La libertad tiene un precio.
La única señal de la agitación nerviosa de Paul Benedict era el sudor que le humedecía las palmas de las manos. Permanecía militarmente erguido, en medio de la niebla fría, en la parte exterior de la entrada trasera del palacio de Justicia de Seattle. ¡Justicia! Si le quedase un gramo de sentido del humor en el alma, se reiría. ¿Qué sabían los jueces de la justicia? ¿Qué sabía nadie?
La justicia estaba reservada a los criminales; nunca a las víctimas.
Y sin duda, no a los niños. Sin duda, no a su hija, Jenny, la dulce y encantadora Jenny, que jamás le había hecho daño a nadie.
«Dejad que los niños se acerquen a mí».
Paul tomó aire mientras se tragaba sus lágrimas saladas.
Si la presa reventaba, no podría hacer lo que había ido a hacer. Lo que estaba obligado a hacer. Si se derrumbaba en ese momento, no se haría justicia. La mente despejada, y la mano firme.
Ya habría tiempo al día siguiente para lamentarse. Y todos los días que siguieran al día siguiente en los que Jenny debería haber estado viva.
Cerró los ojos solo un instante, pero fue peor. Vio a Rachel con Jenny en brazos, cuando esta era aún bebé. Eran tan hermosas las dos, con sus aureolas de pelo dorado. Y luego, a Jenny, dando sus primeros pasos vacilantes hacia él, sonriendo con los brazos estirados hacia delante; y a Jenny encima de su primera bicicleta, bamboleándose atrás y adelante, asustada pero entusiasmada. Él había querido alargar las manos y agarrarla cuando se cayó la primera vez, pero su hija no habría aprendido a montar en bicicleta, si no hubiese dejado que se cayera.
No habría vuelto a tener la oportunidad de caerse de nuevo; ni la posibilidad de aprender a montar.
Si él hubiese estado allí, en casa, donde debería haber estado… ¿Qué había sucedido a lo largo de los años para que él y Rachel se hubiesen alejado? Habían sido felices. Sí, habían luchado. Y hacía tres años, cuando perdió su trabajo, se había hundido en una maldita depresión.
¿Por qué Rachel no había permanecido a su lado? No es que él se lo hubiese puesto fácil; se había comportado como un cabrón. En ese momento podía verlo, bajo la fría luz de la realidad. No había soportado que Rachel tuviese que ponerse a trabajar de nuevo para mantener a la familia; que él fuese un fracasado, incapaz de proporcionar el bienestar a su esposa y a su hija.
A su perfecta y preciosa niñita.
Cuando consiguió el empleo en Pennsylvania, Rachel se había negado a trasladarse con él. Y una cosa había llevado a la otra… y al finalizar el año, se habían divorciado.
Si hubiese estado allí, ¿habría podido proteger a su hija? ¿Impedir que le hiciesen daño? ¿Mantenerla viva y a salvo?
Nunca lo sabría; jamás sabría lo que podría haber sido de otra manera.
Pero de no haber sido por aquel hijo de puta de Christopher Driscoll, Jenny seguiría viva.
Dos coches patrulla entraron en el aparcamiento de seguridad del palacio de justicia, allí donde el juzgado se levantaba cerca de la cárcel. Aquella era su única oportunidad de encontrar justicia para su hija. Después de esa mañana, Driscoll sería escoltado en sus trayectos desde y a la cárcel a través de un corredor aéreo.
La furgoneta de la policía entró en el camino detrás de los coches patrulla, seguida por un par de policías motorizados.
Había cargado la nueve milímetros con munición Glazer, para aumentar al máximo el daño interno y evitar que la bala saliese del cuerpo e impactase en una persona inocente.
Él no era un asesino; no, él no mataría a una persona. Pero Driscoll no era un ser humano, era un animal. Un animal enfermo y desquiciado que atacaba a niñas pequeñas.
Paul respiró lentamente mientras el acero se calentaba en su mano.
El chulo cabrón salió de la furgoneta, esposado y flanqueado por dos policías.
Jenny estaba en el cielo. «Dejad que los niños se acerquen a mí».
Benedict apuntó su pistola; Driscoll se iba a ir al infierno.
• • •
El domingo por la mañana bien temprano, Zack se encontraba en el cementerio, un lugar que no solía frecuentar. Había sentido el impulso de ir a visitar la tumba de su hermana, de sentarse allí e intentar averiguar por qué la idea de dejar que Olivia saliese de su vida le aterrorizaba tanto como el que ella volviera a traicionar su confianza.
Un hombre estaba sentado junto a la lápida de Amy, con una manta extendida delante de él. Al acercarse, reconoció a Vince Kirby. Tenso, se acercó a hurtadillas.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Kirby levantó la vista hacia él y le dio un sorbo a una lata de cola.
—Debería ser yo quien te hiciera la pregunta. Vengo aquí todos los domingos.
Zack no lo sabía. Tragó saliva con dificultad y movió los pies con inquietud.
—¿Quieres un refresco?
—No —respondió Zack con brusquedad. Deseaba pasar un tiempo a solas con los recuerdos de Amy. Y a buen seguro que no quería estar allí parado charlando con su amante, un hombre que ni siquiera le caía bien.
—Buen trabajo lo de atrapar a Driscoll. Me ha impresionado.
—No me vas a sacar ningún comentario sobre el caso, Kirby —gruñó Zack.
—Ni lo pretendo. Ya tengo material suficiente para escribir un artículo diferente todos los días durante un mes. —Kirby apuró su refresco y puso la lata vacía en una bolsa—. Tal vez sea el destino, o la intermediación divina o algo así. Que estemos los dos aquí al mismo tiempo, quiero decir.
Zack puso los ojos en blanco.
—Es solo la perra suerte que tengo.
—Nunca te he gustado porque salía con tu hermana pequeña.
—No me gustabas porque eras un chulo periodista que hacías parecer incompetentes a los policías. Y —añadió a regañadientes—, porque salías con mi hermana pequeña.
Zack se sentó en el otro lado de la lápida.
—Y porque sabías lo que ella tramaba y no me lo dijiste.
—Le prometí a Amy que no lo haría.
—Y ella acabó muerta.
—No es necesario que me lo recuerdes, Travis. He pensado en ello todos los días de los últimos seis años. Quería a Amy, y la echo muchísimo de menos. Pero hay algo que tienes que comprender.
Zack miró a Kirby. Vio enfado y tristeza en su mirada, emociones que reflejaban sus propios sentimientos siempre que pensaba en Amy.
—¿Qué es lo que necesito comprender?
—Que Amy creía en lo que estaba haciendo. No quiso que lo supieras y me rogó que le guardase el secreto. Pensaba que no le dejarías acabar su trabajo.
»Cuando su mejor amigo murió de sobredosis, aquello cambió a Amy en aspectos que no creo que jamás llegues a comprender del todo. Quizá porque eras su hermano mayor, el poli que siempre veía el mundo en blanco y negro; tal vez porque intentabas protegerla no solo de los demás, sino de sí misma… No lo sé. Pero Amy se puso como misión alejar a los chavales de las drogas. Trabajó como orientadora varios años.
—Tuvo que hacerlo para conseguir la condicional, después de ser detenida por tráfico.
—Aquella sentencia la condenó a quinientas horas de trabajos comunitarios. Se sacó el título de orientadora e invirtió miles de horas libres en ayudar a los chicos a salirse y a mantenerse lejos de las drogas. —Kirby hizo una pausa, y pasó la mano sobre el nombre de la lápida—. Amy se enteró de que uno de sus mentores, una mujer en la que ella confiaba sin reservas, traficaba al mismo tiempo que ejercía de orientadora. Entonces, fue a la oficina local de la DEA. Yo la acompañé. Después de varios meses de investigación, no pudieron conseguir nada, así que aceptaron el plan de Amy de que se infiltrara en la organización para ver qué podía averiguar. Amy y yo escenificamos una ruptura pública, y luego, ella acudió a la mujer llorando y amenazando con suicidarse y un montón de cuentos chinos. Aquella mujer le ofreció un poco de heroína para que «se calmara»; eso, sabiendo a la perfección que si Amy se enganchaba de nuevo, sería doblemente difícil (quizá imposible) volver a dejarlo.
»No me gustaba nada lo que Amy estaba haciendo, pero permanecí a su lado porque detener aquel tráfico era importante para ella. Y a medida que fue sabiendo más sobre el tráfico de drogas en Seattle, más ganas le entraron de causarles un buen estropicio.
—Nunca me contó nada de eso —dijo Zack. Y eso dolía—. No confiaba en mí. —Y eso dolía aún más.
—No creo que fuese una cuestión de confianza.
—¿Y qué otro cosa, si no? ¡Yo era policía, carajo! ¡Podría haberla protegido!
—Protegido, quizá. Pero ellos se habrían olido la tostada si empezabas a merodear.
—No me conoces.
—No eres discreto, Travis.
—¡Maldita sea, era la vida de mi hermana con lo que estabais jugando!
—Fue ella quien lo escogió. Fue decisión suya. Ella conocía los riesgos, pero estaba dispuesta a asumirlos. —Kirby se interrumpió y miró a Zack a los ojos—. A lo mejor sí que era una cuestión de confianza; no de que no confiara en ti, sino de que sabía que tú no confiabas en ella.
—Eso no es cierto.
—No le diste muchas oportunidades. Metió la pata una vez, y desde entonces tuvo que andarse con pies de plomo contigo.
—Fue detenida por tráfico de drogas. Eso no es una pequeña metedura de pata, precisamente.
—Antes de eso. Cuando te enteraste por primera vez que consumía drogas, aplicaste la ley. Porque Zack Travis no comete errores.
—¡Maldita sea!, eso no es verdad. Cometí una barbaridad de errores de adolescente. Solo quería que Amy no cayese en las mismas trampas. Conseguí salir, pero muchos otros, no.
—Y ella era más débil que tú, claro.
—No he dicho eso.
—¿No? ¿Tú pudiste «salir» del arroyo, pero Amy no podía? ¿No, sin que el poli supermacho mangonease a su antojo?
Kirby se levantó y recogió lo que a todas luces había sido una comida campestre.
—Travis, le prometí a Amy que le ayudaría a que lo comprendieras. Murió antes de que tuviera una oportunidad de explicarse, de convencerte de que ella se merecía tu cariño y tu respeto.
—Siempre la quise. —Zack se pellizcó el puente de la nariz, sintiendo que las lágrimas le ardían en los ojos.
—Sí —dijo Kirby en voz baja—. Sé que la querías. En realidad, Amy también.
—¡Dios, espero que sí! —Zack se aguantó el punzante escozor de las lágrimas. ¿Y si Amy no hubiera sabido lo mucho que la quería? Solo había querido protegerla.
—Intenté hablar contigo después de que Amy muriera, pero nunca quisiste escucharme.
—Te culpaba por lo ocurrido. —Zack hizo una pausa—. Y a mí. Yo era el más culpable de todos.
—El «asesino» fue el culpable. Los traficantes fueron los culpables. Yo no, y sin duda, tú tampoco, Travis. —Kirby se colgó la mochila del hombro y miró a Zack de hito en hito—. Amy te estaba agradecida por toda su vida. Sí, te hizo pasar malos ratos, pero te quería. Y si no hubiera sido por ti, nunca habría tenido el valor para dejar las drogas. Tú estabas allí cuando realmente te necesitó.
Cuando se alejaba, Kirby dijo:
—A propósito, he presentado mi dimisión al Times. Odio a mi director. Y todo eso que crees que escribí sobre ti, no fui yo quién lo hizo. Solo quería que lo supieras antes de que me marche de Seattle.
Zack se volvió hacia la tumba de Amy. Se sentó en el lugar que Kirby había desalojado y se la quedó mirando fijamente. Pasó la mano por el nombre grabado en la piedra.
«Amy Elizabeth Forster».
Amy llevaba el nombre de soltera de su madre. No había llegado a conocer a su madre ni a su padre. Zack fue todo lo que tuvo, y él le había fallado en muchos aspectos. Aunque tal vez no en los que había creído Zack que le había fallado.
Solo ya, dejó que las lágrimas brotaran.
—Amy, siento tanto que no llegáramos a hablar nunca. Hablar de verdad. Siento haber sido tan burro y dominante que pensases que no confiaba en ti. Tal vez… quizá no confiaba. Pero estaba equivocado. Me sentía orgulloso de ti, cariño. Y me siento orgulloso de ti.
Entonces, le vino a la cabeza la imagen de Olivia cayendo por la grieta, y saltando de un vehículo en marcha. Y recordó el corte en el cuello; y la herida cerca del corazón.
Si le hubiese ocurrido algo a Olivia, se sentiría tan perdido y solo como se sentía en ese momento. Con ella, se había sentido completo. Era una mujer elegante, y sexy, y sensata.
Y la quería.
¿Podía ser tan idiota como para reprocharle su engaño? ¿De utilizar su mentira como excusa para obligarla a salir de su vida?
¿Podía perdonarla?
Recordó la imagen de Olivia el viernes, cuando había estado contemplando la casa en la que había crecido, una casa llena de dolor.
«Me alegra que la casa haya encontrado por fin una familia de verdad».
Zack quería una familia de verdad. Quería la vida que una madre egoísta le había negado.
Y quería que su familia empezara por Olivia.