua al correr en el fregadero—. Espera a que embarquemos.
Era imposible tener intimidad en la ciudad que albergaba a más de doscientas mujeres. Algunas tiendas y restaurantes del centro comercial marítimo estaban en plena actividad, aunque otros locales se mantenían ocultos y desaprovechados en medio de la espesa maleza. Cada mujer se había forjado un lugar propio y un propósito.
—¡Eve! ¡Buenos días! —exclamó Coral, una de las madres fundadoras de más edad, que descendía por el sendero. Trasladaba al matadero tres pollos que pendían tiesos cabeza abajo, pues los llevaba cogidos por las patas. Heddy ladró a las aves, pero Arden la retuvo—. Hace un día maravilloso. Me recuerda la vida de antes.
Contempló el cielo, la ladera verde de la colina y el destrozado malecón que se internaba en el mar.
—Muy hermoso, sí —me apresuré a responder, e hice lo imposible por parecer contenta.
Coral me había caído bien desde el principio. Había pasado toda la vida en Mill Valley, en compañía de su marido, y luego se convirtieron en descarriados durante tres años, hasta que el esposo murió. Me encantaban las historias que contaba acerca de su propio huerto y de cuando cocinaba en las brasas que encendía en el patio trasero de su casa. En cierta ocasión espantó a una pandilla que cruzaba la ciudad para que no encontrasen la reserva de productos que guardaba en el sótano en caso de tempestad. En ese momento, en cambio, hasta ella me pareció poco amistosa. ¿Acaso estaba al tanto del plan? ¿Acaso siempre me había considerado como elemento de negociación para la independencia de Califia?
La anciana siguió su camino. Más adelante, Maeve e Isis recorrían el sendero a caballo, llevando a remolque una carretada de ropa recuperada. Todos los meses se desplazaban a distintas poblaciones lejos de Muir Woods, y registraban las casas en busca de artículos que distribuir o trocar en las tiendas de Califia.
Haciéndole una seña a Arden, nos fijamos en el bote amarrado en el atracadero. Era una de las pocas embarcaciones que las mujeres habían restaurado; el interior estaba revestido con una ligera capa de cera.
—Será mejor que nos vayamos —opiné. Maeve había desmontado y se acercaba a la orilla, mientras nosotras nos dirigíamos al muelle. Desamarré la embarcación y le dije—: He decidido que hoy pasearía a Arden y a Heddy por la bahía; quiero mostrarles todo lo que Califia ofrece.
Subí al bote e intenté que mis movimientos fuesen tranquilos y decididos. Cogí los remos y me alegré de introducirlos en el agua: su resistencia al líquido elemento calmó mi inquietud. Arden también se metió en la embarcación y llamó a Heddy para que hiciese lo mismo.
—¿Y la librería? Tienes que trabajar —comentó Maeve, internándose entre las resbaladizas rocas y los bajíos, mojándose las botas.
Seguí remando, y me relajé a medida que nos alejábamos.
—Trina sabe que no iré y le parece bien.
Ella se cruzó de brazos. Era muy musculosa, de vientre plano y fornidas piernas de tanto correr.
—¡Ten cuidado con las corrientes y con los tiburones! Ayer avistaron a uno de esos en la bahía.
Me acobardé ante la mención de los escualos, pero me pareció improbable y, sobre todo, lo consideré como un intento desesperado por su parte de mantenernos cerca de la orilla. Ella se quedó donde estaba, con los pies en el agua, hasta que nos alejamos casi cien metros.
—¿Podemos hablar ahora? —preguntó Arden cuando dejé los remos. Heddy se tumbó cuan larga era en el fondo del bote, y mi amiga colocó los pies a uno y otro costado de la perra.
Maeve utilizaba los prismáticos que había cogido del carro para seguir la trayectoria del bote arrastrado por la corriente. Entonces me deshice el moño y la saludé con la mano.
—No ha cesado de vigilarnos —comenté—. Arden, hazme un favor y deja de fruncir el entrecejo.
Mi amiga echó la cabeza hacia atrás y profirió una carcajada grave y gutural que yo nunca había oído.
—¿No te das cuenta de lo paradójico que es todo? —preguntó sonriente, y su expresión me resultó rara, incluso sobrecogedora, porque no estaba en consonancia con sus palabras—. Hemos recorrido un largo camino para llegar hasta aquí, para escapar de la directora Burns y de sus mentiras. Esto me resulta extrañamente conocido.
Sabía muy bien a qué se refería. La noche anterior me resultó imposible volver a conciliar el sueño. Me quedé despierta e imaginé qué sucedería si Maeve se enteraba de que yo conocía sus planes con respecto a mí. Al fin y al cabo, ella creía que Califia era mi destino definitivo y que jamás me marcharía…, porque no podría. Si se le cruzaba por la cabeza la idea de que deseaba huir, tal vez informaría a la Ciudad de Arena de que me tenía en su poder.
—Cuando llegamos, Caleb y yo pensamos que este era el único lugar en que estaría a salvo. —Me froté los callos de las palmas de las manos, endurecidas tras las horas dedicadas a reforzar la tapia de piedra de detrás de la casa de Mae—. Entonces parecía mi única opción, pero ahora…
A lo lejos distinguí a Maeve, que seguía en la orilla. Ya no utilizaba los prismáticos y había echado a andar por el sendero; daba dos o tres pasos y se volvía para vigilarnos. Me sentí atrapada. Desde la bahía, rodeada por tres lados de altos acantilados rocosos, un centenar de ojos me controlaban constantemente fuera adonde fuese. Una vez atravesada la bahía, San Francisco no era más que un diminuto montículo de musgo muy crecido.
—Tenemos que salir de aquí.
Arden acarició la cabeza a Heddy y, contemplando la lejanía, afirmó:
—Necesitamos tiempo. Ya se nos ocurrirá algo; siempre pasa lo mismo.
Estuvimos calladas largo rato. Los únicos sonidos perceptibles eran los de las olas que acariciaban los costados del bote y los de las gaviotas que chillaban aleteando en pleno vuelo.
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Transcurrió una hora. La corriente arrastraba el bote. Cuando la conversación giró en torno a temas más alegres, sentí un gran alivio.
—Todavía no le había puesto nombre —explicó Arden, acariciando la cabeza a la perra—. Me figuré que no estaríamos juntas mucho tiempo y no quería encariñarme. Fue entonces cuando se tumbó delante de la hoguera y me llegó al alma. Tuve clarísimo cómo la llamaría. —Se puso las manos en las mejillas y, presionándolas hacia abajo, las estiró—. Así nació Heddy, en honor de la directora Burns.
Por primera vez reí de verdad en varias semanas al recordar la cara de la directora del colegio.
—¿No te parece que no eres justa con Heddy?
—La perra comprende mi sentido del humor. —Se le había dulcificado la expresión, y el sol le daba un toque de color a las pálidas mejillas—. Antes detestaba a los perros, pero sin ella no me habría salvado. —La voz se le agudizó varias octavas, como si hablase con alguien de corta edad—: Te quiero, Heddy, te quiero.
La acarició de nuevo y le besó el sedoso pelo de la frente. Nunca había oído hablar a Arden en ese tono. Durante los años que pasamos en el colegio se hizo famosa por aborrecerlo todo: los higos que servían de postre, los problemas de matemáticas, los juegos de mesa apilados en los estantes de la biblioteca…; se enorgullecía de estar al margen de las demás y de no confiar en nadie. Hacía doce años que la conocía, y siempre había insistido en que no era como las otras huérfanas del colegio, puesto que ella tenía padres que la esperaban en la Ciudad de Arena. Únicamente, cuando nos reencontramos en el caos y ella enfermó, fue capaz de contar la verdad: no existían tales padres y la había criado su abuelo, un hombre amargado que había muerto cuando ella tenía seis años. Por eso, la expresión «te quiero» me pilló por sorpresa; daba por hecho que no formaba parte de su vocabulario.
Permití que la perra me olisquease la mano sin hacer caso de mi nerviosismo cuando acercó el morro a mis dedos. Le di unas palmaditas en la cabeza y le rasqué el hocico y las orejas. Estaba a punto de pasarle la mano por el lomo cuando algo chocó contra la parte inferior del bote. Me aferré a las bordas y me di cuenta de que a Arden y a mí nos había pasado por la mente la misma idea: un tiburón. Estábamos, más o menos, a cien metros de la costa, Maeve ya no nos observaba y el agua tenía un color amenazadoramente negro.
—¿Qué hacemos? —preguntó mi compañera, asomándose.
Heddy olisqueó el fondo de la embarcación y gruñó.
Petrificada, continué agarrada a las bordas.
—No te muevas —le aconsejé.
El bote volvió a sufrir una sacudida. Bajo nosotras, distinguí una masa oscura.
—¿De dónde diablos…? —masculló Arden, señalando el agua. De repente se echó a reír y se tapó la boca con la mano—. ¿Es una foca? ¡Eh…, hay más!
Otro ejemplar apareció junto al primero, y luego llegó una tercera. Asomaron las lisas cabezas de color marrón, pero se sumergieron de nuevo con rapidez.
Dejé de aferrarme al bote y me carcajeé de mí misma, del pánico que había experimentado al pensar en Maeve, en Califia y en los tiburones imaginarios.
—Nos han rodeado.
Me incliné hacia el agua y la rocé con las yemas de los dedos. Alrededor de una decena de focas rodearon la embarcación, y sus amistosas caritas nos contemplaron con curiosidad. Una de ellas, muy pequeña, dio una voltereta y nadó boca arriba; a poca distancia, un ejemplar de mayor tamaño y largos bigotes blancos lanzó un grito agudo. Heddy ladró a modo de respuesta y las asustó, por lo que se sumergieron otra vez.
—No le hagáis caso —les gritó Arden; se la veía más contenta de lo que había estado desde nuestra huida—. Heddy, las has asustado —dijo amenazándola con el índice. Las focas se alejaron por la bahía. La pequeña tardó en marcharse, como si se disculpase por el comportamiento descortés de sus compañeras—. ¡A mí también me ha gustado conoceros! —gritó Arden, y las saludó con la mano.
Heddy emitió otro sonoro ladrido y se mostró muy ufana de sí misma.
Las focas se distanciaron hasta convertirse en diminutos puntos negros sobre el agua. El sol ya no me pareció demasiado brillante, y acogí de buena gana la presencia de las aves que sobrevolaban el bote. En compañía de Arden, me olvidé de Maeve y de sus propósitos. Estaba con mi amiga y, solas y libres, navegábamos por las aguas mecidas por el viento.