Livie levantó la cabeza hacia el cielo del crepúsculo y arrugó el entrecejo, apretándose el estómago con los brazos.
—Missy, porfa. Quiero pirarme a casa. Va a llover.
—Solo quieres irte a casa porque va a llover —replicó Missy sin levantar la vista del libro.
Solo porque estaba en cuarto grado y había sacado cuatro sobresalientes y estaba en el cuadro de honor, Missy le corregía siempre las expresiones. Livie odiaba que lo hiciera, pero, al fin y a la postre, su hermana iba a ser profesora y necesitaba practicar.
Sopló una ráfaga de viento que acabó convirtiéndose en una brisa acariciadora.
—Missy, tengo frío.
Su hermana puso los ojos en blanco y exhaló aquel suspiro tan sonoro que solía soltar cuando Livie la estaba fastidiando. Significaba que Livie era como la peste.
—Diez minutos, ¿de acuerdo? Quiero terminar este capítulo.
—Bueno —dijo Livie haciendo un mohín.
Volvió a coger su toalla y se puso a jugar en la arena con aire ausente, excavando y observando la lenta caída de los granos de arena sobre el suelo. A ella le encantaba el parque, pero no cuando eran los únicos niños que permanecían en él.
Los columpios eran su distracción predilecta. Livie se esforzaba permanentemente en lanzar sus piernas cada vez más deprisa y con más fuerza para ver si conseguía dar la vuelta completa en lo alto, aunque todavía no lo había conseguido. Su padre decía que era una temeraria; Missy afirmaba que era una idiota; y su madre le advertía que un día se rompería una pierna y que así aprendería la lección.
Era la víspera de Halloween. Livie no era una miedica, pero la semana anterior había visto una película de fantasmas y no quería estar fuera de casa después de oscurecer. La norma es que tenían que estar en casa cinco minutos después de que se encendiera el alumbrado público, pero Livie quería irse a casa «inmediatamente». El sol ya se había ocultado detrás la casa de dos plantas de los Patterson, dejando aquel precioso ribete rosáceo.
—Va, Missy —suplicó Livie.
Su hermana la ignoró, y Livie tiró su toalla. Entonces, se levantó y se dirigió hacia los columpios, situados en el lado más alejado del área de juegos. Ese día no le apetecía volar, así que se impulsó atrás y adelante sin esfuerzo, mientras la furia de las ráfagas de aire le ponía los brazos como piel de gallina. Hojas de color rojo, naranja y marrón revoloteaban por el suelo de aquí para allá, impulsadas por el viento.
Livie prefería la primavera, cuando todo era verde, alegre y luminoso; cuando la niebla no humedecía todas las mañanas, persistiendo a veces hasta la hora de comer. Pero faltaban seis meses completos hasta la primavera. Livie cumpliría seis años la primavera siguiente. Recitó mentalmente los meses: mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre… ¡tenía cinco años y medio! ¡Los había cumplido el día anterior!
Saltó del columpio, y se dio la vuelta para regresar corriendo junto a Missy y contarle el cálculo que acababa de realizar. Se detuvo de golpe.
Missy no estaba sola.
Un hombre estaba hablando con ella. Era realmente alto, aunque no tanto como papá, ni tampoco tan mayor. Iba sin chaqueta. ¿Es que no sabía que uno podía coger un catarro de muerte, si se salía sin chaqueta con ese tiempo? Y se había pintado algo en el brazo con un rotulador azul.
Asustada, Livie empezó a caminar hacia ellos con un cosquilleo en el estómago que le avisó de que algo no iba del todo bien. Missy no parecía asustada, aunque «ella» no había visto la película de fantasmas de la semana anterior. Livie se mordió el labio. No quería comportarse como una llorica, pero quería irse a casa. Inmediatamente. Y si tenía que ponerse a llorar para conseguirlo, pues bueno, lo haría. Cuando se ponía a llorar, Missy cedía.
—¡Missy! —llamó.
El hombre se volvió y la miró, y sus ojos hicieron algo extraño, como si bizquearan. Entonces, agarró a Missy por el brazo.
—¡Vamos!
—¡No! —gritó Missy, e intentó zafarse.
Livie echó a correr hacia ellos.
—¡Suelte a mi hermana! ¡Suéltela!
El hombre levantó a Missy en el momento en que Livie los alcanzaba. No sabía lo que iba a hacer, pero sabía que los extraños no siempre eran amables, y aquel hombre del pájaro azul en el brazo tenía a Missy sujeta sobre su hombro.
Antes de que Livie pudiera agarrar a Missy, el hombre la golpeó. Livie cayó al suelo sin respiración. La boca le sabía raro, como cuando había perdido su primer diente el verano pasado; intentó gritar, pero su saliva le produjo arcadas.
Dio un traspiés al levantarse, con las lágrimas nublándole la visión. El hombre tenía agarrada a Missy y atravesaba el césped a la carrera en dirección a la calle.
—¡Papá! —gritó Livie entre sollozos—. ¡Socorro! ¡Socorro!
El hombre malo abrió la puerta de una camioneta negra y tiró a Missy dentro. Cuando ella intentó salir, él la golpeó con algo parecido a un palo grande; luego, corrió hacia el lado del conductor y se alejó en el vehículo.
Missy no hizo ningún otro intento de liberarse.
Livie se dirigió corriendo a su casa sin dejar de gritar.
—¡Papá! ¡Papá!
Su padre abrió la puerta de un tirón con una expresión en el rostro de absoluta preocupación.
—¡Olivia! ¿Qué sucede? ¿Dónde está Melissa?
—¡Se la ha llevado un hombre!
Mamá dio un grito; papá agarró a Livie por el brazo y la metió en casa. Antes de salir corriendo por la puerta, la empujó hacia su madre.
—¡Llama a la policía! —gritó papá, mientras Livie se hundía en la seguridad de los brazos de su madre.
El efímero abrazo tocó a su fin.
Fue la última vez que su madre volvería a abrazarla.