Brian bajó con paso firme los tres tramos de escaleras hasta el callejón donde estaba aparcada su destartalada camioneta. Mientras su abogado no pudiera conseguir parte del dinero del maldito gobierno, estaba más pegado que un sello. Cualquiera pensaría que podían haberle entregado un cheque nada más salir por la puerta; era inocente, él les había dicho que era inocente, y nadie le había creído porque aquel estúpido poli de mierda había mentido sobre las pruebas. Pruebas colocadas para inculparlo. ¿No era eso lo que le había ocurrido a O. J. Simpson? Los polis habían colocado las pruebas para acusarlo.

Por supuesto que Brian no creía ni por un momento que O. J. no hubiese liquidado a su esposa, pero ellos, los polis, lo jodieron como lo jodían todo, de manera que probablemente colocaron las pruebas contra O. J. para quedar como Dios, igual que habían colocado las pruebas en su camioneta.

Abrió de un tirón la delgada puerta de la pequeña ranchera añorando su gran Dodge, pero se la habían requisado «como prueba». ¡Mierda!, eso no era justo. A esas alturas sería un clásico, y valdría su dinero.

Le costó tres intentos mientras pisaba el embrague y daba gas conseguir que la tartana oxidada arrancase. Había querido ver a su madre y demostrarle que estaba bien, pero que muy bien, mejor que nunca. Quería ir a casa, y comer comida de verdad, y dormir en una cama de verdad y no volver a ver nunca más una cucaracha.

Había llamado a su madre desde la cárcel la semana anterior, la noche antes de que lo pusieran en libertad.

—Mama, soy yo, Brian.

Ella no había dicho nada durante casi un minuto, y Brian pensó que le habían cortado la comunicación, una especie de broma de los comemierdas de los guardianes.

—Brian —había dicho finalmente su madre con voz apática y gastada, infeliz.

La ira y un extraño dolor le hicieron un nudo en la garganta a Brian. Había tragado saliva con dificultad antes de decir:

—Mami, voy a salir. Yo no lo hice.

Otra larga pausa.

—No entiendo lo que me dices. ¿Dónde estás?

—Sigo en Folsom, pero mañana van a dejar que me vaya a casa. Tienen nuevas pruebas que demuestran que no maté a nadie.

—¿A casa? ¿Vas a venir a casa?

Había parecido asustada. ¿Es que no había oído lo que acababa de decirle? ¿Que era inocente? ¿Que aquellos imbéciles policías de mierda habían cometido un error?

—Sí. Soy inocente —dijo silabeando para darle mayor énfasis—. Ya te lo he dicho antes.

Había sido doloroso que su madre no lo hubiese ido a visitar; eso le había hecho sufrir. Lo cierto es que no sabía qué era lo que pensaba su madre, ni siquiera que aspecto tenía de anciana, ni que tal llevaba la muerte de su padre.

A Brian le había sorprendido lo mucho que todo eso le molestaba.

—Yo… Brian, no sé qué decir.

—Di que puedo ir a casa.

—No lo sé. No lo sé.

La mano de Brian se había cerrado con tanta fuerza alrededor del auricular que los nudillos se le pusieron blancos. «¡Puta imbécil! ¡Te he dicho que yo no lo hice!».

Se había visto invadido por un sentimiento de culpa que le resultaba familiar y se odió por pensar aquellas cosas de su madre. ¡Mierda, aquello no estaba bien! Y tenía que demostrárselo.

—Mamá, no pasa nada. —Había respirado profundamente—. El Tribunal me ha conseguido un piso y me proporciona un poco de dinero, y dado que fui encarcelado por error me van a dar más de un millón de dólares. Así que te llamaré la semana que viene; así tendrás un poco más de tiempo.

—Gracias, Brian. Nunca dejé de rezar por ti. Ni un día. Espero que ahora que sales de la cárcel, hagas algo bueno con tu vida.

—Claro, mamá. —Brian había colgado temiendo que pudiera empezar a gritarle. «¿Algo bueno con su vida?». ¿Qué es lo que pensaba ella que había hecho, matar a alguien? No había asesinado a aquella niña, jamás mataría a un niño. Y lo del tipo del patio… ¡carajo!, aquello había sido un accidente. Y el Vietcong había sido el enemigo. Él no había asesinado a nadie, a sangre fría, quería decir. No era justo, había sido una injusticia de mierda que lo hubieran metido en la cárcel durante treinta y cuatro años porque aquellos estúpidos polis jodieran la investigación.

¡Una injusticia de mierda!

Brian se limpió el sudor de la frente mientras un viento caliente soplaba por las ventanillas abiertas de su lamentable camioneta. No era exactamente el tiempo que hacia; era aquella extraña sensación que no le abandonaba desde que había salido de la cárcel convertido en un hombre libre. Se sentía como fuera de su cuerpo, desorientado. Desde su salida de la cárcel había estado viendo la televisión sin descanso. Había cogido casi la mitad del magro estipendio que le habían dado en la cárcel —alrededor de mil quinientos dólares y un piso gratis se suponía que tenían que durarle tres meses, hasta que llegara el millón de pavos— y se había comprado una estupenda televisión de treinta y seis pulgadas. No es que en la cárcel hubiera estado viviendo aislado del mundo; había visto las noticias y algunos programas y películas estúpidas y cosas parecidas, pero hasta entonces no se había percatado de cuánto lo había echado de menos.

Su madre vivía en Menlo Park, un antiguo barrio de clase media situado en la península de San Francisco. Estaba a solo diez minutos de su piso de mierda en los barrios bajos de Redwood City, donde era el único chico blanco del edificio. Pero no podía ir a ningún sitio hasta que consiguiera el dinero del gobierno. ¡Qué vida tan jodida!

Cuando entró en el barrio de su madre, la desesperación ya se había adueñado completamente de su persona. Para empezar, no había caído en la cuenta de lo mucho que había crecido la zona en los últimos treinta años. Casi le había dado un infarto en la autovía de circunvalación por la millonada de coches y grandes camiones que circulaban por ella. ¡Cojones!, ¿dónde vivía toda aquella gente? La península que conectaba San Francisco con San José no era tan grande.

Muchas de las casas del barrio de su madre eran grandes y opulentas y estaban bien conservadas. Vaya estilo, pensó Brian. Algunas eran pequeñas casas convertidas en grandes mansiones mediante construcciones añadidas; aquel no era el barrio de clase media del que él había salido para marcharse a Vietnam. Aquella gente tenía dinero. Los árboles eran más grandes… y mucho más altos. Pero las calles tenían un ligero aire de familiaridad, y seguía estando el parque donde él había jugado de niño.

Las lágrimas le escocieron en los ojos, y se pellizcó el puente de la nariz. ¿Cómo había llegado a joderse todo de aquella manera? Acostumbraba caminar en esa misma calle con los muchachos, Pete y Barry, y Tom. Pegando patadas a las piedras y parloteando sin parar; tallando la madera como le había enseñado su padre. ¿Dónde estaban los muchachos en ese momento? Pete había ido a Vietnam, como él, pero Barry y Tom, no, al menos que él supiera. Barry tenía cerebro; se había ido a alguna universidad grande. Probablemente habría hecho mucho dinero, y se habría casado, y tendría hijos, y hecho todas aquella cosas en las que no habían pensado siendo niños, pero que imaginaban alcanzarían tarde o temprano.

¿Y Tom? Carajo, por lo que Brian sabía, bien podría haber acabado en la cárcel. Siempre había mostrado aquella inclinación, como la vez que había robado en la heladería Old Man Duncan, en El Camino Real; o cuando le birló el bolso a Debbie Palmer y descubrió que llevaba píldoras anticonceptivas en el monedero. ¿Debbie Palmer no era virgen? Tom había devuelto el bolso sin que ella se enterase, menos cinco pavos, e intentó ligársela. A la noche siguiente, después de un partido de béisbol, Tom la metió en la parte de atrás de la ranchera de su padre y se pusieron a ello, dale que te pego, como conejos.

Brian detuvo la camioneta delante de la casa de su madre; la tartana petardeó antes de apagarse. Brian se quedó mirando la casa pequeña y pulcra de una planta. La misma, aunque distinta.

La misma casa de una planta cubierta de guijarros rojos, aunque recién pintada. El porche seguía teniendo un columpio, aunque no era el que Brian recordaba; este era de madera y había tenido un cojín de flores rojas y blancas. El camino estaba flanqueado de flores. Petunias, las favoritas de su madre.

—Crecen como la mala hierba, pero están tan llenas de color que no puedo evitar que me encanten —le había dicho muchas veces cuando las plantaba al primer atisbo de la primavera.

¿Qué hacía plantando petunias a esas alturas? Tenía ochenta años; no debería arrodillarse sobre la tierra.

Como ocurría con tantas otras casas del vecindario, el garaje estaba detrás de la vivienda. Sin embargo, en el camino de acceso descansaba un Honda nuevo. Brian no recordaba ni una sola vez en que su madre no hubiese metido el coche en el garaje. Confió en que estuviera bien.

La echaba de menos.

Salió de la camioneta y recorrió lentamente el camino enladrillo estirándose sus flamantes pantalones Dockers. Veinticuatro pavos. No se podía creer que unos estúpidos pantalones costaran tanto; y la camisa la había conseguido a mitad de precio ¡y aun así le había costado quince dólares! Pero quería tener buen aspecto para su madre. La puerta se abrió antes de que llamara con los nudillos. No era mamá.

¿Era el tío Glen? Se parecía a él. La cabeza cubierta con una buena mata de pelo gris claro, ojos azules llorosos y una nariz chata, demasiado grande para estar en la cara flacucha del aquel tipo pequeño.

Brian entrecerró los ojos. No podía ser el tío Glen, el hermano de su madre; a esas alturas sería un anciano. ¿Y no le escribió mamá hacía años diciéndole que la había diñado?

—¿Toby? —Brian volvió a entrecerrar los ojos y la boca se le abrió de golpe. Su primo Toby parecía tan viejo. Pero era seis años más joven que Brian, y…

… Y es que el viejo era él; tenía cincuenta y cuatro años. Era un cincuentón de mierda.

Su vida se había esfumado. Acabada. Robada.

—Brian. —Toby no hizo ademán de abrir la mosquitera de seguridad. ¿Cuándo la había instalado mamá?

—¿Qué haces aquí? —No era su intención parecer que estaba tan a la defensiva. Antaño le caía bien su primo pequeño. Pero de eso hacía tres décadas, antes de que todo se hubiera ido a la mierda.

—La tía Vi me llamó y me dijo que te habían puesto en libertad. He venido a ayudar.

—¿Ayudar a qué?

Toby se encogió de hombros.

—Déjame entrar. Quiero ver a mi madre.

—No iras a causar problemas, ¿verdad, Brian?

Brian se empezó a sulfurar, y le entraron ganas de quitar de un guantazo aquella expresión de severo santurrón de la asquerosa cara de Toby.

—No —dijo refrenando su ira—. Me han puesto en libertad. Mi condena ha sido anulada. Yo no lo hice. Siempre dije que no lo había hecho; y ahora hay pruebas.

Toby asintió con la cabeza.

—Sí, eso es lo que me dijo tía Vi que le habías dicho. Me pidió que lo comprobara.

Su propia madre no le creía; no se creía que le hubieran declarado inocente. No creía en su palabra… y había enviado al asqueroso de su primo para que hiciera averiguaciones sobre él.

Pero mayor que el dolor de que su madre estuviera convencida de su culpabilidad, fue la furia que le produjo el que, para empezar, su madre se hubiera sometido a aquella farsa.

¡No había matado a aquella niña! El mentón le tembló mientras controlaba su furia.

—Así que sabes que dije la verdad. —Le resultó casi imposible hablar. Le entraron ganas de aporrear la idiota y estúpida expresión de regodeo de Toby. ¡Maldito gilipollas, que entraba en su casa y ponía a su propia madre en contra de él!

Toby asintió a medias con la cabeza.

—Hasta cierto punto. Pero aun así pudiste haber estado involucrado.

—¡Qué coño dices!

Toby se estremeció, y Brian oyó una exclamación procedente de algún lugar del salón, detrás de Toby. Su madre. ¡Hostias! Se pasó una mano por la cara y recuperó el control.

—Tu madre tiene ochenta años, Brian. No está bien del corazón. Si te dejo entrar, tienes que prometerme que no la alterarás. O tendré que hacer que te detengan.

A Brian le entraron ganas de irse y no volver a mirar atrás. Todos aquellos años en la cárcel por un delito que no había cometido, y ahora su propia madre no se creía que no tuviera nada que ver con ello.

Pero la echaba de menos. Tenía que verla; era lo único que le quedaba.

Bajó la mirada debatiéndose, pero arrepentido.

—De acuerdo.

Toby abrió la mosquitera, y Brian dio un paso adentro con indecisión. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra interior, no pudo por menos que advertir que todo había cambiado. Aunque la casa en sí, no, los muebles eran nuevos y más modernos. De piel. Pero el reloj del abuelo seguía estando en el comedor. No podía verlo, pero oyó su acompasado tictac, un sonido íntimamente familiar que lo tranquilizó mientras se recordaba escuchándolo de niño cuando no podía dormir.

Tic, tac, tic, tac, tic, tac. Lento y reconfortante.

Más tranquilo, trató de encontrar a su madre.

Estaba sentaba en una butaca reclinable; junto a ella había un andador. Parecía tan… pequeña; tan vieja; tan marchita. Tres décadas envejecen a cualquiera, y el Padre Tiempo cogía a una mujer de mediana edad y la convertía en una anciana. Su pelo, que había llevado teñido de rubio hasta donde Brian podía recordar, era ya blanco como la nieve. Estaba flaca y arrugada. Su madre aborrecía las arrugas y siempre había utilizado todo tipo de lociones y potingues contra el sol para prevenirlas.

Brian supuso que no habían dado resultado.

Pero sus ojos… eran azules y límpidos. No había perdido la razón. Cuando volvió aquella mirada penetrante hacia Brian, este sintió su desaprobación y su tristeza. Deseó dejarse caer de rodillas y suplicarle que le perdonara.

Sin embargo, él no había hecho nada por lo que tuviera que ser perdonado. ¡Era inocente!

—Mamá. —Su voz no sonó bien. Se aclaró la garganta—. Mamá, cuanto me alegro de verte.

La anciana asintió lentamente con la cabeza mirándolo de arriba abajo, y los ojos se le llenaron de lágrimas. A Brian se le hizo un nudo en la garganta, y se le empañaron los ojos. Su madre levantó los brazos.

—Brian.

Dando un traspié, cayó de rodillas entre los brazos esqueléticos de su madre.

—Mamá, lo siento. Lo siento mucho. Nunca quise hacerte daño… nunca hice nada para herirte.

—Lo sé, hijo.

Brian empezó a sollozar en el regazo de su madre queriendo borrar los años y luchar por su vida; deseando no haberse presentado voluntario para ir a Vietnam, y al mismo tiempo, deseando no haber dejado nunca el ejército.

Había querido ser un héroe; como lo había sido papá.

Ya no era nada.