Libertad. Por fin. El imbécil de su abogado, Miles Bledsoe, hizo realmente lo que dijo que iba a hacer, y en ese momento Brian era un hombre libre.

Brian Harrison Hall… ¡Mierda!, odiaba su segundo nombre, pero era el que los zopencos de los periodistas repetían en todos los artículos que escribían sobre él. Así como el juez en su sentencia.

«Brian Harrison Hall, ha sido encontrado culpable por un jurado integrado por sus conciudadanos y es condenado a morir en la silla eléctrica de conformidad con…». … Alguna estúpida ley.

Pensaba que jamás volvería a sentirse tan bien como a los tres meses de haber sido encerrado. Porque fue al cabo de los tres meses de entrar en la cárcel cuando el Tribunal Supremo de California declaró inconstitucional la pena de muerte. ¡A la mierda con «el castigo excepcional y cruel»! ¡Pues claro que sí! Sobre todo porque era inocente.

¡Inocente, carajo!

Pero nadie le había creído. Todos habían creído a aquella pequeña puta, a aquella niña que dijo que lo había visto.

Y a aquel poli fascista, el que había asistido a todas las vistas para su libertad condicional y que había vuelto una y otra vez sobre cómo había «encontrado» las pruebas en su camioneta. ¡Gilipolleces! El poli no podía haber encontrado nada en su camioneta, a menos que lo pusiera él mismo allí. Brian no había matado a aquella niña.

Brian había estado en su casa cuando la niña fue asesinada. No tenía nada que ver con aquello. Y en ese momento, había quedado demostrado lo hipócritas y mentirosos de mierda que eran la puta que tanto chillaba y el poli que mintió.

Se le antojaba tan condenadamente bueno poder respirar en libertad.

Entonces, ¿por qué le latía el corazón con tanta fuerza? ¿Por qué le temblaban las manos? Estaba mareado, y eso no le gustaba ni pizca. Algo no iba bien.

—Eh, Miles, no me encuentro muy bien.

Estaban parados en el exterior de la cárcel de Folsom. Miles Bledsoe, él último de una larga lista de abogados defensores de oficio, le había estado hablando sin parar de alguna estupidez a la que Brian no había prestado atención. Se le daba bien hacer eso. Había tenido que hacer caso omiso de los estúpidos gilipollas de su galería que no paraban ni un momento de parlotear y de los putos que se follaban unos a otros en la oscuridad. Ahuyentar de la mente las gilipolleces se había convertido en una segunda naturaleza.

Miles lo miró con el ceño puesto.

—Estás pálido. Pero probablemente no sea más que el alivio de verte fuera de la cárcel después de treinta y cuatro años. Te estaba diciendo que el estado te ha alquilado un piso durante seis meses. Es tiempo suficiente para que te pongas en marcha y encuentres un trabajo. El reembolso habitual por un encarcelamiento indebido es de cien dólares diarios, lo cual, según mis cálculos, hace que el monto total ascienda a poco más de un millón doscientos mil dólares. La reclamación tardará de seis a ocho meses en tramitarse, y luego la asamblea legislativa tiene que aprobarla antes de que puedan dotar los fondos.

—Habla en cristiano, colega. —Brian sacudió la cabeza intentando aclarar la incómoda sensación que se había apoderado de él. Todo era demasiado brillante, casi como si hubiese sido separado de su cuerpo y observase el cambio con su abogado. No estaba enfermo. Era… otra cosa.

—Recibirás un millón doscientos mil dólares, aunque podría llevar algún tiempo —le dijo su abogado.

—¡Hostias! —¿Un millón de dólares? Tenía la vida apañada para lo que le quedaba por vivir.

—El único problema —prosiguió Miles—, es que mentiste a la policía cuando te detuvieron, y tu camioneta…

—¿A quién le importa eso? No maté a aquella niña.

—Pero el fiscal del distrito todavía puede presentar una querella.

—Mire, Miles, limítese a hacer su trabajo y déjeme que yo haga el mío. El fiscal no presentará ninguna denuncia, porque soy inocente. No maté a aquella niña; no he matado a nadie. ¿Dónde está mi libreta?

Miles parpadeó y le entregó el cuaderno que tenía en la mano.

Brian lo tiró al suelo.

—Mierda, Miles. Mi libreta. Mi piso.

—¡Ah! —El abogado volvió a parpadear, y a Brian le entraron ganas de inflarlo a hostias. No lo hizo, claro; Miles era su pasaporte para un millón de pavos.

Un millón de pavos le arreglarían la vida para siempre y le ayudarían a encontrar a la puta que lo había metido allí.

Y al poli.

Y a aquel viejo fiscal de mierda que lo había mirado con tanto desprecio en la sala del tribunal. «Este hombre secuestró y asesinó a una niña». Gilipolleces. Él no quería saber nada de niños. Solo los enfermos y asquerosos pervertidos obtenían placer con los niños.

Reparación. Un millón de dólares contribuían en buena medida a la reparación.

Pero, sin saber bien por qué, no le parecieron suficiente resarcimiento por treinta y cuatro años de su vida.

LA PRUEBA DEL ADN PONE EN LIBERTAD A UN ASESINO CONVICTO.

Brian Harrison Hall se enfrentó en su día a la pena capital; ahora es declarado inocente.

Increíble. Harry estaba fuera de la cárcel.

Leyó el artículo dos veces para asegurarse de que la información era correcta. A decir verdad, de entrada siempre le había sorprendido que Harry hubiese sido condenado. En el mejor de los casos, las pruebas habían sido circunstanciales. Pero Harry —siendo un zopenco estúpido como era— le había mentido a la policía. El fanfarrón se lo tenía merecido. A sus cincuenta y cinco años, pocas veces había conocido a un fanfarrón tan gilipollas y burro como Brian Harry Hall.

—Eh, tío, ven conmigo a Bay Area y mojaremos. —Por «mojar» había querido decir que encontrarían a un par de tías que se hicieran cargo de un par de veteranos de Vietnam; que los consolaran y les hicieran todas las mamadas que se les antojaran.

Harry no comprendía en absoluto a las mujeres. Igual que no había entendido la disciplina. Ni la limpieza. Ni el orden.

Pero Harry tenía un trabajo a la vista y le había prometido colocarlo. Así que se había reunido con él en California.

Dobló el periódico por los pliegues con pulcritud y lo colocó en la esquina de la mesita con superficie de cristal de la cabaña que había alquilado en la isla de Vashon un año antes. No necesitó mirar el reloj para saber que era hora de marcharse. El sol había alcanzado su cénit sobre el estrecho, una visión fastuosa e intensa de la que nunca se cansaba.

Podría jubilarse allí.

Pero no lo haría. Establecerse sería una idiotez; moverse era la única manera de borrar realmente sus huellas. Y no tardaría en volver a moverse. Por el momento, tenía un trabajo que hacer. La cabaña no tenía lavavajillas, pero no le importaba. Limpió cuidadosamente la jarra del café, el plato, los cubiertos y la única sartén en la que se había preparado el beicon y los huevos. Lo secó todo a conciencia y colocó cada cosa en su sitio. Dobló el trapo de cocina mojado y lo colgó con precisión en la rejilla que había colocado en la pared contigua al fregadero. Colocó la silla en su sitio con precisión, sacudió cuidadosamente las migas de pan depositadas en el mantel en la bolsa de la basura; luego introdujo la bolsa, que solo estaba llena hasta una cuarta parte de su capacidad, en el cubo que había junto al lateral de la casa.

La mera idea de dejar la basura todo el día pudriéndose dentro de su casa lo ponía enfermo.

Otro rápido vistazo al periódico lo llevó a pensar de nuevo en Harry mientras cerraba con llave la puerta de la cabaña y se dirigía a su trabajo en el restaurante de la playa.

Robar la camioneta de Harry aquella lejana noche había sido un acto espontáneo. No había sabido con exactitud qué es lo que estaba haciendo, solo tenía una idea vaga. Entonces, «la» vio y lo supo. Ella le había sido enviada para sustituir a su ángel perdido. Trazó un plan a toda velocidad, y casi había salido perfecto. Arrugó el entrecejo al pensar en la pequeña mocosa valerosa que había intentado detenerlo. Luego, había devuelto la camioneta antes siquiera de que Harry advirtiese su ausencia.

Lo que no había esperado es que la policía encontrara la camioneta, aunque tal descubrimiento acabó siendo una bendición del cielo.

Había extraído muchas y muy importantes lecciones después de que Harry hubiera sido condenado a muerte.

Sé cuidadoso; no dejes ninguna prueba de ti en ninguna parte.

Desplázate constantemente. Sé paciente. No te precipites. Deja que las dulces expectativas aumenten, pero contrólalas; no permitas que la necesidad te controle. Sé más listo que la pasma. Aprende a escoger el momento de continuar.

Todo era una cuestión de disciplina. Algo que él había aprendido bien.

Pero una equivocación engorrosa le había amargado un día por lo demás delicioso. Harry había sido liberado a causa de la prueba del ADN, lo cual significaba que las autoridades tenían «su» ADN.

En lo sucesivo, tendría que ser doblemente cuidadoso.