Zack condujo desde el hotel en el que se habían alojado, situado en la zona del aeropuerto de San Francisco, durante treinta minutos en dirección sur hasta Redwood City. Olivia comentó el cambio espectacular que había experimentado la zona desde la última vez que la había visitado, aunque no parecía inclinada a hablar de su infancia. Zack decidió que era hora de que se tutearan.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí?
—Hace doce años, cuando me licencié en Stanford.
—¿En Stanford? ¡Vaya! ¿En qué te licenciaste?
—Derecho Procesal Penal, Psicología y Biología.
—¿Tres licenciaturas? ¡Guau! Así que eso hace que tengas… ¿cuántos?, ¿treinta y cuatro años? No… debes de andar por los treinta y nueve. —Olivia tenía cinco años cuando su hermana fue asesinada.
—No es de buena educación hablar de la edad de una señora.
—¿Fuiste tarde a la universidad?
—Algo así.
Zack dejó de insistir. Había esperado que ella se abriese y le contara qué era lo que le había estado preocupando, pero tal vez solo fuese que le costaba volver a la zona donde su hermana había sido asesinada; que no desease recordar a sus padres; recordar que su madre se había suicidado.
—¿Tu padre sigue aquí?
Olivia negó con la cabeza.
—Vendió la casa y se mudó en cuanto me fui a la universidad.
—Eso debió de resultarte duro.
—Más duro fue vivir en la casa después del asesinato de Missy.
—No quieres hablar de ello, ¿verdad?
Zack sintió que Olivia lo miraba, y con un rápido vistazo captó el cansancio en sus ojos y la palidez de su piel antes de volver a centrarse en la carretera.
Al cabo de un rato, Olivia habló.
—Mi madre nunca se sobrepuso a la muerte de Missy. No permitió que nos mudáramos; no permitió que nadie tocara nada del dormitorio de Missy. Yo andaba de puntillas por la casa para que no me viera, porque cuando me miraba, veía el odio en sus ojos.
—Ella no te odiaba.
Olivia no dijo nada, y Zack alargó el brazo y le apretó la mano. Ella se estremeció, pero no la retiró.
—¿Por qué no te gusta que te toquen?
—No lo sé —dijo con rapidez. Con demasiada rapidez—. Supongo… bueno, después de la muerte de Missy, me convertí en una especie de desaparecida. Para mi madre y para mi padre; así era más fácil para ellos.
—¡Pero si tenías cinco años! —Zack no pudo por menos que sentir hostilidad hacia aquellos padres que habían desatendido a su hija viva a causa de la pena que sentían por la muerta.
—Cuando mi madre se suicidó, le pregunté a mi padre que si nos íbamos a mudar. Se limitó a encogerse de hombros. Creo que si yo hubiese sido lo bastante mayor y hubiese puesto la casa a la venta, no le habría importado.
Olivia hizo una pausa y bajó la mirada hacia la mano de Zack que cubría la suya. Del cuerpo del detective irradiaba una fuerza que la envalentonó. Nunca le había contado a nadie lo ocurrido el día que su madre se suicidó.
—Fui yo quien encontró su cuerpo.
—¿Cuántos años tenías?
—Seis. —Olivia cerró los ojos y revivió mentalmente el cadáver ensangrentado de su madre. Esta había ingerido somníferos mezclados con una bebida de baja graduación que contenía vodka, pero debió de haber sobrevivido a eso. Para asegurarse de conseguir su propósito, se había metido una pistola en la boca y apretado el gatillo.
—Se pegó un tiro. Lo hizo en el dormitorio de Missy, el día del aniversario de su muerte. Oí el disparo. Mi padre estaba trabajando, y yo acababa de llegar del colegio. Había mucha sangre. En la pared, detrás de la preciosa cama blanca de Missy… esparcida por todas sus muñecas y juguetes… por todas partes.
—¡Oh, Dios, Liv!
Zack salió de repente de la autovía. Olivia abrió los ojos y se sorprendió cuando Zack dobló para enfilar la rampa y meterse en el aparcamiento de una empresa. Apagó el motor.
—Lo siento, no debería haber sacado el tema —empezó a decir Olivia.
Zack la cogió por la barbilla y la obligó a mirarlo. Al principio, Olivia pensó que estaba enfadado con ella, y quizá lo estuviera, pero no por la razón que ella pensaba.
—Deja ya de disculparte. —La voz de Zack era baja y ronca, llena de emoción contenida.
Olivia se vio arrastrada hacia él, y los ojos negros de Zack buscaron su mirada, como si él estuviera compartiendo su vitalidad y su fuerza.
—Liv, te has estado culpando por algo de lo que sencillamente no eres responsable.
—No me culpo.
—¿De verdad que no?
¿Qué pensaba realmente ella?
—No lo sé.
—¿Quién, entonces? ¿Qué es lo que te corroe por dentro? ¿Tu padre? ¿Tu madre?
A Olivia se le escapó una lágrima, y la desconocida humedad se deslizó por su mejilla.
—Culpo al asesino de Missy por llevársela; y antes que a nadie, a Dios, por crearlo. Me culpo por no habérselo impedido. Culpo a Missy por no marcharse del parque cuando se lo dije. Y a mi padre, por vagar por la casa como un fantasma. Y a mi madre por… por mirarme como si hubiese sido yo ¡la que tenía que haber muerto!
Zack la rodeó con sus brazos mientras ella lloraba en silencio, el cuerpo convulso pero sin apenas emitir sonido alguno, como si se esforzara en reprimir cada lágrima. ¡Dios!, Zack quería librarla de aquel dolor. De haber podido, de buena gana se habría echado sobre los hombros aquella angustia.
Su madre se había deshecho de él; lo había abandonado porque le convenía. Había abandonado a Amy porque le convenía. Zack lo había pasado muy mal cuando se dio cuenta de que su madre amaba más su libertad que a sus hijos. Se había sentido abandonado por su madre, pero Mae nunca le había hecho sentir una carga ni que no fuera querido.
A Zack se le aclaró todo: la reacción de Olivia ante Brenda Davidson y la pequeña Amanda; su obsesión con el caso; y antes que nada, la razón de que hubiera entrado en el FBI. La justicia era una motivación poderosa, y aunque ella había creído hasta hacía poco que el asesino de su hermana estaba entre rejas, luchaba por las víctimas vivas además de por las muertas.
Se había pasado la vida luchando por las víctimas como ella.
Zack le acarició el pelo y aspiró el frescor que emanaba de él. La besó en la sien. Luego, en la mejilla. Le levantó la barbilla para que pudiese mirarlo a los ojos. El labio de Olivia tembló, y sus mejillas brillaron de emoción.
—Olivia, cuando esto acabe te voy a llevar a algún lugar lejano. Quiero pasar un tiempo a solas contigo. Sin este caso colgando sobre nuestras cabezas, donde podamos hablar de verdad.
Olivia abrió la boca para protestar. Zack le puso el dedo en los labios.
—Chist. Nos lo merecemos, Liv. Tengo que saberlo todo sobre ti. Sobre cómo te convertiste en la increíble mujer que está sentada ahora mismo aquí. Eres inteligente y sensual, y estoy encantado de que hayas venido a Seattle, y no solo por la investigación.
Se inclinó y le rozó los labios con los suyos, recordando lo sucedido la víspera, cuando la había besado espontáneamente en la habitación del hotel. Había estado tan tentadora, con aquella ropa fina que se amoldaba a sus pechos voluptuosos, mostrándolo todo al tiempo que lo escondía.
Aquella imagen había permanecido en su memoria durante las últimas veinticuatro horas. El pensar en lo seductora que se había mostrado entonces, en lo hermosa que estaba sentada a su lado en ese momento, hizo que deseara desaparecer con ella. Los dos juntos. Solos. En la cama.
Intentó que el beso fuera leve, dulce, cariñoso; Olivia necesitaba afecto, no pasión. Pero saborearla una vez no era suficiente. Ella había despertado su pasión, un deseo vehemente e intenso que hacía mucho, mucho tiempo que Zack no sentía. Una necesidad intensa de conectar con ella a todos los niveles que pudiera; de conocer su mente, su cuerpo y su alma.
Zack intensificó el beso; los labios de Olivia estaban salados por las lágrimas.
Olivia gimió en los labios de Zack, un sonido breve pero intenso que denotaba deseo. Él engulló la necesidad de Olivia haciendo el beso más profundo, le rodeó el delicado cuello con las manos, y el pelo sedoso de Olivia se enredó en sus manazas. Él le frotó los hombros y arrastró la mano hasta la curva de su busto redondo.
Los dos se apartaron al mismo tiempo. Zack tragó saliva con el corazón golpeándole en el pecho. Los ojos color avellana de Olivia resplandecieron, cubiertos de emoción y deseo; su boca estaba roja, exuberante, hinchada por la furia del beso.
Zack la soltó a regañadientes.
—Definitivamente, quiero pasar más tiempo contigo.
—Cuando hayamos atrapado a este tipo. —La voz de Olivia sonó áspera, pero ya había recuperado la fuerza que Zack había vislumbrado en ella el día que se habían conocido en el despacho de Pierson.
Entonces había pensado que quería atrapar al asesino desesperadamente.
En ese momento, lo deseó aún más.
• • •
Olivia observó el interrogatorio desde una habitación con cristal unidireccional contigua a la sala de reuniones del defensor público. Habría deseado que Gary Porter hubiera acudido, no solo porque había sido él quien lo había puesto todo en marcha, sino porque siempre había estado a su lado cuando ella había tenido que enfrentarse a Brian Hall. En su lugar, un joven policía de expresión perdida permanecía de guardia a su lado.
Por supuesto, Hall era inocente, y ella no debía tenerle miedo. Sin embargo, le temía, una sensación irracional y muy real que hacía que el corazón le latiera con fuerza y ella se retorciera las manos.
No se podía creer que hubiera llorado entre los brazos de Zack. Se sentía idiota, aunque consolada al mismo tiempo. Y luego estaba lo del beso… Se llevó las manos a los labios. Aquel beso.
Tenía que dejar eso a un lado, ya pensaría en ello más tarde. ¿Cuándo había sido la última vez que había llorado? Podría haber sido el día de la desaparición de Missy. Había llorado para sí, sola, hasta quedarse dormida a altas horas de la madrugada. Se había acercado lentamente a la cama de su madre con la intención de meterse en ella, pero su padre le había dicho que se fuera, que su madre estaba durmiendo en la habitación de Missy hasta que su hermana volviera a casa.
Missy nunca volvió a casa.
«Para. Deja ya de pensar en eso».
Hasta ese día, no se había percatado de cuánta era la ira interior que seguía albergando contra sus padres. Y contra Missy, aunque la frustración con sus hermana se debía más a que hubiera muerto, y eso no era culpa suya. Olivia sabía que nada de aquello era racional, pero ahí estaba, expuesto para que lo examinara con cuidado.
Había resultado fácil odiar a Brian Hall cuando era el villano, el hombre que no solo había robado la vida de su hermana, sino a su familia y su seguridad. Su excarcelación traía de vuelta otros sentimientos que ella había reprimido durante muchos años, como la ira hacia su familia, en especial hacia su madre. Debería haberlo visto venir, sobre todo después del enfrentamiento con Brenda Davidson, pero no fue hasta la pregunta de Zack esa mañana temprano que Olivia «supo» que nunca había perdonado a su madre por tratarla como a una paria.
Olivia se había estado preguntando durante años si su madre habría sentido lo mismo hacia Missy, de haberse invertido los papeles; si hubiese sido Olivia la que hubiese muerto, y Missy la superviviente. ¿Habría ignorado su madre a Missy? ¿Habría llorado tanto la muerte de Olivia que ya no habría podido seguir funcionando?
De niña, Olivia había creído que su madre habría preferido que fuera ella la que muriese, y Missy la que viviera. De mayor, sabía que las cosas no eran así de simples. Era como si uno estuviera en un edificio en llamas y solo pudiera salvar la vida de uno de sus dos hijos: ¿a quién coger? Con independencia de a quién se escogiera, uno acabaría abrumado por la culpa a causa del que murió. Miraría al superviviente y se preguntaría si debía haber sido otra la elección. La amargura, y la pena, y el dolor, lo paralizarían hasta que ya no pudiera mirar a su hijo sin lamentarlo.
Tras años de estudios de psicología y ciencias, Olivia sabía que su madre era una psicótica y, por tanto, mentalmente inestable. Acaso la muerte de Missy había desencadenado la enfermedad, o puede que siempre hubiera tenido un trastorno límite de la personalidad. De manera intuitiva, Olivia sabía que no debía culpar a su madre por todo lo que había dicho y hecho… ni por lo que no había dicho o hecho. En tal caso, era su padre el que debería haber asumido la responsabilidad y haber hecho algo para conseguir que alguien ayudara a su madre; asumir, en suma, el papel de ambos padres, puesto que su madre estaba incapacitada.
Pero la niña que llevaba dentro solo quería ser amada completamente, sin reservas, y serlo por quien era interiormente.
Olivia no sabía si quedaba algo dentro que mereciera la pena amar.
Culpar a los demás no la llevaba a ninguna parte; la culpa la había estado comiendo viva. Zack tenía razón: se disculpaba por todo, tuviera la culpa o no. Tenía que parar.
Miró a través del espejo falso y vio entrar en la sala a Brian Harrison Hall. El familiar «bumbumbum» del corazón le resonó sordamente en el pecho, aumentando de ritmo. Aun sabiendo que él no había matado a Missy —y ya no creía siquiera que estuviese implicado— seguía provocando un miedo intenso y abrumador dentro de ella.
Olivia respiró hondo y se centró en Zack. Estaba frente a ella, mirando al espejo como si pudiera verla. Su cara la tranquilizó y le dio fuerzas.
Bueno, había llegado la hora.
• • •
Zack percibió la tensión de Olivia al otro lado del espejo y desechó su sensación por ridícula. Se había mostrado inquieta al llegar, así que era natural que él pensase que seguía nerviosa por todo el asunto. Volver a su ciudad natal; enfrentarse al hombre al que durante treinta y cuatro años había considerado el asesino de su hermana; enfrentarse a sus miedos.
—Están entrando —le dijo a Zack el ayudante del fiscal del distrito, Ross Perdue, después de cerrar su móvil. Zack había estado tan enfrascado en sus pensamientos sobre Olivia y lo que esta había tenido que pasar, que casi se había olvidado del hombre que estaba con él en la habitación. Perdue era un abogado joven de unos treinta años y aspecto relamido que vestía un traje caro y lucía un Rolex. Zack se preguntó si sería de familia rica, porque sin duda alguna los funcionarios no estaban tan bien pagados.
—Como le dije por teléfono, hemos concedido inmunidad a Hall para cualquier cosa que diga que pueda incriminarlo. En nuestra opinión, el hombre cumplió treinta y cuatro años de cárcel. Si es culpable de complicidad o de obstrucción a la justicia, ya habría cumplido su condena.
A Zack no le hacía muy feliz el acuerdo, pero como Perdue le había explicado anteriormente, en un principio Hall se había negado a la entrevista. Podría haber exigido días y una orden judicial obligarlo a hablar y, para entonces, el asesino podría haber vuelto a atacar. En ese momento, no podían permitirse el lujo de enfrentarse a Hall. Necesitaban la información «ya».
Cuando Hall entró pausadamente en la sala acompañado de su abogado, Zack sintió un rechazo inmediato hacia él. Al principio, fue la actitud con que se presentó, balanceando el cuerpo como si fuese el que mandara; pero sus ojos mostraban miedo y recelo y no dejaban de mirar rápidamente a un lado y a otro, como los de un roedor.
Hall era culpable de algo. Zack lo olió. Pero se recordó que no estaba en aquella sala para averiguar qué mierda de poca monta habría estado tramando aquel tipo en las semanas transcurridas desde que había sido puesto en libertad. Estaba allí para averiguar a quién conocía Hall hacía treinta y cuatro años.
—Gracias por venir, señor Hall —dijo Zack con el tono de voz más cordial del que fue capaz. Alargó la mano—. Soy el detective Zack Travis, del Departamento de Policía de Seattle. —Sorprendido a todas luces, Hall le estrechó la mano.
Tras las presentaciones de todos los presentes, se sentaron y Zack empezó a hablar.
—No le entretendré mucho, señor Hall. Su abogado le ha informado del motivo de que necesitemos su ayuda.
—Ustedes creen que alguien me tendió una trampa para incriminarme en el asesinato de aquella niña.
Zack asintió con la cabeza.
—Exacto.
—No sé de quién se trata, pero espero que lo atrapen y que se pudra en prisión como casi me pudrí yo. —Hall miró a Perdue.
—Tengo algunas preguntas que tal vez le ayuden a recordar.
—Adelante. Esa es la razón de que haya venido. —Volvió a mirar a Perdue—. Y nada de lo que diga pueden utilizarlo para joderme, ¿no es así?
—Ya me he asegurado de eso —terció Bledsoe, el abogado de Hall—. Te he enseñado los documentos cuando veníamos hacia aquí.
—Solo quiero oírselo decir.
—Es cierto —dijo Perdue—. Lo que diga aquí no se admitirá en juicio. Tiene inmunidad absoluta.
Hall se cruzó de brazos con aire de suficiencia.
—¿Cuándo lo licenciaron de Vietnam? —preguntó Zack.
—El 10 de abril de 1972. Ahí también me jodieron con el tiempo. Solo firme por un año, pero me tuvieron allí dieciséis jodidos meses. Menuda mierda.
—Y volvió a California. ¿Dónde nació, en Redwood City?
Hall se encogió de hombros.
—En Palo Alto. Mi madre tenía una casa en Menlo Park. Allí me crie.
—Eso está a unos diez minutos al Sur —explicó Perdue.
—Así que, en esencia, volvió a casa —insistió Zack.
—Sí. Aunque tenía un empleo. En un almacén. Trabajaba como mozo de almacén.
—¿Regresó con usted algún colega del Ejército? ¿Algún amigo?
Hall volvió a encogerse de hombros.
—Ni idea.
—¿Conocía a alguien de los que trabajaban con usted que también hubiese estado en Vietnam? Puede que no sirvieran con usted, pero que hubieran estado allí más o menos al mismo tiempo.
—¡Joder!, conocí a un puñado de veteranos después de volver a casa. A la mayoría los conocí después de licenciarme. Con honor —puntualizó, y soltó un gruñido—. Para lo que me sirvió en juicio, cuando sus chicos me condenaron injustamente por asesinar a aquella niña. No soy un jodido pervertido. No me excitan las niñas pequeñas.
Zack apretó el puño debajo de la mesa para evitar estrangular a Hall por su tono chulesco.
—¿Recuerda a alguno de los veteranos con los que trabajaba o con los que andaba, tal vez un compañero de cuarto o algún colega de juergas? —preguntó Zack—. ¿Alguien que tuviera un tatuaje en el brazo izquierdo parecido al suyo?
Hall arrugó el entrecejo y contempló su brazo izquierdo; aquello era señal de que estaba intentando realmente recordar algo.
—En Vietnam había muchos tíos que se hicieron tatuar. Yo solo me hice este en mi primer permiso. Algunos tipos se cubrieron todo el cuerpo con ellos. —Sacudió la cabeza—. Muchos nos hicimos águilas. Ya sabe, el pájaro norteamericano y toda esa mierda.
—¿Alguno de los tipos que conoció cuando volvió a California?
—En el almacén había dos sujetos que tenían unos tatuajes iguales al mío.
—¿Recuerda sus nombres?
—Mmm, uno era el encargado. No había estado en Vietnam, pero había vivido algún tiempo en el extranjero a principios de los sesenta. George algo. No recuerdo el apellido. Lo llamábamos George. Ya estaba allí cuando empecé a trabajar, y seguía allí cuando me marché.
Zack tomó nota del dato. La información sobre el empleo de Hall estaba en los expedientes. Se acordaba del nombre del encargado: George Levin. Sin duda, merecía la pena investigarlo.
—¿Alguno más del que se acuerde?
—Había algunos otros, pero no sé sus nombres. ¿No deberían haber investigado todo esto los polis hace treinta jodidos años?
Tal vez, pensó Zack, pero las pruebas contra Hall habían parecido consistentes en su momento. Le gustó pensar que él habría seguido las líneas de investigación adicionales, pero sabía que cuando se trataba de enfrentarse a un asesinato violento como el de Melissa St. Martin, las pruebas circunstanciales solían servir.
Ya había investigado el almacén donde había trabajado Hall hacía todos esos años. No solo estaba cerrado, sino que había sido desmantelado. En el solar se había construido un centro comercial hacía más de diez años.
—Usted dijo que había estado bebiendo en un bar el día que fue secuestrada Melissa St. Martin.
—Así es.
—¿Quién estuvo allí con usted? ¿Es posible que alguien se percatara de que estaba bebiendo demasiado? ¿Alguien que supiera el tipo de camioneta que conducía?
—No, solo estaban los chicos, ya sabe. Muchos de los que merodeaban por el club eran veteranos, de Corea, de Vietnam o de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos tipos eran demasiado viejos. Yo…
Se interrumpió y pegó un puñetazo sobre la mesa.
—¡Ese hijo de puta! ¡Ese bastardo pervertido y psicópata! ¡Él fue quién me tendió la trampa!
La repentina explosión de ira y la expresión de comprensión que atravesó su rostro convencieron a Zack de que su reacción era auténtica.
—¿Quién? —preguntó.
—Ese mierda de Chris Driscoll. Debería haberlo sabido, el muy hijo de puta. Le conseguí un jodido trabajo y un estudio en el edificio en el que vivía. Yo le decía: «Eh, amigo, vamos a tirarnos a alguna jai», pero nunca venía cuando salíamos. Siempre estaba haciendo sus mierdas. Excepto aquel día. Vino al bar y se tomó una cerveza con nosotros. Ahora sé por qué. Él pudo tenderme la trampa. Él me robó la camioneta. Era un cerdo pervertido de mierda.
A Zack se le erizaron los pelos de la nuca. Allí estaba; lo sentía. Cuando volvió a hablar, lo hizo con mucho más tranquilidad de la que sentía.
—¿Qué sabe de Driscoll? ¿De dónde era? ¿Sirvió con usted?
—Estuvimos en la misma unidad durante seis meses. Era una máquina, un obseso del orden. Ni se te ocurriera tocarle sus jodidas cosas. Por eso me tendió la trampa. Porque le toqué sus preciosas cosas. Me dijo que si volvía a tocárselas, me mataría. No le creí. Allá en la jungla todo el mundo se hacía el gallito, ya sabe; mucho hablar, y poco hacer. Excepto cuando entrábamos en combate; entonces actuábamos todos.
—¿Cree que le tenía manía porque tocó sus pertenencias?
—El tipo estaba de los nervios, pero allí todos se las arreglaban como podían, ¿sabe lo que le quiero decir? Pero es él. Se marchó de allí cuatro semanas después que yo. Le dije que fuera a visitarme, que podíamos compartir una casa y que le enchufaría en el almacén. Vino a verme, pero no quiso quedarse en mi casa. Le encontré un estudio en mi edificio. Intentaba que se alegrara. Había estado tres años en Vietnam, y creo que eso le desarregló la cabeza. Pero un tipo que conocí allí, mi sargento, decía que Driscoll siempre había sido así. La mayor parte del tiempo estaba tranquilo, y de repente, ¡zas!, algo lo hacía explotar y era capaz de matarte por cualquier gilipollez.
—¿Por qué cree que se trata de él y no de otra persona? —Aunque Zack ya no albergaba ninguna duda de que algo había desencadenado el recuerdo de Driscoll y su convencimiento de que este le había tendido una trampa para incriminarlo.
—Porque yo no tenía relación con ninguno de los otros tipos. Un buen puñado murió, un par se volvió a alistar y la mayoría volvió a casa. Driscoll no tenía ninguna casa a la que ir.
—¿Por qué?
—Porque había crecido bajo tutela judicial o algo así. Ya sabe, en hogares de acogida. A su madre la mató un tipo con el que vivía.
El sujeto estaba en el sistema. Zack tenía que conseguir sus antecedentes, pero no era fácil acceder a los registros juveniles y no los conseguirían con rapidez.
—¿De dónde era?
Hall se encogió de hombros.
—De todas partes, decía. Aquel tal Bruce era un tarado hijo de puta. Probablemente de ahí le viniera a Driscoll.
—¿Bruce?
Hall hizo una pausa.
—No paraba de hablar de Bruce y de cómo iba a matarlo cuando dejara el Ejército y que nadie lo sabría. En una ocasión, uno de los chicos le preguntó quién era el tal Bruce, ¿sabe?, que si le había robado la chica o algo así. Le dijo que Bruce estaba en la cárcel por matar a su madre.
—¿Recuerda algo más sobre Bruce? ¿Dónde pudieron haber vivido? ¿O dónde fue asesinada la madre de Driscoll?
Hall negó con la cabeza a las tres preguntas.
—Ojalá pudiera ayudar, pero no lo sé. Driscoll se ponía muy nervioso siempre que hablaba de ello, así que no insistíamos, ¿sabe? Excepto que una vez Driscoll dijo que Bruce estaba en San Quintín. Sí, en San Quintín.
Hall no tenía más información acerca de Bruce ni de las actividades de Driscoll. No había tenido ninguna noticia de este mientras estaba en la cárcel ni desde que lo habían soltado.
Cuando Hall se preparaba para marcharse, Zack le hizo una última pregunta.
—¿Le dice algo la palabra «ángel»?
—¿Angel? ¿Se refiere a la hermana de Driscoll? Carajo, tío, no hablábamos de ella, sencillamente. Cuando uno de los chicos de la unidad encontró una foto bajo su almohada, todos pensamos que era muy extraño. La niña parecía tener unos nueve o diez años, ¿sabe? Driscoll hablaba y no paraba sobre si Angel esto o Angel lo otro, y supusimos que era su hermana. Cuando le preguntamos qué había ocurrido, dijo que estaba muerta y nos mandó a tomar por culo. —Hall puso los ojos en blanco.
—Y tenía un tatuaje como el suyo, ¿correcto?
—Exactamente como el mío. Debería haberlo sabido… Me llevó al mismo tío que le hizo el suyo en Saigón.
Chris Driscoll era el Aniquilador; Zack no tenía ninguna duda.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
Hall hizo una pausa para pensar.
—Aquel día en el bar. Entró, se bebió una cerveza con nosotros y se marchó. Después de eso, no le volví a ver jamás. —Hall miró a Zack de hito en hito—. Lo va a encontrar, ¿verdad? E irá a la cárcel por tenderme una trampa, ¿no es así?
—Irá a la cárcel por matar a treinta niñas —dijo Zack con una voz sorprendentemente tranquila.
—De acuerdo. —Hall asintió con la cabeza—. Ya entiendo.