Una hora después, los dos dibujantes habían terminado su labor conjunta de realizar un dibujo realista de Chris Driscoll basándose en la foto del ejército y las descripciones de Henry Jorge y Abby Vail.

—Haré que se difunda esto por los canales federales —dijo Quinn cogiendo una copia.

—¿Se lo damos a la prensa? —preguntó Zack, casi para sí.

—Yo opino que sí —respondió Quinn—. Este tipo ha estado por Seattle varios meses, quizá más tiempo. Alguien lo habrá visto. Si podemos colocarlo en las cadenas de informativos… —Quinn miró su reloj— podemos conseguir que salga en los informativos de las diez y de las once. ¿Podemos establecer aquí una línea abierta para recibir llamadas?

—Por supuesto —dijo Zack.

—Tenemos que hacer copias y distribuir el dibujo entre todas las empresas de alquiler de coches, concesionarios y cualquier otro sitio donde pueda conseguir un coche con facilidad —dijo Olivia—. Y creo que deberíamos cubrir la isla de Vashon.

—¿Vashon?

—La primera víctima fue secuestrada y asesinada en Vashon. Creemos que el crimen pudo haber sido espontáneo. —Olivia se dirigió al mapa—. ¿Te fijas en cómo tanto Michelle como Jennifer fueron arrojadas a más treinta kilómetros de donde fueron secuestradas? No así Jillian, que fue arrojada a tres kilómetros. Hemos elaborado un esquema de los demás crímenes; la primera víctima se encontró siempre en una zona solitaria a menos de ocho kilómetros de donde fue vista por última vez. Los demás cuerpos fueron arrojados entre dieciséis y ochenta kilómetros de distancia, y en lugares mucho más frecuentados.

—El asesino podría vivir o trabajar en la isla —dijo Zack.

—Exacto.

—Repartámonos el trabajo —dijo Zack—. Quinn, ocúpate de los canales federales. Le diré a mi jefe que se encargue de los medios de comunicación. Boyd y O’Neal pueden ocuparse de los concesionarios. Liv, tú y yo iremos a Vashon en cuanto hayamos hablado con la señora Markow. —Consultó su reloj—. Ya debería de estar aquí.

—Me pondré a ello. —Quinn garrapateó unos números y se los entregó a Zack—. Son mis números de contacto. Puedes llamarme tanto de día como de noche. Los tuyos ya me los ha dado Pierson.

—Gracias.

Quinn miró a Olivia.

—Recuerdos de parte de Miranda. Deberías llamarla.

A Olivia se le cayó el alma a los pies.

—La llamaré. Ya pensaba hacerlo.

Quinn no dijo nada a eso, sino que se marchó.

—¿De qué va esto?

—La esposa de Quinn es una gran amiga mía. Estuvimos juntas en la Academia. Cuando llegué a la ciudad no la llamé, y debería haberlo hecho.

—No hemos tenido mucho tiempo desde que llegaste. Lo entenderá.

—Sí. Estoy segura. —Salvo que le había mentido por teléfono a Miranda el otro día. «Espero que lo entiendas, Miranda. De verdad que sí».

Zack salió de la sala para conseguir suficientes copias del dibujo y enviar los juegos a diferentes partes de la ciudad. Olivia permaneció absorta en el minucioso dibujo que tenía delante.

Chris Driscoll parecía tan normal, que casi parecía amable. Tal vez fuera porque ninguno de los testigos le había visto los ojos. Estos tenían una expresión anodina, casi ausente; eran impasibles y estaban vacíos. Tenía una cara delgada, con unos rasgos ligeramente marcados y una barbilla ligeramente hendida.

Olivia comparó el dibujo con la foto del ejército de Driscoll, sacada cuando se alistó a los diecinueve años. Excepto por el mismo aspecto general —pelo muy corto, ojos azules claros y la altura— realmente no se parecía en nada a Hall. A los cinco años, aquello había sido todo cuanto ella había tenido: la impresión general de la persona. Lo que resaltaba era el tatuaje, y había sido el tatuaje lo que era idéntico.

Entonces, ¿qué es lo que recordaba ella realmente? Desde entonces, había visto a Hall tal y como este aparecía cuando se enfrentaba a él en las vistas para la libertad condicional. Fotografías de la prensa. No como el joven que había asesinado a Missy.

Chris Driscoll había tenido una infancia desgraciada. Su madre fue asesinada, y el asesino los había paseado por todo el país a él y a su medio hermana para evitar que lo detuvieran. Olivia podía haber sentido cierta simpatía por el niño; era capaz de apreciar la causa de su locura.

Aunque no era capaz de entender cómo aquel hombre podía lastimar y matar a tantas niñas inocentes. No todos los niños criados por padres maltratadores se convertían en máquinas de matar. Olivia supuso que debía ser algo relacionado con el carácter intrínseco, algo que lo había convertido en un asesino al exponerse a la furia de otro.

Fuera lo que fuese o fuera quien fuese quién había creado a aquel monstruo, había que pararlo. Antes de que Nina Markow muriese.

Un golpe en la puerta precedió a la aparición de la cabeza de Jan O’Neal, que, al verla, entró en la sala.

—Tengo aquí a Lydia Markow —dijo la policía en voz baja—. La he metido en otra sala de reuniones y le he dado un poco de agua. ¿Dónde está Travis?

—Con el jefe Pierson. Si quieres reunirte con Travis, ya me sentaré yo con ella.

—Gracias. No quiero dejarla sola mucho tiempo. Parece que lo está llevando bien, pero nunca se sabe.

Jan le entregó una foto.

—Hemos dado una vuelta por la casa para coger una foto reciente de la víctima.

Nina Markow era una niña preciosa de aspecto delicado y huesos pequeños que tenía una amplia y encantadora sonrisa. Se recogía el pelo rubio platino en un moño que descansaba, tirante, en lo alto de su cabeza, y que relucía como si reflejase toda la luz de la habitación. Era una foto de cuerpo entero de Nina, que, vestida con un body rojo, blanco y azul, posaba, descalza, en una pose complicada. Era tanta la vida y la energía que irradiaba de aquella instantánea, que Olivia se sorprendió frotándose los ojos, como si desease que Nina entrara en la sala en ese mismo instante.

—Llevaré la foto para que hagan copias y se distribuyan —dijo Jan. La agente miró el dibujo que Olivia tenía delante—. ¿Ese es Driscoll?

Olivia asintió con la cabeza.

—El maldito hijo de puta.

Jan acompañó a Olivia hasta donde esperaba la madre de Nina. Olivia miró a través del cristal de la puerta. Lydia Markow era igual que su hija y tenía el mismo pelo rubio recogido atrás; era una mujer atractiva, vestida con un sencillo y barato traje chaqueta. Estaba jugueteando con dos delgados anillos dorados que llevaba en la mano izquierda.

Olivia respiró hondo y confió en que Zack se diese prisa en aparecer. No sabía qué decirle a la madre, aunque sí sabía que, de estar en el pellejo de Lydia Markow, querría sencillamente que alguien estuviera allí con ella.

Cuando entró en la habitación, Lydia levantó la mirada. Tenía los ojos enrojecidos, aunque secos. Sonrió a Olivia de manera forzada.

—¿La han encontrado?

Olivia negó con la cabeza y se sentó. Lydia cerró los ojos y se santiguó.

—Estamos haciendo todo lo posible.

—¿Saben quién lo hizo?

Olivia dudó; no sabía qué decirle.

—Tenemos un sospechoso —dijo por fin. No iba a mentir a aquella mujer.

—Es el mismo hombre que mató a las otras niñas, ¿verdad?

Olivia no respondió. Tal vez no debería haber dicho nada. Nunca había trabajado con supervivientes con anterioridad. ¿Qué se suponía que tenía que decir? ¿Cuánto se suponía que debía revelar?

—Pensaba que sí. —Unas lágrimas silenciosas resbalaron por las mejillas de Lydia—. No puedo perderla. Mi marido… murió cuando Nina tenía dos años. Ella era la niña de sus ojos; y también la de los míos. No sé cómo… No, Dios no me la quitará. La protegerá.

Lydia tiró de un colgante enterrado bajo su blusa; era un pequeño crucifico de oro. Los labios de la mujer se movieron en silencio al rezar, y el abatimiento se apoderó de sus ojos.

Zack entró en la sala, y Olivia se volvió hacia él con lágrimas en los ojos. Él le puso una mano en el hombro y le dio un apretón.

—Señora Markow, quiero que sepa que estamos haciendo todo lo que podemos para encontrar a Nina. Todo. Todos los agentes de Seattle la están buscando. Tenemos un retrato del hombre que se la llevó. ¿Le importaría mirarlo?

La mujer alargó la mano para coger el papel.

Contempló la foto fijamente durante un largo minuto.

—Nunca lo he visto —dijo—. Lo siento.

—Eso no es ningún problema. Tanto Abby Vail como Henry Jorge han proporcionado unas buenas descripciones. Tenemos varias pistas.

Zack le contó lo que creían que había ocurrido esa tarde.

—¿Desea hacer alguna pregunta?

—¿Cuánto… cuánto tiempo…? Bueno, he leído en el periódico que él no las mata enseguida. Así que tenemos tiempo, ¿verdad? Tenemos tiempo para encontrarla, ¿no es así?

Zack tragó saliva, y Olivia percibió la frustración y la tensión que irradiaba del cuerpo del detective.

—Creemos que contamos con algún tiempo. También poseemos mucha más información que antes. Tenemos parte de un número de matrícula, y en este momento hay seis parejas de agentes repasando la lista y hablando con los veintidós propietarios de King County con camionetas blancas último modelo con esa matrícula parcial. Ampliaremos la búsqueda a los condados circundantes. Además, tenemos un retrato robot del sospechoso que estamos distribuyendo por localidades claves, y los medios de comunicación han aceptado emitir la foto en los informativos. Hemos montado un operativo de alerta sobre el secuestro, y el FBI se ha involucrado. Le prometo que haremos todo lo que esté en nuestras manos para encontrar a Nina y llevarla de vuelta a casa sana y salva.

Lydia cerró los ojos con fuerza; se le saltaron unas lágrimas.

—Gracias —consiguió decir a duras penas.

—Su vecino, el señor Jorge, sigue aquí. Quiso esperarla por si necesitaba que la llevaran a casa —dijo Zack.

—Henry es un hombre muy amable. Le pediré que me lleve a la iglesia. Si se enteran de algo, me encontrarán en San Esteban.

• • •

Por lo general, Zack disfrutaba del viaje en ferry desde Flauteroy a la isla de Vashon. Esa noche, el viaje de veinte minutos se le antojó diez veces más largo y no paró de dar vueltas por la cubierta de observación mientras él y Olivia programaban su tiempo.

—Supongamos que vive o trabaja aquí; ¿significa eso que probablemente haga la compra en la isla?, ¿que coma en los restaurantes?, ¿que llene el depósito del coche? —Zack fue proponiendo las ideas.

—Empecemos por aquí. Preguntemos a los empleados del ferry si lo reconocen. —Olivia alargó la mano para impedir que Zack siguiera dando vueltas—. Encárgate de la tripulación de abajo; yo me encargaré de la de la cubierta de observación, y nos reunimos en el coche cuando atraquemos.

—Tienes razón. Debería de haber pensado en ello. —Se pasó una mano por el pelo, terriblemente frustrado porque Driscoll se hubiera llevado a otra niña cuando estaban tan cerca de encontrarlo.

Se separaron, y Zack bajó a la cubierta de los coches de los pasajeros. La mayor parte de la gente había subido a la cubierta de observación; unas pocas personas circulaban por el exterior, arrebujadas en sus chaquetas. El aire era notablemente más frío en el mar que en tierra, y con el otoño ya bien avanzado, las temperaturas seguirían descendiendo.

Zack empezó con la tripulación de seguridad. Les preguntó a los cuatro de la cubierta de los coches, y ninguno reconoció a Driscoll. Dos apenas si miraron el dibujo. ¿Qué clase de seguridad tenían, si ni siquiera veían algo?

Diez minutos después, cuando sonó el primer toque de sirena, Zack estaba decidido a acudir a la autoridad responsable de los transportes para denunciar a los idiotas que tenían contratados.

Hasta que se encontró con Stan Macker.

Stan Macker estaba a punto de jubilarse. Era calvo y tenía la cara curtida de un hombre que había trabajado al aire libre la mayor parte de su vida. Daba la impresión de que preferiría morir en pleno trayecto y ser enterrado en el mar. Su puesto estaba en la puerta de embarque.

Zack se acercó a él sin ninguna esperanza.

—Detective —dijo el anciano con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo sabe que soy policía?

—Me llamo Stan Macker. Llevo trabajando en los transbordadores cuarenta años. Le he estado observando desde que subió a bordo. A usted y a esa preciosa potrilla. He visto que les ha pedido a los guardas de seguridad y a la mitad de mi tripulación que miren una foto. Sospecho que quiere que mire la foto.

Zack le entregó el dibujo.

Stan lo miró de hito en hito asintiendo con la cabeza y se lo devolvió.

—Un Ford Ranger verde oscuro. Modelo de finales de los noventa. Hoy ha estado aquí.

—¿Cuándo?

—Cogió el de la una y diez a Flauteroy. No ha regresado.

—¿Por qué lo recuerda? Debe de ver miles de personas y coches al día.

—Llevo aquí tanto tiempo, que recuerdo los coches. Y a las personas. Hay una mujer que vive en Vashon que lleva cogiendo el transbordador todos los fines de semana desde hace dieciséis años. Solo faltó un día. Aquello me sorprendió, así que llamé a la subestación de Vashon, la describí a ella y a su coche y les dije que no había estado enferma ni un día en dieciséis años, y que tal vez le había ocurrido algo. Y algo le ocurrió. Esa mañana había tenido un ataque. Los médicos consiguieron salvarle la vida. —Se encogió de hombros—. Sencillamente, recuerdo las cosas.

—¿Y qué es lo que hace a este hombre digno de que se lo recuerde? ¿Va y viene del trabajo todos los días?

Stan negó con la cabeza.

—¡Ca! Es muy irregular. Pero se queda en su camioneta. Siempre. No pone música. Ni sale del coche para estirar las piernas. Ni lee… Tenemos mucha gente que lee un libro o el periódico mientras permanecen sentados en sus coches. Este, no. Se queda con la mirada fija al frente. Por eso llama la atención.

—¿Tienen cintas de seguridad? Tengo que ver esa camioneta y coger el número de matrícula.

—Hable con el jefe de seguridad. Él se las puede conseguir.

—¿Lo ha visto alguna vez en otro vehículo? ¿Tal vez una camioneta grande o un todoterreno urbano? —Zack no quería condicionarlo, pero tenía que saber si Driscoll llevaba a sus víctimas a la isla.

—No. Solo el Ranger. Pero no estoy de servicio las veinticuatro horas al día, los siete días de la semana.

—Gracias por su ayuda. Hablaré con el jefe de seguridad. ¿Cómo se llama?

—Ned Jergens.

—Ese fue policía. —Zack no lo había llegado a conocer bien, pero reconoció el nombre.

—Ajá. Es un buen tipo. Está destinado en Flauteroy, pero aquí tiene su número directo. Nos lo dan por si tenemos algún problema.

—Muchísimas gracias, Stan. Se lo agradezco de veras.

—El tipo ese es un indeseable, ¿no es así?

—De la peor especie. Si lo ve, llame a Jergens de inmediato. Y a mí también. —Zack le entregó su tarjeta.

En cuanto Zack y Olivia desembarcaron, llamaron al jefe Pierson y le contaron lo que había dicho Stan Macker. Pierson se pondría en contacto con la Autoridad Portuaria de Seattle y con Ned Jergens y conseguiría todas las cintas de seguridad desde el secuestro de Jennifer Benedict el mes anterior.

El barrio comercial de Vashon estaba muy animado por la noche, y Zack y Olivia se dividieron la calle. Treinta minutos más tarde, Olivia entraba en un restaurante situado al final del embarcadero. El aroma a buena comida hizo que le gruñeran las tripas; su único alimento ese día había consistido en un bocadillo empaquetado en el aeropuerto de San Francisco.

Preguntó por el encargado, y veinte minutos más tarde una joven asiática de unos veintitantos años salió dando brincos de la cocina.

—¡Hola! Soy Denise Tam. ¿Puedo ayudarla?

Olivia se presentó y mostró su identificación del FBI.

—Estamos buscando a un hombre que creemos vive en la isla. Conduce un Ford Ranger verde oscuro. —Le entregó el dibujo a Denise—. ¿Lo ha visto? ¿Es posible que haya venido a comer?

—¡Oh, Dios mío! —dijo la encargada llevándose la mano a la boca—. Si es Steve.

A Olivia el corazón le dio un brinco hasta la garganta.

—¿Steve? ¿Sabe cómo se apellida?

—Steve Williams. Lleva trabajando aquí casi dos años. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha sucedido? ¿No se habrá metido en ningún lío?

Olivia echó un vistazo por el restaurante intentando localizar a Driscoll.

—¿Trabaja esta noche?

La chica negó con la cabeza.

—No, cambió el turno. Tiene una hija en la universidad, en Oregon, y ha ido a visitarla.

¿Hija? En los antecedentes de Driscoll no había nada que indicase que tuviera ninguna hija o que hubiese estado casado alguna vez. Podía ser verdad o una estratagema.

—¿Sabe cómo se llama su hija?

—Angel.

Olivia se quedó sin resuello, pero se recuperó enseguida.

—Tengo que ver los historiales laborales de sus trabajadores ahora mismo.

—No… no sé si se supone que deba hacer eso.

—Puedo conseguir una orden y volver dentro de una hora, pero, durante el tiempo que tarde en volver, alguien puede morir. ¿Quiere tener eso sobre su conciencia?

Denise la miró como si estuviese a punto de echarse a llorar.

—Lo siento. Lo siento. Pase a la oficina.

—Un segundo. —Olivia abrió el móvil de una sacudida y marcó el número de Zack—. Bingo. En un restaurante del embarcadero… La Choza del cangrejo. Estaré en la oficina con la gerente.

• • •

Treinta minutos después, Zack y cuatro ayudantes del jefe de policía del condado de la subcomisaría de la isla de Vashon tenían rodeada la cabaña alquilada por Steve Williams, también conocido como Chris Driscoll.

La pequeña casa se levantaba en el margen del bosque donde, a menos de kilómetro y medio, se había descubierto el cuerpo de Jillian Reynolds. La propiedad parecía vacía, pero Zack no iba a correr ningún riesgo. Había hecho que los ayudantes del sheriff inspeccionasen el perímetro completamente, y luego había llamado a la puerta. Al no haber respuesta, entraron en la casa.

Chris Driscoll había vivido en la isla de Vashon durante bastante más de un año, pero la pequeña cabaña no reflejaba nada personal: ni fotografías ni cuadros en las paredes. Cuando Zack llamó al propietario de la vivienda, se enteró de que había sido alquilada parcialmente amueblada. Driscoll pagaba el alquiler en metálico, y le había dicho al dueño que era el dinero de las propinas. Nunca se retrasaba en el pago.

La casa era insulsa, estaba inmaculada y carecía de personalidad.

El cubo de la basura estaba vacío. No había platos ni en la repisa de la cocina ni el fregadero; no había plantas en las jardineras de las ventanas. La mesa de superficie acristalada tenía dos sillas perfectamente alineadas.

El dormitorio no parecía haber sido utilizado, salvo por el hecho de que la cama tenía unas sábanas blancas y dos mantas muy bien remetidas al estilo militar. Zack temió que Driscoll hubiera escapado ya, que no tuviera intención de volver después de Nina Markow.

Comprobó los cajones y se sintió aliviado al encontrar ropa. Tres juegos de uniformes para el restaurante —pantalones deportivos negros y polos negros— aparecían rígidamente doblados. No había ropa sucia en el cesto; tampoco la había ni en la lavadora ni en la secadora.

Dado que la habitación carecía de cualquier objeto personal, la solitaria foto resaltaba como un faro.

Zack, con los guantes puestos, la cogió.

El niño era Driscoll, a los nueve o diez años. Llevaba el pelo rubio muy corto, en un estilo que había estado muy de moda en los cincuenta y principios de los sesenta. La niña tenía cuatro o cinco, y era un niñita preciosa. Una niñita que a los nueve años se habría parecido notablemente a Michelle Davidson o a Nina Markow. Entre los dos, arrodillada, había una mujer que rodeaba los hombros de los niños con los brazos. Sonreía a la cámara.

Zack le dio la vuelta.

«Mamá y Angel. 10 de febrero de 1960».

La foto había sido hecha seis meses antes de que Bruce Carmichael matase a Miriam Driscoll.

Sintiendo un extraño malestar, Zack volvió a dejar la foto en su sitio y se dirigió al armario empotrado. Dentro había algo así como un maletín que se parecía más a una gran caja negra que al que podría utilizar un viajante de comercio.

Estaba cerrado.

¿Cabía la posibilidad de que Driscoll hubiese montado algún tipo de explosivo en la casa? Zack no tenía el instrumental para desactivarlo, y los artificieros tardarían quince minutos como mínimo en llegar a la isla, y eso utilizando a los guardacostas para su traslado.

Llamó a Doug Cohn.

—Doug, necesito que te traslades con tu equipo a Vashon lo antes posible. Trae a George Franz contigo.

—¿Una bomba?

—Probablemente no, pero no quiero correr el riesgo de no ver tu horrible cara por la mañana.

—Entiendo.

Zack le dio las indicaciones, y luego ordenó a los ayudantes del jefe de la policía del condado que estableciesen un cordón de seguridad alrededor de la casa de campo y que no dejasen entrar a nadie hasta que llegase la policía científica. Luego, buscó a Olivia con la mirada.

¿Dónde demonios se había metido?

¿Habría visto algo? No era tonta… ¡no se le ocurriría ir tras Driscoll ella sola! ¿O sí? ¿Era posible que Zack la hubiese juzgado mal desde el principio? El corazón y la mente de Olivia estaban tan implicados en aquel caso, entre sus padres, y su hermana, y todo lo que había ocurrido con la familia Davidson…

No. Ante todo, era una profesional.

Pero el corazón empezó a latirle rápidamente, y Zack sacó su pistola, sujetándola al costado mientras rodeaba la cabaña.

La vio bajo la luz de la luna, arrodillada en la tierra en el límite del bosque. Zack sintió una oleada de alivio por todo el cuerpo mientras volvía a enfundar su arma.

Arrodillada en el suelo, con las piernas incapaces de sujetarla por más tiempo, el haz de la linterna bailaba sobre la piedra gris que tenía delante.

Parecía una lápida.

Los puntos y rayas con lo que ya estaban familiarizados habían sido esculpidos en la piedra profundamente, como si un cantero se hubiera pasado horas y horas trabajando y luego hubiera pulido la piedra hasta dejarla como un canto rodado.

—¡Olivia!

Oyó la voz de Zack, pero le pareció que venía de lejos. En su lugar, oyó la voz de Missy, alta y clara:

—Deja que termine este capítulo nada más.

Los nombres y las caras de treinta víctimas parecidas pasaron fugazmente por su cabeza, hasta que empezó a sentir nauseas. Unas vidas sesgadas, unas niñas que no tuvieron la oportunidad de crecer, de aprender, de amar, y de ser amadas.

Y Olivia tampoco había conocido el verdadero amor jamás. Nunca había aceptado el amor de nadie porque había estado atrapada en el pasado, en su corazón muerto.

Ya no permitiría por más tiempo que el asesinato de Missy siguiese impidiéndole vivir; ya no seguiría siendo prisionera de su dolor ni de su culpa.

Zack se arrodilló en el suelo a su lado.

—Liv, ¿qué sucede?

Parecía preocupada. Olivia señaló la piedra.

—Parece una lápida, pero la tierra no está removida. —Alumbró con su luz el jardín que los rodeaba. A la luz del día, la zona sería una explosión de color.

—Es un altar —dijo Olivia—, dedicado a su hermana muerta.

Zack asintió con la cabeza.

—He llamado a la gente de Doug Cohn. No tardarán en llegar. Les diré que vean esto.

—He permitido que el pasado me controle durante mucho tiempo. Las elecciones profesionales que hice, las amistades que he escogido, mis relaciones con la gente… —Miró fijamente a Zack a los ojos, implorándole que la comprendiera. No sabía cómo expresar la revelación que había tenido mirando la triste roca medio enterrada en la tierra—. La indiferencia de mi padre, el dolor de mi madre, mis propios sentimientos de culpa. Cumpliré cuarenta años el año que viene, y tengo la sensación de no haber dirigido mi vida.

Se levantó y bajó la mirada hacia Zack, que seguía arrodillado junto a la lápida.

—Eso se acabó. Mis decisiones son solo mías. Mis sentimientos son solo míos. —Olivia le tocó la cabeza, y con los dedos, le rozó la oreja y la barbilla rasposa, deslizándoselos por los labios. Zack le besó el pulgar, le cogió la mano y se levantó.

—¿Sabes lo que pienso? —dijo Zack en una voz baja y suave que hizo que a ella le recorriera un escalofrío. Cogió las manos de Olivia entre las suyas y le acarició las palmas con los pulgares—. Creo que todas las elecciones que has hecho a lo largo de tu carrera te han conducido a este lugar y a este momento. Y te han conducido a mí. No puedes pensar en el pasado, en lo que podría haber sido. Lo que es, es. Lo que has hecho, hecho está. Hay tantas cosas que caen fuera de nuestro control, Liv; tantas cosas. Pero las elecciones que hemos hecho, las de estar en el lado correcto de la justicia, equilibran la balanza.

La besó levemente y también con demasiada brevedad.

—Vayamos a reunimos con Cohn al puerto. No soporto estar esperando por aquí, pero hasta que tengamos más información, no podemos hacer nada más.

Se alejaron del altar del jardín.

—Gracias, Zack.

—¿Por qué?

—Por ayudarme a que me encuentre a mí misma.

Él negó con la cabeza.

—Nunca has estado perdida.