Era más de medianoche, y todos los presentes en la sala de reuniones estaban agotados. Zack, Olivia, Boyd, Cohn y la detective Jan O’Neal habían estado revisando todos los informes que Cohn había recibido de los laboratorios de los otros estados, además de las hojas que Nashville había enviado por fax mientras Zack y Olivia estaban hablando con la señora Davidson.
—Muy bien, todos necesitamos dormir un poco —dijo Zack—, pero repasemos una vez más lo que tenemos y aclaremos lo que vamos a hacer mañana.
—Nos quedan por revisar unas cuantas páginas más, pero hemos encontrado seis direcciones en las que tienen los dos tipos de camionetas —dijo Boyd—. Lo primero que haremos por la mañana Jan y yo será ir a comprobarlas en persona.
—Buen trabajo.
—Tengo que llamar a los demás laboratorios —dijo Cohn—. Lo haré mañana a primera hora. Y voy a poner a un par de los técnicos de mi laboratorio a investigar las marcas. Puede que el doce signifique algo, como en la mitología.
—Deberíamos ponernos en contacto con el FBI, para ver si tienen alguna información sobre las marcas —dijo Olivia en voz baja mirando a Zack.
—¿Con quién? ¿Cómo podemos acelerarlo?
Olivia tragó saliva. Se estaba poniendo al descubierto; no había otra salida.
—Deberían ponerse en contacto con el jefe de la oficina de Seattle y pedirle que la unidad de investigación analice las marcas, además del número «doce», por si significase algo.
—Pídale a su gente que intervenga. Oficialmente. —Zack se pasó la cara por la mano—. Tiene razón. Esta podría ser la oportunidad que necesitamos. Lo primero que haré por la mañana será hablar con el jefe Pierson.
Olivia asintió con la cabeza. Era lo más inteligente que se podía hacer. Le aterrorizaba irse de Seattle. Quería estar allí cuando atraparan a aquel tipo. Tenía que verlo, mirarlo a la cara. Enfrentarse a él.
Pero su objetivo primordial era detenerlo. Si poner al descubierto su engaño significaba aproximarse al descubrimiento del asesino de Missy, entonces se descubriría.
—Creo que nos estamos acercando —dijo Zack, como si le hubiese leído los pensamientos—. Esta noche no podemos hacer nada más; es casi la una. Vayámonos a casa, durmamos un poco y volvamos aquí a las ocho.
• • •
El Oso Rizoso tenía que ir. Y Bessie, la vaca de peluche que la tía Grace le había regalado el año anterior por su cumpleaños. Un jersey, porque enfriaba por las noches. Y una muda de ropa interior y calcetines de repuesto, por si aquello duraba un par de días. ¡Ah! Y no te olvides del dinero. Tenía ochenta y seis dólares en su hucha de Cenicienta. Había llegado a tener ciento once dólares, pero el mes anterior le había comprado un regalo de cumpleaños a Michelle con su dinero; un maletín de pintura, porque Michelle quería ser artista cuando fuera mayor.
Amanda tragó para deshacer el nudo que tenía en la garganta, decidida a no llorar. Si lo hacía, su madre podría oírla, y nunca podría encontrar a Michelle.
Aunque la noche anterior, cuando había llorado, su madre no había acudido. Tal vez mami no se diese cuenta, hiciera lo que hiciese Amanda. Amanda se mordió el interior del carrillo y se succionó el labio inferior. Papi había llorado. Ni una sola vez en su vida había visto llorar a papá, pero había llorado tres veces desde que Michelle se había ido al Cielo.
Ella no sabía dónde estaba exactamente el Cielo. Siempre que mami hablaba de él, decía que el Cielo estaba en el firmamento. Cuando iban a la iglesia por Semana Santa y Navidad, aquel pastor vestido con un vestido largo decía que Jesús estaba allí arriba, en el Cielo.
Amanda no había nacido todavía cuando el volcán Monte Santa Elena entró en erupción, pero había visto un programa con papá sobre aquello una noche, hacía mucho tiempo. Amanda se había asustado, y se había metido a gatas en la cama con Michelle.
—¿Y si una montaña revienta y nos entierra? —había preguntado mientras se arrebujaba con fuerza en el precioso edredón rosa de Michelle.
—Eso no ocurrirá.
—Pero el tipo del programa dijo que podría ocurrir.
—Solo si Dios lo quiere.
—¿Dios? ¿Y por qué habría de querer enterrarnos?
—Tonta, cuando un volcán entra en erupción es un acto de Dios. Eso es lo que dice mami. Así que, si ocurre, ocurre. No puedes hacer nada al respecto.
Amanda tenía que encontrar el Cielo y llevar a Michelle a casa. Si lo hacía, mami dejaría de llorar y la volvería a abrazar. Amanda tenía miedo de que Dios se hubiese llevado a Michelle porque discutían por todo, como cuando Michelle cogía el trozo más grande de pizza, o cuando tomó prestada la bicicleta nueva de Amanda, que le habían regalado por su sexto cumpleaños, y la estrelló contra el rosal de la señora Hendrick, abollándola.
Michelle podría coger su bicicleta y tener el mayor trozo de pizza hasta el fin de los tiempos. Si Amanda decía que lamentaba haber gritado a su hermana, quizá Dios la dejase volver del Cielo.
Solo tenía que encontrar el Cielo primero. Y la única manera que se le ocurría de llegar al Cielo era empezar por el lugar donde Dios le dijo al mundo que estaba furioso. El volcán Monte Santa Elena.
Confiaba en que ochenta y seis dólares fuera suficiente para llegar allí.