Después de asistir al funeral de Hamilton Craig, Gary Porter entró en su casa vacía. Extrañaba a su esposa, Janet, pero considerando todos los sacrificios que ella había hecho a lo largo de la carrera profesional de Porter, en ese momento no podía impedirle que realizara sus sueños, aunque ambos fueran unos sesentones. Janet era licenciada en Historia, y a la sazón trabajaba como guía de una importante agencia de viajes. En ese momento, dirigía una gira turística para la tercera edad por Francia. Ella siempre le pedía que la acompañase, pero Gary no tenía ningunas ganas de viajar. Le gustaba estar en casa, tener una rutina; para él, viajar era igual a estrés.

Aunque extrañaba a Janet, cuando ella estaba en casa la relación de ambos era mejor y más fuerte. A él le gustaba oírla hablar sobre su trabajo y los lugares de interés, y le encantaba que le proyectara las diapositivas de cada viaje.

Esa noche, sin embargo, Gary se sentía viejo y habría dado cualquier cosa por tener a Janet con él. Era el funeral de Hamilton, por supuesto, que le hacía sentirse mortal; que le recordaba que la vida era injusta y que un acto aleatorio de violencia podía segar la vida de un buen hombre.

Fue encendiendo las luces distraídamente camino del estudio, mientras sus pasos resonaban sobre el suelo de madera noble. Un rápido vistazo al reloj del vestíbulo le indicó que ya era demasiado tarde para llamar a Janet a París. Una lámpara de suelo en un rincón, junto a su sillón de lectura —un viejo sillón reclinable de piel que tenía desde hacía unos veinte años— y una lámpara de escritorio proporcionaban la única luz de la habitación. Se dejó caer en la mullida silla del escritorio y encendió el ordenador. Mientras esperaba, abrió el cajón inferior y sacó una botella de Glenlivit. No bebía cuando Janet estaba en casa, pero se había aficionado a beberse a sorbos uno o dos vasos cuando ella estaba fuera. La extrañaba.

Y echaba de menos el trabajo.

Se pasó la mano por la cara tocándose el bigote, ya predominantemente gris. El funeral de Hamilton era el cuarto al que asistía ese año. Dos de las muertes se habían debido a sendos ataques cardíacos; otra había sido la de un poli muerto en acto de servicio. A medida que sus colegas se iban haciendo mayores y se jubilaban, los funerales cada vez se debían más a causas naturales.

Se sirvió un par de dedos del whisky escocés y empezó a darle sorbos mientras accedía a su cuenta de correo electrónico.

Al menos seguía siendo capaz de ayudar. Se había puesto en contacto con Ned Palmer, uno de los ayudantes del fiscal del distrito que estaba familiarizado con la investigación del asesinato de Melissa St. Martin, y Ned le había prometido que se pondría de inmediato a intentar conseguir una entrevista con Brian Hall. Gary le había dado los números de contacto de Seattle, preocupado por Olivia.

La conoció cuando era una cría asustada de cinco años que, no obstante, se guardaba todo dentro. Sus padres, perdidos en su dolor, la habían descuidado, y tanto él como Hamilton la habían acogido bajo sus alas protectoras. Se habían asegurado de que no tuviera que testificar en el juicio y de que solo tuviera que contarle al juez lo que había visto. No había habido turno de repreguntas. Nada que pudiera aterrorizar a la niña.

Al hacerse mayor se había convertido en una mujer hermosa y brillante, pero Gary sabía que el asesinato de su hermana le había cambiado el curso de la vida para siempre. Era algo que a lo largo de su carrera él había visto muchas veces. Una muerte violenta destruía más de una vida.

La habitación se quedó a oscuras.

—¡Mierda! —masculló mientras hurgaba en el escritorio en busca de la linterna de bolsillo que tenía siempre a mano. Probablemente se había fundido un fusible. Hacía tiempo que no le ocurría algo así.

Sin poder encontrar la linterna, se levantó, y a tientas, se dirigió hasta la puerta y avanzó por el pasillo. En la cocina, junto a la pared, encima de un alimentador de baterías, había una linterna, porque Janet siempre estaba preocupada por los terremotos. Cuando se iba la electricidad, la luz se encendía y se podía ver el camino en la oscuridad. Gary distinguió las sombras que arrojaba la luz a medida que se iba acercando a la cocina.

En el mismo instante en que cruzó el umbral, la puerta trasera se abrió. Gary echó mano a la pistola por costumbre, pero ya no la llevaba.

—¿Quién…?

Antes de terminar la frase, reconoció a Brian Harrison Hall. El hombre levantó el brazo, exhibiendo una pequeña semiautomática. En cuanto se dio la vuelta para echar a correr, oyó la detonación del arma y sintió que el fuego se extendía por su pecho. El sonido se repitió, pero el dolor no aumentó.

Supo que iba a morir.

Gary cayó al suelo, intentó levantarse, anduvo a trompicones unos cuantos pasos por el pasillo y se desplomó.

No podía respirar. Sintió que Hall se paraba junto a él.

—Hijo de perra —farfulló Gary con ira. Su voz sonó lejana, como si hablara desde el fondo de un largo túnel.

—Tú me convertiste en asesino —dijo Hall.

Gary oyó otro ruido, pero su último pensamiento fue para Janet y sus hermosos y risueños ojos castaños.

• • •

Zack, Olivia y Doug Cohn estaban trabajando en la sala de reuniones principal, elaborando un esquema de los secuestros y las pruebas a partir del creciente montón de informes que las demás jurisdicciones les habían enviado. Buscaban cualquier cosa, alguna conexión, que les proporcionara otra pista. Quizá algo que se relacionara con el código Morse o la palabra «ángel».

El jefe Pierson asomó la cabeza a las nueve de la noche y dijo:

—Me voy, pero acabo de hablar con la oficina de Seattle. Se van a poner de inmediato con la conexión «ángel», y también revisarán los expedientes de todos los veteranos del Vietnam licenciados entre octubre de 1971 y octubre de 1972 y que estuvieran empadronados en California. Va a ser una lista enorme, pero está todo en la base de datos. Puede que nos lo envíen mañana por la tarde.

»Van a asignar al caso a uno de sus mejores agentes de inmediato, y probablemente se ponga en contacto con usted.

—¿Quién? —se oyó preguntar Olivia.

—Quincy Peterson. ¿Lo conoce?

Olivia asintió con la cabeza. Quinn; el marido de Miranda y además un buen amigo.

De todos los agentes que ella conocía, no podía haber pedido a nadie mejor.

Pero iba a tener que admitir ante sus mejores amigos que les había estado mintiendo.

—¿Es alguien bueno? —le preguntó Zack después de que Pierson se marchara de la sala.

—El mejor —dijo ella.

El teléfono sonó, y Olivia pegó un respingo cuando Zack contestó. Ella necesitaba comer y dormir; necesitaba salir de allí. Tenía los nervios destrozados. ¿Debía llamar a Quinn esa noche y explicárselo todo? Sí, tenía que contarle con exactitud los motivos de que hubiera hecho lo que había hecho. Quinn se lo merecía.

Quinn se atenía al reglamento, pero sabía cuándo había que saltarse las normas. Solo que Olivia no sabía si él estaba dispuesto a infringirlas.

—Allí estaremos. —Zack dejó caer el auricular sobre el soporte mientras garrapateaba algo en una libreta.

—Eh, superagente, tenemos que salir pitando hacia California. Era el ayudante del distrito del condado de San Matero. Ha localizado al abogado de Hall, y mañana a las diez de la mañana tenemos una reunión. —Cogió el teléfono antes de que Olivia pudiera responder—. Eh, Joe, ¿podrías llamar al aeropuerto y sacar dos billetes para San Francisco? Para mí y para la agente St. Martin. El jefe te lo autorizará, te lo prometo. Creo que esta es nuestra oportunidad.

Zack volvió a colgar.

—Joe dice que tendremos que volar esta noche. Lo está arreglando todo. Pasemos por mi casa y por su hotel y cojamos una bolsa de viaje.

—No puedo ir —le espetó Olivia. Miró a Doug Cohn y se preguntó cómo iba a salir de aquello. El día que Zack iba a estar fuera, ganaría tiempo para hablar con Quinn.

—¿Por qué?

—Yo… mire, no puedo pedirle a Doug que haga él todo este trabajo. Hay que revisar muchos expedientes; solo, le llevará toda la noche. Y probablemente también todo el día de mañana.

—Boyd y O’Neal pueden sustituirnos. Esto es importante, Olivia. Tiene que venir; sabe más que yo sobre los casos antiguos. Venga, hablaremos de ello por el camino.

Zack tenía la habilidad de echar por tierra todos los argumentos de Olivia, y esta no supo qué decir. Quería tener tiempo para hablar con Quinn antes de que este hiciera acto de presencia, pero volar a California desbarataba la idea.

Siguió a Zack fuera de la sala e intentó pensar en la forma de contarle la verdad sobre el asesinato de su hermana.