En cuanto Zack salió del aparcamiento del aeropuerto, su móvil sonó.

—Travis.

—Soy Pierson. Tiene a otra. Nina Markow, de nueve años.

—¿Cuándo?

—Hace cuarenta y cinco minutos, dentro del condado. En cuanto llegaron los primeros agentes y se dieron cuenta de que la víctima encajaba en nuestro perfil, me llamaron.

—¿Dónde? Ya estoy en el coche.

—Regresa a la comisaría. Tenemos a dos testigos, y los he puesto a trabajar con dibujantes distintos. Y tenemos parte de una matrícula de la camioneta que ya se está procesando. Debería tener una relación dentro de una hora.

—Estaré ahí en veinte minutos. —Colgó.

—¿Otra?

—Hace cuarenta y cinco minutos.

Olivia cerró los ojos.

—Había confiado en que tendríamos más tiempo.

—Yo también. Pero ahora tenemos un nombre, y hay dos testigos. Y parte de la matrícula de la camioneta. Todos están trabajando en esto.

—¿Pero podemos encontrarlo antes de que la mate? ¿Antes de que desaparezca?

—No voy a dejar que muera la niña, Olivia. La encontraremos.

«Tenemos que hacerlo».

• • •

Cuando Olivia y Zack entraron en la comisaría, ella tuvo la fugaz sensación de que el mundo había dejado de girar sobre su eje, de que el tiempo se había detenido.

El agente especial del FBI Quinn Peterson estaba sentado en la mesa de Zack hablando con un anciano, mientras el dibujante trabajaba junto a ellos.

Quinn levantó la vista y miró a Olivia a los ojos. No pareció sorprendido de verla, pero tampoco contento. Le dijo algo al hombre, se levantó y se acercó a ellos. Como siempre, iba vestido de manera impecable.

—Usted debe ser el detective Travis —dijo Quinn, y alargó la mano—. Soy el agente especial Quincy Peterson, del FBI de Seattle.

Se estrecharon las manos.

—Zack Travis. ¿Mi jefe le ha puesto al corriente del caso?

Quinn asintió con la cabeza.

—Hablé con él anoche, y de nuevo esta mañana cuando he llegado. Está al teléfono, ocupándose de los políticos. La prensa no sabe nada todavía, así que por el momento nos ahorramos esa fauna. He hecho que un dibujante de la oficina se ponga a trabajar con Henry Jorge, vecino de Nina, que presenció el secuestro y consiguió ver parcialmente la matrícula de la camioneta. Su dibujante está esperando en una sala de reuniones a que llegue la amiga de Nina con sus padres. Deben de estar a punto de llegar.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nina Markow se dirigía a su casa en bicicleta desde el gimnasio. Entrena todos los días después del colegio. Entró en su calle y, según el señor Jorge, un hombre salió de entre los arbustos y se plantó justo delante de la bicicleta. La niña giró bruscamente el manillar y cayó al suelo. El hombre la ayudó a levantarse y se la llevó a rastras hasta una camioneta blanca parada a media manzana de distancia. El hombre le tapó la boca con la mano, y la niña no pudo gritar. El señor Jorge echó a correr tras ellos, pero tiene ochenta y tres años. No pudo alcanzarlos antes de que la camioneta arrancase, aunque su vista fue lo bastante buena para retener parcialmente el número de la matrícula trasera. Ya la estamos procesando.

—¿Pierson le ha dicho que hemos identificado al asesino? Se llama Christopher Driscoll.

Quinn asintió con la cabeza.

—Nuestra gente está tirando de todos los hilos para conseguir su historial militar, pero no es fácil. He conseguido la foto original de su identificación militar, y puede que el dibujante le saque partido junto con las descripciones del señor Jorge y de Abby Vail, la amiga de Nina que también presenció el secuestro y ha facilitado un buen retrato robot de cuál es el aspecto del hombre. Hemos traído a un par de agentes para que ayuden a su equipo a cubrir los concesionarios de coches, las empresas de alquiler, los aeropuertos y cualquier otro lugar en el que ese tipo pudiera conseguir el vehículo sin levantar sospechas.

—¿Dónde están los padres de la víctima?

—Solo tiene madre, es viuda. Trabaja fuera de la ciudad, dentro del condado y una… —Quinn echó un vistazo a su libreta— y la detective Jan O’Neal ha ido para informarle y traerla aquí. Pero con el tráfico de los que salen de trabajar ahora, no creo que estén aquí antes de una media hora o así.

Quinn echó una mirada a Olivia y dijo:

—Detective, ¿le importa si hablo un momento con la agente St. Martin? No será mucho tiempo.

—Utilicen la sala de reuniones. Tengo que presentarme al jefe, y me reuniré con ustedes cuando llegue la testigo. Y llámeme Zack.

Quinn asintió con la cabeza.

—Gracias. Yo soy Quinn.

Peterson le puso la mano a Olivia en la parte baja de la espada mientras la conducía a la sala de reuniones, donde cerró la puerta tras ellos.

—¿Qué demonios estás haciendo? —dijo Quinn, intentando a todas luces aplacar una ira que llevaba mucho tiempo bullendo—. ¿Es que has perdido el juicio?

—Puedo explicarlo.

—Pues deberías empezar a hablar. Cuando llegué aquí esta mañana y me enteré de que la «agente» St. Martin había sido una parte esencial de esta investigación, no me podía creer que fueras tú. «¿Olivia St. Martin?», pregunté. El jefe Pierson me cantó tus alabanzas y me dijo que estabas en Redwood City ¡interrogando a Brian Hall!

—No lo hice yo… Le conté a Zack lo de Missy. Le dije que no podía estar en la sala con Hall, que probablemente no aceptaría muy bien mi presencia y que no quería arruinar el caso.

—¡Arruinar el caso! ¡Coño, Olivia, tú no eres agente! ¡Ya has arruinado el caso!

—¡Y un cuerno lo he arruinado! —Olivia tragó saliva, sorprendida por su arrebato—. Quinn —dijo intentando conservar la calma, aunque su frustración y su ira estaban más cerca de la superficie de lo que creía—, acudí a los canales adecuados. Acudí a Rick Stockton y le enseñé todo lo que había reunido sobre estos casos. Sí, sabía que eran pruebas circunstanciales, ¡pero había muchas! ¡No podía quedarme cruzada de brazos! Y cuando Rick dijo que tenía las manos atadas, que no había nada que yo pudiera hacer, que él no podía enviar a un equipo a ayudar, no me dejó elección.

—Siempre has tenido una elección. Podías haberme llamado. Sabes que me habría esforzado al máximo por ayudarte. En cualquier momento y en cualquier lugar.

Olivia respiró hondo sintiendo el corazón en un puño.

—Lo sé. Sé que lo habrías hecho. ¿Pero no lo entiendes? Mi testimonio metió a un inocente entre rejas.

—No sabes si Hall estuvo implicado.

—No, no lo sé, pero creo que no. Zack y yo hemos hablado de ello, y ninguno pensamos que Driscoll tenga un cómplice. Los ataques son demasiado personales, demasiado íntimos. —Hizo una pausa—. Y Hall es demasiado imbécil.

—Olivia…

—No, escúchame. Tenía que hacer algo; tenía que poner la información sobre la orgía de asesinatos de Driscoll en las manos adecuadas. Tenía que hablar con alguien que estuviera en el caso y mostrarle una a una las pruebas. No me habrían escuchado; ¡soy una científica de laboratorio!

—Esto es grave, Olivia. Podrían despedirte.

—¿Crees que no sé que es grave? ¿Crees que me importa que me despidan? —Olivia se agarró las manos con fuerza para que dejasen de temblar—. Metí a un hombre inocente en la cárcel y dejé libre a un asesino para que hiciera presa en unas niñas pequeñas. Ha matado al menos a treinta niñas. Por mi culpa. ¡Por la mía! Era imposible que me quedara sentada sin hacer algo. Lo conozco; sé cómo actúa. Me he pasado semanas estudiando todos los crímenes parecidos cometidos en el país. Ahora mismo, hay dos hombres sentados en la cárcel, a los que creo inocentes, porque Driscoll les tendió una trampa para que fueran inculpados de sus crímenes. Este tipo es inteligente, astuto, metódico, disciplinado… —Respiró hondo—. La mayor parte del tiempo se controla —continuó Olivia—. Apresa a la víctima inocente; y espera a estar solos para matarla. Y cuando las cosas se ponen demasiado calientes, cuando la policía empieza a acercarse, tiende una trampa a otro o se marcha sin más. Abandona la jurisdicción. Controla sus impulsos enfermizos el tiempo suficiente para establecer un lugar de residencia en cualquier otro lugar. Y entonces, empieza de nuevo.

—Liv, esto no es culpa tuya. Tenías cinco años cuando Missy murió —dijo Quinn.

—No se trata de Missy; se trata de todas las demás niñas. Se trata de Chris Driscoll y de las familias que ha destruido. Me trae sin cuidado que me despidan, con tal de que lo atrapemos. ¿Crees que me importa tanto mi trabajo? —Negó con la cabeza.

—¡Maldita sea, Olivia! —Quinn se pasó una mano por el pelo y empezó a dar vueltas por la sala de reuniones. Entonces, se quedó mirando fijamente la pizarra blanca, reconociendo las pequeñas y perfectas letras de molde de Olivia. Leyó la cronología de los asesinatos, estudió las fotos, vio el tiempo y el esfuerzo, y la dedicación que ella había puesto en el caso—. ¿Quién sabe la verdad?

—Nadie. Aquí, nadie. Greg sí lo sabe.

—Greg —repitió Quinn sacudiendo la cabeza.

—Quinn, por favor. Por favor, deja que me quede. Tengo que acabar esto.

La puerta se abrió, y Zack Travis llenó la entrada.

—Abby Vail está aquí con sus padres. ¿Preparados?

Olivia miró a Quinn.

—Yo sí —dijo Olivia.

—Vamos —dijo Quinn rehuyendo la mirada tenaz de Olivia.

Por el momento, no había problema.

«Gracias, Quinn».

• • •

Olivia, Quinn y Zack entraron en otra sala de reuniones para hablar con Abby Vail, la vecina y amiga de diez años de Nina, «la víctima».

¿Qué le iba a suceder a Abby, si Nina moría? ¿Se sentiría culpable durante el resto de su vida? ¿Culpable por no haber hecho nada, por no haber podido hacer nada, para impedir que el hombre malo se llevara a su amiga? ¿El recuerdo de Nina en el momento de ser secuestrada la perseguiría siempre?

Abby Vail era pequeña para ser una niña de diez años, flacucha, pelo rubio corto, grandes ojos castaños y unos hoyuelos que se le marcaban al hablar.

—¿Han encontrado a Nina? —preguntó la niña en cuanto entraron por la puerta.

—Todos la están buscando —dijo Zack. Saludó a los padres con la cabeza—. Gracias por traer a Abby. Soy el detective Travis, este es el agente especial Quinn Peterson y Olivia St. Martin, del FBI.

La madre, una versión de Abby en grande, saludó con la cabeza; tenía los ojos rojos e hinchados.

—Cualquier cosa que podamos hacer… Podría haber sido… —No terminó la frase, pero miró a su marido por encima de la cabeza de Abby con la barbilla temblorosa. El marido alargó el brazo por detrás de la espalda de Abby y apretó el hombro de su esposa, mientras que con la mano libre agarró el de Abby.

Zack empezó a hablar.

—Abby, sé que ya has hablado con el agente de policía que fue a tu casa, pero si no te importa, me gustaría que empezases desde el principio y contases todo lo que viste y oíste.

Abby asintió con la cabeza e hizo una profunda inspiración.

—Nina vive en la misma calle que yo, y estaba esperando que llegara a casa. —Hizo una pausa.

—¿Ibais a ir juntas a jugar? —sugirió Zack.

Abby pareció avergonzarse.

—No exactamente. Ayer discutimos, y las dos seguíamos enfadadas. Bueno, yo ya no lo estaba, pero no quería ser la primera en disculparme. Pensaba que quizá, si salía cuando ella llegara, podríamos, bueno, no sé, olvidarnos de la pelea.

Olivia no se percató de que estaba asintiendo con la cabeza hasta que Abby la miró y se encogió de hombros.

—Parece tonto, pero siempre da resultado —dijo Abby—. Así que la estaba esperando y la vi doblar la esquina en la bicicleta. Entonces, salí a la calle.

—Abby, ¿dónde estabas exactamente cuando viste por primera vez a Nina? —preguntó Quinn.

—Estaba mirando a través de la ventana de la cocina.

—Viste la camioneta blanca.

Abby arrugó la nariz.

—No la vi. No la vi hasta que el hombre metió a Nina dentro.

—Señora Vail —dijo Zack, y su voz, serena y afable, estaba en absoluta contradicción con la dureza de su aspecto—. No se culpe. ¿Cuándo vio por primera vez la camioneta?

—Cuando salí para ir a comprar a la tienda, a eso de las cuatro y media o un poco más tarde. La camioneta estaba allí, pero no había nadie dentro. Si hubiese habido alguien sentado en el interior, me habría dado cuenta. —Hizo una pausa—. Al menos creo que me habría dado cuenta.

—Probablemente el aspecto de la camioneta hacía suponer que era de alguien del barrio —sugirió Quinn—. ¿Estaba limpia? ¿Era nueva?

La señora Vail asintió con la cabeza.

—Tenía buena pinta. Sencillamente, no pensé en ello.

A Abby le tembló el labio.

—La pelea fue una verdadera tontería. El señor Benjamin escogió a Nina para que formara parte del equipo de las mejores. Y tuve envidia. En realidad, yo quería estar en el equipo avanzado, y soy tan buena como Nina, pero ella es tan buena en las paralelas, tan buena de verdad, y… —De repente, las lágrimas empezaron a correrle por la cara—. Yo soy la siguiente de la lista, pero así no quiero. No quiero entrar en el equipo de esta manera. —Se volvió y enterró la cara en el pecho de su padre.

Olivia respiró agitadamente, y Zack la miró a los ojos. Se la quedó mirando fijamente, compartiendo una vez más su fuerza, mientras el padre de Abby susurraba palabras tranquilizadoras sobre el pelo de su hija.

Olivia asintió con la cabeza, incapaz de sonreír pero queriendo que Zack supiera que su presencia la consolaba y le daba valor a partes iguales. Le traía sin cuidado lo que ocurriera una vez que atraparan a Chris Driscoll; probablemente perdería su empleo, a Greg podría costarle su carrera, y sus amigos podrían perfectamente dejar de hablarle para siempre. Pero por primera vez, creyó poseer la resistencia para llevar aquella investigación a buen puerto.

«Por favor, Dios, escúchame por una vez. Protege a Nina. Haz que encontremos al secuestrador y permite que se haga justicia de una vez por todas».

Apartó la mirada de la de Zack y apoyó las manos en la mesa por delante de ella. Su gesto atrajo la mirada de Abby, y la niña la miró sorbiéndose la nariz.

—Hola, Abby. Puedes llamarme Olivia, ¿vale? ¿Crees que puedes terminar de contarnos lo que viste? Si necesitas más tiempo, no hay problema, pero sabes que es realmente importante que lo sepamos todo, si queremos encontrar a Nina, ¿de acuerdo?

Abby movió la cabeza en señal de asentimiento y tragó saliva con la barbilla temblándole todavía.

—Lo lamento.

Olivia sacudió la cabeza.

—No te tienes que disculpar. Nada de lo ocurrido es culpa tuya. ¿Vale? Ese hombre malo lleva haciendo daño a niñas mucho tiempo, y tú no tienes nada que ver con eso. Él es el único responsable.

Abby asintió con la cabeza y se secó la cara con el dorso de la mano. Su padre le entregó un pañuelo de papel arrugado que sacó del bolsillo; la niña lo cogió, rompiéndolo entre sus dedos.

—Saliste de tu casa para encontrarte con Nina cuando ella entró en vuestra calle montada en la bicicleta. ¿Qué ocurrió entonces?

—Ella estaba todavía a mitad de manzana. Me senté en el porche delantero con un libro para que no pensase que la estaba esperando, pero no estaba leyendo. Entonces, un hombre se puso delante de ella, Nina giró bruscamente para evitar golpearlo, y se cayó encima de los arbustos.

—¿Dónde estaba el hombre antes de pararse delante de la bicicleta de Nina?

Abby arrugó el entrecejo.

—¡Caramba!, realmente no lo sé —dijo mientras cerraba los ojos. Olivia le dio tiempo—. No estaba en la calle —dijo Abby—. El buzón. ¡En el buzón! —Abrió los ojos—. ¡Eso es! Estaba junto al buzón y entonces se puso delante de Nina. Ella giró el manillar y fue a parar a los arbustos de detrás del buzón.

—¿Qué sucedió entonces? —la animó Olivia.

—Él se inclinó para ayudarla a levantarse. Al menos eso fue lo que pensé. Pero Nina no le cogió la mano, sino que se apoyó en la bicicleta como pudo para incorporarse. Y entonces, empecé a acercarme para ver si se había hecho daño.

—¡Dios mío! —dijo la señora Vail reprimiendo un sollozo.

Abby se mordió el labio.

—No… no pensé que fuera a ocurrir nada malo, la verdad. Bueno, en nuestra calle nunca ocurre nada malo.

—Está bien, Abby. ¿Qué sucedió a continuación?

—El hombre la levantó en brazos, y Nina empezó a patalear y a gritarle que la bajara. Creo que también pidió socorro. Yo… creo que no estoy segura.

El señor Vail le apretó la mano.

—Cariño, has hecho lo correcto. Yo estaba trabajando en el despacho de casa cuando oí a Abby pedir auxilio a gritos. Salí de casa corriendo y vi que el vecino de la casa contigua a la de Nina, Henry Jorge, corría por la calle. No supe qué pensar, excepto quizá que el adolescente que vive en la misma calle y que se acaba de sacar el carné de conducir, había atropellado a alguno de los niños pequeños. Había hablado con su madre dos veces acerca de lo deprisa que conduce. —El señor Vail sacudió la cabeza—. Lo siento.

—No pasa nada —dijo Olivia, demasiado familiarizada con la necesidad de pensar y actuar como si todo fuera normal.

—Abby, ¿qué recuerdas del hombre que se llevó a Nina? —preguntó Quinn.

—Ya se lo he dicho al policía que vino.

—Lo sé, pero me gustaría que nos lo contaras también a nosotros.

—Era alto.

—¿Más que tu padre?

Abby negó con la cabeza.

—No.

—¿Cuánto mide usted, señor Vail?

—Un metro ochenta y ocho.

—¿Qué más viste? —insistió Quinn.

—Era bastante viejo.

—¿Cómo de viejo?

Abby se encogió de hombros. A los niños todos los adultos les parecían viejos.

—¿Qué fue concretamente lo que te hizo pensar que era viejo?

—Tenía poco pelo.

—¿Era calvo?

La niña sacudió la cabeza y se frotó la nariz con el dorso de la mano.

—Tenía el pelo corto, como si se lo hubiera cortado mucho, pero tenía una zona brillante en la parte de atrás. El abuelo se corta el pelo muy corto porque se le cae, y eso hace que no parezca tan viejo.

—¿Podrías decir de qué color lo tenía?

Abby se volvió a encoger de hombros.

—La verdad es que no lo sé, porque no había mucho pelo. Aunque no era oscuro, como negro o castaño.

—¿Cómo iba vestido?

La niña se lo pensó.

—Vaqueros. Y una camiseta blanca.

A Olivia le latió con fuerza el corazón.

—¿Viste alguna otra cosa que te llamara la atención?

Abby sacudió la cabeza.

—¿Y sus brazos? ¿Los llevaba descubiertos?

—Sí, pero llevaba puesto… —Se interrumpió—. No, no era una camisa. Pero llevaba una cosa azul muy rara en el brazo.

—¿Un tatuaje? —preguntó Olivia, que se recriminó en su fuero interno por dirigir a la niña, aunque era incapaz de contenerse.

—Sí, podría ser, pero estaba como emborronado.

—Los tatuajes viejos pueden tener ese aspecto.

A Olivia le temblaron las manos, y se las puso en el regazo. No cabía ninguna duda de que Chris Driscoll era el secuestrador de Nina que se había esfumado.

—¿Saben quién es ese hombre? —preguntó el señor Vail.

Zack y Quinn intercambiaron sus miradas. El que habló fue Quinn.

—Tenemos un par de buenas pistas.

—¿Qué significa eso?

—Señor Vail, me gustaría contarle todo lo que sabemos —dijo Quinn—, pero en aras de la seguridad, no puedo hacerlo. Solo le diré que tenemos un sospechoso, y que entre el FBI y el Departamento de Policía de Seattle estamos haciendo todo lo humanamente posible para localizarlo.

—Abby, ¿serías capaz de describirle a un dibujante lo que viste? —preguntó Zack—. Es alguien que hará un dibujo de lo que le digas, así que puedes ayudarnos a hacernos una buena idea del aspecto de ese hombre.

—No me acuerdo de mucho.

—Pero el señor Jorge recuerda un poco, y tú recuerdas otro poco. Con la ayuda de los dos, creo que lograremos hacernos una buena idea del aspecto de ese hombre.

—Lo intentaré.

—Gracias, Abby.

Zack se levantó.

—El dibujante vendrá de un momento a otro. ¿Les apetece un vaso de agua? ¿Un refresco?

Los Vail negaron con la cabeza al unísono.

—Encuentren a Nina. El mundo de Lydia gira en torno a ella.

• • •

Un olor hediondo la despertó.

Nina tosió, y su voz sonó lejana. Aspiró una mezcla de humo de coche y suciedad. La envolvía un zumbido tenue y constante, arrullándola entre el sueño y la vigilia, pero un repentino tin-tin procedente de debajo de ella la despertó de golpe.

Algo iba mal. Tenía la cabeza embotada, como cuando su madre la había despertado en mitad de la noche, el año anterior, para decirle que la abuela había muerto. Pero aquello era diferente. Le dolía. El frío le hizo estremecerse, y la piel se le puso como carne de gallina.

«Duérmete. Estás soñando».

No, no era un sueño. Nina intentó cerrar los ojos, pero algo los mantenía cerrados. Como una venda. Intentó tocarse el doloroso chichón que tenía en la parte de atrás de la cabeza, pero no pudo mover los brazos. Se retorció. Tenía las manos atadas a la espalda y estaba tumbada sobre el costado.

Entonces, recordó.

Tenía grabada en la memoria la cara del hombre que se había parado delante de su bicicleta, haciendo que se estrellara.

Estaba doblando la esquina de la Tercera con Harrison Drive, su calle, cuando un hombre apareció repentinamente delante de ella. Había girado bruscamente para no golpearlo, yendo a parar contra los arbustos y cayéndose de la bicicleta.

—Lo siento, cariño —le había dicho el sujeto abalanzándose hacia ella.

—Estoy bien. —Había intentado levantarse, pero el tobillo se le había atascado entre el pedal y el armazón de la bicicleta, y había tropezado.

Él la había cogido, y Nina había tomado aire mientras miraba fijamente aquellos ojos tan claros, unos ojos que casi no parecían reales. No mostraban ningún sentimiento y no parecían lamentarlo.

Había algo malo en aquel hombre y en la manera que había tenido de mirarla. Como si la conociese. Entonces, Nina había tomado aire para gritar, pero la mano izquierda del hombre le había tapado la boca, mientras él le daba la vuelta para poder inmovilizarla contra su cuerpo con el brazo derecho.

Todo había ocurrido muy deprisa. En un instante se había caído de la bicicleta, y al siguiente el hombre avanzaba por la acera con ella hasta una gran camioneta en la que Nina no había reparado hasta ese momento.

—¡Nina!

Había sido su amiga Abby, que vivía en la misma calle.

Nina había mordido la mano del hombre, que le soltó una palabra fea al oído, pero no la soltó. Ella había lanzado una patada hacia atrás con la intención de darle en las partes íntimas, las cuales, según le había dicho su madre, dolían mucho.

«Si alguien intenta tocarte, grita y dale una patada en las partes íntimas. Te soltará, y entonces echa a correr muy deprisa».

Pero ella no había podido alcanzarle con el pie; y de repente, sus pies habían dejado de tocar el suelo cuando él la levantó, medio transportándola, medio empujándola, hacia la gran camioneta blanca. Tenía los brazos inmovilizados a los costados y pataleaba furiosamente en el aire.

—¡Suéltela! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Socorro! —Abby había empezado a gritar, y Nina rezó para que hubiera alguien cerca, quien fuera.

El hombre la empujó al interior de la camioneta, y ella se golpeó la cabeza contra el salpicadero. El intenso escozor hizo que las lágrimas corrieran por su cara, pero siguió forcejeando para soltarse.

—¡Alto! —Había sido la voz de un hombre y sonaba muy lejos—. ¡Usted! ¡Deténgase! ¡Ya he llamado a la policía!

Nina había reconocido al hombre; era el señor Jorge, el vecino de la casa de al lado, el que no paraba de quejarse de que Scrappy, el gato atigrado color naranja de Nina, se echara a dormir en sus arriates de margaritas. ¡Él la iba a ayudar!

Entonces, algo le golpeó con fuerza en la cabeza y ya no recordaba nada hasta ese momento, cuando el horrible olor a humo de coche la había despertado.

¿Cuánto tiempo llevaba dormida? ¿Dónde estaba? No podía ver. Se retorció y descubrió que podía moverse un poco. Aunque tenía las manos atadas, sus pies estaban libres. Tras retorcerse de un lado a otro, se dio cuenta de que podía sentarse.

El horrible hedor del tubo de escape… el traqueteo… el sordo zumbido del motor… Estaba en la parte trasera de una camioneta. El hombre de ojos claros la había cogido, y el señor Jorge y Abby no habían podido detenerlo. Le iba a hacer algo malo; su madre decía que si un hombre la cogía, le haría daño, y que por lo tanto tenía que echar a correr. Pero ella no había salido corriendo, no había podido hacerlo, y nada de lo que le habían enseñado había dado resultado.

Se aguantó las lágrimas; cada vez que una piedra producía un sonido metálico contra el chasis, su miedo aumentaba. El tintineo era cada vez más frecuente. ¿Adónde la llevaba? ¿Qué iba a hacer aquel hombre? ¿La iba… a matar, como a aquellas otras niñas de las que había oído hablar a su madre con la señora Vail?

Aquello tenía mala pinta. En ese momento, todas las cosas que le había dicho su madre, que le habían dicho sus profesores, se le antojaron carentes de importancia. Su madre siempre estaba preocupada.

«Sí, mamá» le decía después de escuchar otro sermón sobre lo de ser prudente y desconfiar de los extraños.

Y había ido a darse de bruces en la bicicleta con uno.

Reprimió un grito; quería tanto a su madre en ese momento. Pero no quería que el hombre la oyese. Tenía que encontrar la manera de salir. Ella era todo lo que tenía su mamá desde la muerte de papá. Nina ni siquiera lo recordaba; solo tenía dos años entonces. Su madre era su única familia.

Su mamá lo hacía todo por ella. No eran ricas; de hecho, siempre estaban sin un centavo y no podía hacer las cosas que hacía la familia de Abby, como ir al cine o marcharse de vacaciones todos los veranos a Disney World o algún otro sitio divertido. A veces, sentía envidia de que la familia de Abby tuviera dinero para hacer cosas, y su madre, no, pero Nina sabía que su madre trabajaba mucho para tener una cuenta de ahorro para la universidad, y ella tomaba lecciones de gimnasia, que costaban mucho dinero. A Nina le encantaba la gimnasia y sabía que era buena. Su madre decía que le encantaba verla, y su entrenador decía que podría presentarse a las pruebas para el equipo estatal al año siguiente.

El equipo estatal era un escalón más hacia el equipo olímpico. Nina ansiaba eso más que nada en el mundo.

Bueno, en ese momento había algo que deseaba aún más. Tenía que encontrar la manera de escapar.

Reprimió un sollozo. Forcejeó con las cuerdas que le ataban las manos; estaban apretadas, y se le habían dormido los dedos. ¿Cómo…? Un momento. Tal vez pudiera… ¡Sí! Aquello era igual que los aros.

Aunque se hacía tanto daño en las muñecas que le corrieron las lágrimas por la cara, Nina se impulsó hacia arriba con las palmas de las manos y echó el cuerpo hacía atrás, para pasarlo por el agujero que formaban sus brazos. Descendió con cuidado, porque no quería hacer ruido, y pasó los brazos por debajo de las piernas hasta que quedaron delante de ella.

¡Sí!

Levantó las manos, se arrancó la venda y parpadeó. No veía nada. Del exterior no llegaba ninguna luz; tampoco de la cabina de la camioneta. Estaba encerrada en un habitáculo de acampada, lejos de su mamá, lejos de cualquier ayuda. El corazón le latió con fuerza. ¿Cómo conseguiría llegar a casa? Y aunque consiguiera escapar de aquel hombre, ¿dónde estaba? ¿Adónde iría?

«¡Déjalo ya, Nina!». No podía pensar así. Se trataba de escapar, sin más. Escapar. Ya resolvería todo lo demás después. Solo escapar.

Utilizó los dientes para aflojar las cuerdas que la maniataban por las muñecas, y la dureza de la fibra hizo que se dejara los labios y las encías en carne viva. Pero estaba dando resultado; se estaban aflojando.

De repente, la camioneta empezó a subir una cuesta pronunciada y Nina se cayó, sin poder evitar un grito cuando su dolorida cabeza chocó contra la puerta trasera. Se incorporó y buscó a tientas un manillar en el habitáculo de acampada. No pudo encontrar ninguna; estaba atrapada.

Seguía intentando aflojar las cuerdas cuando la camioneta aminoró la marcha, haciendo un giro pronunciado. El aire empezó a hacerse considerablemente más caliente.

Tenía que salir. En cuanto el hombre abriera la puerta, tenía que salir corriendo. Lo más deprisa que pudiera.

Y sin mirar atrás.

• • •

El viernes por la noche, el ayudante del fiscal del distrito Ross Perdue se quedó a trabajar hasta tarde. No tenía esposa ni hijos, y vivía para su trabajo. En el juzgado todos auguraban que sería el designado para sustituir a Hamilton Craig como fiscal del distrito para el resto del mandato, y era perfectamente posible que acabase siendo el fiscal de distrito electo más joven de la historia del condado, si ganaba en las siguientes elecciones.

La mayoría de la gente pensaba que Ross era un trepa, pero los que lo conocían bien —que no eran muchos— sabían que lo que lo motivaba era bastante más que un simple cargo. Hacía ocho años, cuando todavía era estudiante de Derecho, su joven esposa embarazada había sido abatida a tiros el día de su primer aniversario de boda.

Al siguiente semestre, Ross había cambiado su objetivo de convertirse en mercantilista por el de penalista, y no había vuelto a mirar atrás.

Había algo en el carácter de la muerte de Hamilton Craig que le preocupaba, pero no era capaz de averiguar qué. Tal vez fuera lo azaroso de aquella, que tanto se parecía a la de Becky. No parecía haber una «motivación», y la violencia aleatoria se le antojaba tremendamente injusta, igual que un tornado que cayese del cielo y arrasase solo una casa de un barrió entre miles.

Cuando llamaron a su puerta eran más de las seis, mucho después de que la mayoría de los fiscales se hubieran marchado para el fin de semana.

Era el jefe de policía de Redwood City, Bill Tuttle. Ross se levantó y extendió la mano.

—Jefe. ¿En qué puedo servirle?

El policía no se sentó.

—Gary Porter fue asesinado en su casa en algún momento ayer por la noche.

—¿Gary Porter? ¿Le conocía yo?

—Probablemente, no. Había sido detective, y llevaba varios años jubilado.

—¿Y? —le animó a seguir Ross.

—Hemos inspeccionado su casa esta mañana cuando su esposa le llamó desde París y dijo que no podía ponerse en contacto con él. Desde hacía unos pocos años tomaba una medicación para el corazón, así que la mujer estaba preocupada por él. Lo encontramos en la cocina, muerto a tiros.

»Por lo que hemos podido saber, Gary volvió a casa después del funeral de Hamilton Craig. Encendió las luces, se dirigió a su despacho y se sirvió un whisky. Bebió aproximadamente la mitad antes de que se fuera la luz. Entonces, se dirigió a la cocina, (probablemente a coger una linterna para examinar la caja de los fusibles), y alguien le disparó en el pecho. Quien fuera, le volvió a disparar de cerca cuando ya estaba en el suelo.

—¡Joder! —Las manos de Ross se tensaron—. ¿Tiene algún sospechoso? ¿Necesita una orden?

Tuttle hizo una pausa.

—Engatusé a los del laboratorio criminal para que hicieran horas extras y analizaran la bala. Acaban de entregarme el informe. El proyectil coincide con el arma que mató a Hamilton Craig.

—No es una casualidad. ¿Cree que quizá trabajaron juntos en algún caso? ¿Asesinatos por venganza? Puedo comprobar los prisioneros excarcelados y ver si concuerdan…

—Hay uno al que quiero investigar de inmediato.

—¿De quién se trata?

—Brian Harrison Hall.

—¿Hall? He estado reunido con él esta misma mañana. Proporcionó al Departamento de Policía de Seattle una valiosa información sobre unos asesinatos cometidos allí. ¿Por qué demonios mataría a Hamilton y a un policía retirado?

—¿Tal vez por qué se tiró treinta y cuatro años en la cárcel? —Tuttle se inclinó sobre la mesa de Ross—. Ross, permítame que no me ande con rodeos. Mis veinte años de experiencia me dicen que no es ninguna casualidad que Hall fuera puesto en libertad hace menos de un mes, y que ahora Hamilton y Gary estén muertos. Hall vive en la ciudad, y tiene un motivo. Solo quiero hablar con él. Pero necesito una orden para registrar su piso.

—¡Oh, mierda! —Ross sopesó los pros y los contras. Si Hall era inocente, lo iban a pasar mal con la prensa. Desde la revisión de la condena de Hall, habían tenido bastantes problemas de relaciones públicas.

Pero si fuese culpable…

—¿Piensa que puede ir detrás de alguien más?

—Que me aspen si lo sé. ¿El juez? Fue Clive Dunn y murió hace años. Igual que el compañero de Porter. ¿Quizá los miembros de la junta de la condicional? ¿Los agentes que lo detuvieron? ¿La chica que declaró contra él? No lo sé.

—No sé si tenemos fundamentos legales —masculló Ross—. Pero… —Consultó el registro para ver qué juez estaba de guardia esa noche—. Muy bien. La suerte está de nuestro lado. Faith Hayes es la encargada de la lista de casos. Ella nos dará la orden. Casi seguro restringida, pero nos permitirá entrar en el piso de Hall. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.