Veintinueve
El silencio de la habitación me resultó insoportable. Por la noche, a última hora, sentada en el borde de la cama, los minutos transcurrían lentamente. La luz de la luna formaba figuras extrañas en el suelo, y mi única compañía eran unas sombras negras y amenazadoras que se arremolinaban a mi alrededor. Se habían terminado las simulaciones: un soldado montaba guardia tras la puerta de mi dormitorio, y Caleb estaba lejos del centro de la ciudad, encerrado en una celda. Cada hora que pasaba nos acercaba un poco más al final.
En el pasillo sonaron pisadas. La llamada a la puerta me puso la carne de gallina. Acto seguido, el monarca entró y encendió las luces, cuya intensidad me hirió los ojos.
—Genevieve, me han dicho que quieres hablar conmigo. —Se sentó en el sillón del rincón, entrelazó las manos y, sin dejar de observarme, apoyó el mentón en los nudillos—. ¿Has reflexionado sobre lo que te he dicho esta mañana? Se trata de una cuestión de seguridad…, de tu seguridad y de la mía.
—He reflexionado, sí —contesté. En el exterior, el firmamento estaba salpicado de estrellas; hacía varias horas que el sol había desaparecido tras las montañas. Me estiré los pellejitos de alrededor de las uñas, dudando de si, de verdad, sería capaz de decirlo en voz alta, de si tendría valor para concretarlo—. No permitiré que castigues a Caleb por algo que no ha hecho. Soy yo la responsable. Ya te lo dije: soy yo la que disparó a los soldados.
—No estoy dispuesto a volver a sostener esta conversación. No quiero que…
—Me dijiste que debería emparejarme con alguien como Charles, ya que existen expectativas sobre mí dada mi condición de princesa. Pero seré incapaz de pasar otro día aquí si sé que Caleb ha muerto, o que lo han castigado por algo que yo cometí —gemí. Para entonces había soldados por todas partes: algunos de ellos recorrían los pasillos y otros permanecían apostados junto a la puerta de mi dormitorio. No tenía escapatoria. Respiré hondo y pensé en qué le ocurriría a Caleb en cuanto el teniente prestase declaración: ¿Lo torturarían? ¿De qué forma lo ajusticiarían?—. Me casaré con Charles si lo deseas, o si consideras que es mi obligación, pero has de liberar a Caleb.
—No solo lo deseo yo…, sino la ciudad entera. Es lo único que tiene sentido. Serás feliz con él; sé que lo serás.
—En ese caso, ¿estás de acuerdo?
Soltando un resoplido, el rey replicó:
—Comprendo que, por ahora, te resulte imposible entenderlo, pero será lo mejor para todos. Charles es un buen hombre, ha sido profundamente leal y…
—Garantízame que no le harás daño.
Sentí que me ahogaba, y no quise oír nada más sobre Charles. Parecía como si, por el hecho de casarme con él, se revelara de repente en mi interior una vorágine de sentimientos que amenazara todo cuanto había conocido hasta entonces, como si el amor fuese una elección.
El soberano se puso en pie, se me aproximó y, poniéndome una mano en el hombro, dijo:
—Ordenaré que lo liberen extramuros, y a partir de ahora no volveremos a hablar de ese muchacho. Te concentrarás en tu futuro con Charles.
Asentí a pesar de estar segura de que al día siguiente me resultaría mucho más difícil de sobrellevar aquella situación. En ese momento, en mi alcoba, me pareció soportable: Caleb quedaría en libertad. Esa opción planteaba posibilidades…, incluso esperanzas. Mientras siguiese vivo, habría esperanzas.
—Quiero despedirme de él —añadí—. Lo veré por última vez. ¿Me llevarás a su lado?
El monarca se acercó a la ventana. Cerré los ojos y, mientras aguardaba su respuesta, llegó hasta mis oídos el sonido del aire que discurría por los conductos de ventilación. No veía más que el rostro de Caleb. La noche anterior habíamos yacido despiertos; él reposaba la cabeza sobre mi corazón. En el avión reinaba el silencio. «Casi lo he entendido —había dicho con los ojos entornados—. Una vez más…». Yo deslicé la mano bajo la manta, presioné un dedo en su espalda y se lo pasé lentamente por ella, pronunciando una letra tras otra, aunque más despacio que la vez anterior. Cuando terminé, él alzó la cabeza, casi rozándome la nariz con la suya, y hundiendo la cara en mi cuello, había musitado. «Lo sé. Yo también te quiero». Cuando abrí los ojos, el rey se había apartado de la ventana y volvía a estar a mi lado. Sin pronunciar palabra, se dirigió a la puerta, la abrió e hizo un gesto con la mano para que lo siguiera.
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La cárcel, un enorme edificio rodeado por un muro de ladrillo, se hallaba a diez minutos en coche desde el centro de la ciudad. Funcionaban dos de las siete torres de observación, y en lo alto había guardias apostados con los fusiles en ristre. Me condujeron a un cuarto en el que la mesa y las sillas estaban atornilladas al suelo de cemento. El rey se quedó fuera, en compañía de un guardia, y ambos me vigilaron. Me senté y, presa de los nervios, tamborileé con los dedos la mesa metálica.
Transcurrió un minuto, quizá dos. Los recuerdos de los momentos compartidos se me acumularon: el roce del caballo en nuestros cuerpos cuando salvamos la quebrada, el olor a humedad y a tierra del refugio subterráneo, aroma que nos impregnó la piel… La noche en que atravesamos el frío pasillo, Caleb me había cogido de la mano, y su calor me había provocado una ardiente descarga en el brazo, que se extendió por mi pecho, descendió por las piernas, despertó todos mis sentidos e incluso me electrizó los dedos de los pies. Hasta entonces solo había estado viva a medias, y el contacto con él era lo único que podía arrancarme de ese sueño.
Un guardia lo condujo al interior del cuarto. Le habían destrozado la cara: tenía una brecha ensangrentada desde la ceja derecha hasta el nacimiento del pelo, y una mejilla enrojecida e hinchada. Llevaba la misma camisa arrugada que se había puesto por la mañana, aunque mal abotonada y con sangre reseca y ennegrecida alrededor del cuello. Permaneció encorvado.
—¿Quién te ha hecho eso? —pregunté, y me costó una enormidad pronunciar esas palabras.
Lo abracé y me molestó que no le hubiesen desatado las manos, que no pudiera tocarme la cara ni hundir los dedos en mi pelo.
—Todos —respondió lentamente. Apoyó el mentón en mi hombro, y yo pasé las manos por su espalda, pero di un respingo al notar los verdugones producidos por los porrazos. Los toqué y ansié retroceder a la noche anterior, deshacer cuanto había ocurrido desde que despertamos—. Dicen que me pondrán en libertad extramuros. No me permitirán volver a estar a menos de ochocientos kilómetros de la ciudad. ¿Qué les has dicho?
El rey estaba junto a la puerta, y divisé su perfil a través de la minúscula ventanilla.
—Lo siento mucho —musité—. Fue la única manera de lograr que te excarcelaran.
—Eve…, explícate. ¿Qué les has dicho? —repitió, crispado de preocupación.
Lo rodeé con los brazos y musité:
—Les dije que me casaría con Charles Harris. Añadí que, si te ponían en libertad, estaría dispuesta a… —Enmudecí; no podía articular las palabras.
Aquel día, junto a la fuente, Charles me había parecido inofensivo e incluso simpático. Ese rato había supuesto un respiro agradable de mi estancia en el Palace, pero ahora consideré que todo cuanto él había dicho entonces estaba cargado de motivos ocultos. Me hubiera gustado averiguar cuántas conversaciones había mantenido con el monarca, y si siempre había tenido la certeza de que nos dirigíamos inevitablemente hacia un futuro común.
—No, Eve, no puedes. No puedes hacerlo.
—No tenemos más opciones.
El guardia no me quitaba ojo de encima.
Caleb susurró:
—Tenemos que encontrar una salida. Si te casas con él, se acabó lo nuestro, ya no habrá «nosotros». No puedes casarte con ese hombre.
—Yo tampoco quiero hacerlo —admití, y mi voz estuvo a punto de quebrarse—, pero no tenemos más opciones.
—Necesito un poco de tiempo —suplicó Caleb, desesperado—. Tiene que existir una solución.
En ese momento el rey llamó dos veces a la puerta, y el guardia anunció:
—El tiempo se ha terminado. —Se acercó a la entrada y dio una ojeada a mi padre que se había quedado fuera.
Me aproximé a Caleb, tratando de estrecharlo entre mis brazos por última vez, y lo cogí de la nuca para que apoyara su mentón en mi hombro. Le besé la mejilla, le acaricié la dolorida piel que rodeaba la herida y le masajeé la sien.
—Debes permanecer lejos de aquí. Prométeme que lo harás —añadí, y se me anegaron los ojos. Estaba segura de que, si se le presentaba la más mínima oportunidad, aprovecharía los túneles para venir a buscarme—. No podemos volver a pasar por esto.
El guardia se acercó y lo tironeó del brazo, pero él se agachó de nuevo y casi pegó los labios a mi oreja. Habló en voz tan baja que apenas entendí lo que decía:
—Eve, no eres la única que aparece en la prensa.
Intenté descifrar el significado de sus palabras, pero el guardia ya se lo llevaba. Mientras este le tiraba del brazo, él trataba de retroceder, procurando mantener el equilibrio y mirándome, a la espera de que le diera a entender que lo había comprendido.