Kyle Bolks no tuvo nada nuevo que añadir a la información proporcionada por Sean; de hecho, ni siquiera recordaba qué día había sido secuestrada Jenny. Olivia escucho a Zack mientras este llamaba por teléfono a su compañero para que acompañara al dibujante a casa de los Miller. La madre de Sean tendría que dar su consentimiento, pero Olivia no creyó que eso fuera un problema. La mayoría de la gente deseaba ayudar.

Durante el trayecto desde la flamante zona residencial de los Benedict hasta el barrio más asentado de los Davidson, situado a varios kilómetros y un puente de distancia, Olivia se dedicó a mirar fijamente a través de la ventanilla mientras Zack conducía. Grandes arces se alineaban en las aceras, y los buzones de los bordillos estaban decorados con elegantes números. Senderos largos y estrechos conducían a casas antiguas, pintorescas y bien conservadas que a Olivia le recordaron más Vermont que la costa oeste.

Zack estuvo callado durante los quince minutos que tardaron en atravesar la ciudad, aunque a Olivia no le importó; seguía incómoda por la conversación que habían mantenido antes de su reunión con Laura y Tanya. Pero lo que realmente la puso nerviosa había sido la expresión de la cara de Sean Miller cuando el chico se dio cuenta de que el hombre que había visto en el parque a primeras horas de la mañana del día que secuestraron a Jenny era probablemente el asesino de la niña; y de que podría haberse tratado de su hermana pequeña, de que podría haberse tratado de alguien a quien él quisiera.

Olivia se imaginó el tatuaje del águila y no pudo evitar un estremecimiento. No albergaba ninguna duda de que el hombre que Sean había visto no solo había asesinado a Jenny Benedict, sino también a su hermana, Missy. Él estaba en Seattle. Preparándose para hacer presa en otra víctima confiada. Esperando al momento oportuno para recibir a la presa.

«¡Para!». Tenía que dejar a un lado sus sentimientos. Zack Travis ya se había revelado como un hombre demasiado perspicaz. Si llegase a imaginar siquiera que ella tenía otro motivo para estar en Seattle, la mandaría a hacer las maletas. Y llamaría a su jefe, y la despedirían. Sin su trabajo no era nadie. Había edificado toda su vida de adulta en torno a la ayuda a los demás de la mejor manera que sabía: con la ciencia. Y si le faltase, ¿qué podría hacer? ¿A quién ayudaría? Sin su trabajo, ya no podría seguir luchando por los derechos de las víctimas ni para que se hiciera justicia para los que quedaban atrás. Pero Olivia estaba dispuesta a arriesgar todo cuanto tenía, todo lo que era con tal de detener a aquel asesino. Y si, por lo que fuera, Zack se enteraba de la verdad, ella asumiría las consecuencias. Hasta entonces, tenía que andarse con mucho tiento y dejar de sentirse culpable. Ya habría tiempo suficiente después para la culpa.

Zack detuvo el coche delante de una casa de dos plantas de estilo victoriano con un porche que se extendía por los laterales y con un columpio colgante. No hizo ningún ademán de salir.

—Odio esto.

Olivia le lanzó una mirada. Zack miraba fijamente al frente a través del parabrisas con la mandíbula apretada.

—Ellos se dan cuenta de su preocupación —dijo Olivia en voz baja, reprendiéndose por estar preocupada por su difícil situación, cuando lo que estaba en juego era algo más que su futuro—. A veces, no se puede hacer otra cosa.

Zack la miró, y Olivia se sorprendió de que un hombre con semejante fuerza física y emocional permitiera que el dolor de una investigación perturbadora ensombreciese su expresión. Si ella permitiese que el dolor y la furia aflorasen, jamás sería capaz de hacerlas a un lado.

Trago saliva, decidida a no permitir que Zack viera otra cosa que a una profesional que se sentaba a su lado. Por dentro, su ánimo decaía bajo el peso del engaño. ¿Qué derecho tenía a preguntar siquiera a Laura Adams? ¿O a Sean Miller? ¿O a estar allí, en el exterior de una casa abrumada por la pena?

Zack salió del coche de repente, antes siquiera de que Olivia pudiera pensar en expresar su conflicto. Menos mal. «Céntrate, Olivia, Céntrate. Mantén la mente fija en el objetivo: detén al asesino de Missy antes de que robe otra vida». Ya asumiría las consecuencias —internas y externas— después.

Cualquiera que entrara en el hogar de los Davidson lo primero que pensaría sería en la palabra «familia». Las fotos de los tres hijos —dos niñas y un niño— llenaban toda la superficie disponible y muchas de las paredes. Zapatos de diferentes números se amontonaban contra la pared al otro lado de la puerta de entrada. En el pasillo, junto a un perchero que separaba el vestíbulo de la cocina, había un armario para las tarteras, perchas para los abrigos y un panel de corcho para las notas.

Olivia se quedó mirando el panel de los mensajes de Michelle. «Te queremos, Michelle».

Haber ido allí no había sido una buena idea. Debería haberse quejado en la comisaría revisando los diarios de las pruebas. Concentrarse en los hechos, en la ciencia; eso es lo que acabaría con aquel caso, y no hablar con los testigos infantiles, y sin duda, no el hacer frente a los padres de una de las víctimas.

«Te estás metiendo en camisas de once varas, Liv».

—¿Les apetece un café? —Alta y delgada, Brenda Davidson caminaba como si cada paso le lanzase una flecha dolorosa hacia la columna vertebral.

Zack declinó la invitación en nombre de ambos, y la señora Davidson asintió con la cabeza como si el esfuerzo la agotara. Unos círculos negros rodeaban sus grandes ojos azules, unos ojos brillantes con un dolor apenas disimulado.

Los condujo a través del pasillo y de una gran cocina abierta hasta la sala de estar. Una vez más, la palabra clave era «familia»: los vídeos de los niños abarrotaban las estanterías a ambos lados de una televisión con una gran pantalla. Los juegos de mesa llenaban otra estantería empotrada. Y fotos; había fotos por todas partes.

Olivia cogió un marco de plata y observó a una niña que podría haber sido Missy. El mismo pelo rubio y rizado; los mismos ojos grises. Le tembló el labio. ¿Qué clase de hijo de puta podía hacer daño a una criatura tan dulce e inocente?

—Esa es del año pasado, cuando Michelle cumplió los diez años.

Olivia dio un respingo y casi dejó caer la foto. La volvió a colocar con cuidado en la estantería y se volvió hacia la señora Davidson.

—Es preciosa —dijo moviendo los pies. Se aferró a su bolso con las dos manos.

Los ojos hinchados de la señora Davidson se llenaron de lágrimas, y la pena se grabó en cada grieta de su piel.

—¿Lo han encontrado?

Quien respondió fue Zack. Olivia casi había olvidado que él estaba allí.

—Seguimos todas las pistas, señora. Tenemos a mucha gente capacitada trabajando en el caso.

Pistas. ¿Qué tenían? Un adolescente que había visto el tatuaje de un águila y un hombre de unos cincuenta años con gafas de sol. Podría ser que de aquello saliera algo, pero ¿antes de que fuera asesinada otra niña? ¿Antes de que el depredador se escabullera?

Zack miró alrededor.

—¿Está el señor Davidson en casa?

—Está durmiendo. —Aunque la voz de la señora Davidson tenía un tono monocorde, Olivia detectó un atisbo de ira en sus ojos.

Zack lanzó una mirada a Olivia antes de volver a hablar.

—No era nuestra intención molestarla, pero nos sería útil si pudiera repasar el día que Michelle fue secuestrada y ver si recuerda cualquier cosa sobre la camioneta que vio su vecino. Si vio algo en el vecindario. Cualquier cosa podría ser útil.

La señora Davidson se dejó caer en el sofá por módulos y se puso a manosear un mantón de punto.

—He revivido una y otra vez cada minuto y cada segundo de aquel día. Y nada. Nada. Jamás lo olvidaré.

—No es culpa suya, señora Davidson —dijo Zack.

—Enseñé a Michelle a desconfiar de los extraños —continuó la señora Davidson como si Zack no hubiese hablado—. Le dije qué tenía que hacer si se le acercaba un hombre extraño. Lo que tenía que hacer si alguien intentaba hacerle daño y… y… —Reprimió un sollozo.

Olivia vio moverse algo por el rabillo del ojo. Volvió la cabeza ligeramente; una niñita rubia de unos seis o siete años estaba de pie dentro de la cocina. La niña se mantenía apartada, fuera del campo visual de su madre.

—Mi vida, mi pequeño ángel maravilloso —farfulló la señora Davidson entre las manos.

«¿Mami?». La voz de la niña fue un sonido agudo y penetrante; Brenda Davidson no pareció advertir su presencia en el umbral, pero Olivia no podía apartar la vista de ella. En su interior, ella volvía a tener cinco años y observaba a su madre desmoronarse…

—Michelle era bailarina, ¿saben? —dijo la señora Davidson—. Una hermosa bailarina. Tuvo el papel protagonista en el recital de primavera. Habría vuelto a tener el papel protagonista este otoño… —Su voz se fue apagando mientras clavaba la mirada en otra foto de la pared.

«¿Mami?».

«¿Mami? Missy no va a volver, ¿verdad?». Olivia oyó su propia voz infantil en la cabeza, y el recuerdo de su madre se hizo más nítido que nunca. Su madre no le había respondido a la pregunta. Cuando miraba a Olivia, no la veía; cuando Olivia hablaba, no la oía.

«¿Mami?» susurró la niña, y sus grandes ojos redondos tan parecidos a los de su hermana mayor, parpadearon con rapidez, como si se esforzaran en no llorar. Olivia recordaba aquel sentimiento demasiado bien, su intento de controlar sus lágrimas porque sus padres no querían verlas, y ella no quería lastimarlos.

—Díganme que saben quién es. —La voz de la señora Davidson se tornó repentinamente dura—. Que lo encontrarán. ¡Que harán que lo ejecuten por lo que le ha hecho a mi niña!

—Trabajamos día y noche para conseguir llevarlo ante la justicia, señora Davidson —dijo Zack. Colocó una de sus tarjetas de visita en un extremo de la mesa—. Si recuerda algo, aunque no parezca importante, por favor, no dude en llamarme, de día o de noche. —Parecía frustrado.

Tan frustrado como la niñita, que retrocedió un paso hacia el interior de la cocina con el labio inferior temblándole. «Amanda». Olivia recordó el nombre de la niña, leído en los informes. Mientras Olivia observaba, Amanda abrió la puerta de un armario y se metió dentro a gatas. Desapareció. Olivia clavó la vista en el armario, y se recordó escondiéndose en su santuario, el armario empotrado de su dormitorio. Se había quedado dormida allí muchas noches. Sus padres nunca lo supieron; jamás la vigilaron.

«Melissa era tan buena, tan perfecta. No se merecía morir».

La voz de su madre de nuevo, hablando como si estuviera en la habitación. Olivia se estremeció como si un fantasma le hubiese rozado la piel. Olivia quería a su hermana, pero cuando murió, esta se había convertido en una santa a ojos de su madre. Perfecta. Un ángel.

Y Olivia… no lo era.

—Señora Davidson —dijo Olivia con firmeza—. ¿Dónde están sus otros hijos?

La apenada madre parpadeó.

—¿Qué importa eso ahora?

—¿Sabe dónde están?

—Por supuesto que lo sé. Están arriba.

—¿Está segura?

—Agente St. Martin, creo… —Zack intentó interrumpir, pero Olivia lo ignoró.

—¿Le importa acaso dónde están? ¿Está tan inmersa en su dolor que no puede ver que hay dos niños que siguen necesitándola?

—Le garantizo, señorita St. Martin, que en lo único que pensamos es en Michelle. En este momento, la que importa es Michelle. Debería estar buscando a su asesino, ¡en lugar de acusarme de ser una mala madre!

—Deje que nosotros nos preocupemos de encontrar a su asesino. Usted tiene dos hijos que necesitan que sea usted una madre, y no que se encierre en su dolor. Lamento muchísimo lo que le ha ocurrido a Michelle, pero Amanda y Peter siguen vivos y la necesitan más que nunca.

—¡Cómo se atreve!

—Discúlpenos, señora Davidson. —Zack agarró a Olivia por el brazo. Ella estaba temblando. Había ido demasiado lejos. Lo sabía, pero no podía parar.

Si podía evitar que una niña fuese desatendida, habría merecido la pena. Olivia debería haber encontrado una manera más profesional, más diplomática, ¡lo que fuera! Pero lo único que era capaz de ver era a la pequeña Amanda Davidson metiéndose a gatas en el armario de la cocina. Fue como verse a sí misma.

Zack se la llevó fuera de la casa.

—¿Qué bicho le ha picado? —No esperó a que Olivia le respondiera, lo cual fue un alivio, porque ella no tenía ninguna respuesta que dar. No sabía lo que la había impulsado a saltarle al cuello a aquella mujer. ¿La manera en que esta había hablado de Michelle? ¿O cómo recordaba a su propia madre hablando de Missy?

—Métase en el maldito coche y espéreme. Tendrá suerte si conserva su placa cuando acabe esta investigación.

Zack volvió a entrar en la casa hecho una furia.

Olivia se paró junto a la puerta del acompañante y apoyó la frente en el techo del coche. No podía controlar los temblores, así que concentró toda la energía de su cuerpo solo para conseguir parar. Poco a poco, recuperó el dominio de sí misma e hizo una larga y entrecortada inspiración.

Brenda Davidson no era su madre. ¿Qué había hecho? ¿Cómo demonios podía haber perdido el control de aquella manera?

Lo peor es que no se arrepentía. ¿Se había vuelto tan insensible en su propio dolor que era incapaz de considerar la angustia de los demás?

Su trabajo ya pendía de un hilo, y era posible que acabara de cavar su tumba como profesional. Casi había estado a punto soltar una carcajada al oír el comentario de Zack sobre conservar su placa. ¿Qué placa?

Valdría la pena perder cuanto tenía, todo lo que era, si podía evitar que la hermana pequeña de Michelle creciera como había crecido ella.

• • •

Zack no sabía si estaba más furioso con Olivia porque esta hubiera atacado a una madre transida de dolor, o consigo mismo por haberse limitado a contemplar el desarrollo del ataque sin haberla detenido antes de que se pasase de la raya. No conocía a Olivia desde hacía mucho, pero lo último que había esperado de ella es que se dedicase a fastidiar a las víctimas.

No fue capaz de hablar, ni siquiera de mirarla, cuando salió del barrio de los Davidson a demasiada velocidad en dirección a un lago cercano que frecuentaba de adolescente. No supo por qué se dirigió hacia allí, excepto que aquel había sido el lugar adonde solía ir a reflexionar cuando se debatía entre volver al hogar, a una casa vacía, o meterse en problemas con sus amigos.

Frenó en cuanto entró en el aparcamiento de grava y deseó tener su bicicleta; necesitaba una buena sesión de desahogo a cien por hora. Zack puso la palanca del cambio automático en punto muerto con la mano derecha y con la izquierda golpeó el volante.

—¿A qué coño ha venido todo eso?

Olivia no lo miró, y eso lo enfureció aún más. Ella mantuvo la mirada fija al frente, con las manos agarradas con fuerza en el regazo como una bibliotecaria repipi. La única señal de que estaba ligeramente alterada era el ligero estremecimiento de su cuerpo, como si estuviese temblando y se esforzase al máximo por parar.

—Lo lamento —dijo Olivia en voz baja. Con demasiada tranquilidad. Demasiado serena—. Si quiere presentar una queja a mi superior, yo estaré…

—¡Oh, a la mierda con eso!

Zack abrió la puerta con brusquedad, la cerró de un portazo y se dirigió a la orilla lo más deprisa que pudo.

Una vez allí, se quedó contemplando al solitario pescador que estaba sentado en un bote en la otra orilla del pequeño lago. El sol empezaba a bajar; Zack había perdido la noción del tiempo.

Respiró profundamente varias veces sin apartar la vista de las aguas inmóviles y fue recobrando la calma.

A Olivia St. Martin le pasaba algo. Todo lo que había visto desde que ella había llegado la tarde anterior le decía que era una profesional a carta cabal. Había sido sincera acerca de la información que tenía y que no tenía; había compartido más de lo que él esperaba. Zack estaba muy impresionado por la forma en que ella había manejado las entrevistas con Laura Adams, Tanya Burgess y Sean Miller. Todas, hasta aquella diatriba dirigida a la señora Davidson.

Repasó mentalmente la escena, haciendo memoria de lo que pudiera haberla hecho explotar. Había algo, aunque Zack fue incapaz de precisarlo. ¿Había sido cuando la pequeña había entrado en la habitación? Pero… no estaba allí cuando Olivia soltó el sermón. ¿A dónde se había ido?

«¿Sabe dónde están sus hijos?».

«Por supuesto que lo sé. Están arriba».

Pero la niñita no estaba arriba; Amanda Davidson había bajado. Y algo relacionado con su aparición había irritado a Olivia.

Zack estaba decidido a averiguar de qué se trataba, pero primero tenía que controlar su ira.

Respiró hondo y se acordó de la primera vez que había perdido los estribos en el trabajo. Era un novato a la sazón, ni siquiera habían transcurrido seis meses desde que abandonara la Academia, un poli de barrio. Les habían avisado, a él y a su compañero, un viejo y sabio policía negro llamado Kip Granger, para que acudieran al deprimido distrito Central por un caso de violencia doméstica. El tipo le había dado una paliza salvaje a su mujer ante la mirada de doce transeúntes embobados.

Zack reaccionó instintivamente y se abalanzó sobre el tipo. El marido tenía un cuchillo, y Zack estuvo a punto de que lo matara.

Se frotó el brazo donde todavía lucía una cicatriz de aquella noche. Había aprendido por las malas a no dejar que el carácter controlase sus actos.

Zack percibió la presencia de Olivia antes de oír sus pisadas. Su enfado era solo una parte de las complejas emociones que lo asediaban. Aunque no acababa de comprender del todo a Olivia y lo que le había ocurrido en casa de los Davidson, tenía casi el convencimiento de que algo muy concreto la había sacado de quicio.

Lo que Olivia le dijo fue bastante peor de lo que había imaginado.

—Anoche le dije que mi hermana había sido asesinada.

Olivia habló en voz baja, pero su voz había perdido el carácter tranquilizador que había mostrado con anterioridad, cuando le había hablado a las niñas. En ese momento, Olivia parecía frustrada y asustada.

Zack guardó silencio y no se volvió hacia ella por temor a que Olivia no dijese nada más, pero su corazón empezó a acelerarse a medida que su furia remitía y se despertaba su compasión.

—Yo tenía cinco años; Missy, nueve. Estaba presente cuando la secuestraron. No pude impedírselo. Él… la cogió en brazos sin más… y yo eché a correr hacia mi casa.

La voz de Olivia se quebró, y entonces Zack sí que se volvió para mirarla. Y por primera vez vio un dolor descarnado en los ojos de la agente, como si una pantalla invisible se hubiera evaporado para dejar al descubierto su alma. El dolor no expresado lo enfureció, conmoviéndolo de una manera que solo pudo percibir de manera muy sutil. Algún desconocido hijo de puta había asesinado a su hermana, y aquello había afectado tan profundamente a Olivia que todavía seguía atormentándola. ¿Había estado enterrado el dolor durante todo aquel tiempo y solo la investigación lo había sacado al exterior? ¿O eran los sentimientos que siempre bullían bajo la superficie de Olivia, desconocidos para cualquier observador gracias a su pericia para mantener aquella pantalla protectora?

—Mis padres nunca lo superaron.

Esperó a que ella dijera algo más, pero no lo hizo. El silencio de Olivia no lo engaño; Zack pensó que allí había algo más. Muchísimo más. Lo podía ver en el temblor de su barbilla, en la palidez de su tez, en las lágrimas de sus ojos. Lágrimas. No creyó que Olivia llorase mucho. Y al no derramarse, formaban un ligero brillo que le iluminaban la mirada.

—¿Y? —la instó a seguir Zack.

—Se olvidaron de mí.

Su voz fue tan débil, que Olivia casi pareció una niña.

—Olivia —susurró él mientras se pasaba una mano por el pelo. Dio un paso hacia ella, impulsado por el deseo vehemente de abrazarla para protegerla de sus demonios personales. Pero… ¡carajo! Ella había traspasado la línea, y por mayor que fuera su capacidad de comprensión o de compasión, no podía olvidar lo que había ocurrido en casa de los Davidson.

—Lo siento muchísimo. Pero el que sus padres no pudieran superar el dolor no significa que los padres de Michelle descuiden a sus hijos. No puede tratar a las víctimas supervivientes de esa manera.

Zack percibió un ligero atisbo de aceptación y culpa en la mirada de Olivia.

—¿Pero quién se ocupa de Amanda? —dijo ella, y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.

Zack vio cómo la pequeña gota llegaba hasta la barbilla de Olivia, temblaba y caía. Olivia no se dio cuenta, y ninguna otra lágrima siguió a aquella.

—¿La ha visto? —preguntó Olivia en tono apremiante—. ¿La ha mirado realmente? Ha hecho todo lo que ha podido para pasar desapercibida, y su madre ni siquiera se ha dado cuenta. Ni siquiera ha caído en la cuenta de que la niña estaba en la habitación cuando decía que su «ángel maravilloso» se había ido. ¿Qué cree que ha sentido Amanda al oír eso? ¿Que ella no es maravillosa? ¿Que aquello debería haberle ocurrido a ella? ¿Que era ella la que debería haber muerto en lugar de su «maravillosa» hermana?

»Ni una sola vez se ha dirigido a Amanda. Ni una. Ni una sola vez la ha tocado, la ha abrazado o le ha dicho que la quería.

—Usted no sabe eso…

—Se puede ver en su forma de hablar. —Olivia apretó las mandíbulas, y la ira creciente aplastó la profunda tristeza—. La casa apesta a angustia. El dolor hace que Brenda Davidson sea incapaz de ver a los que han quedado. ¡Lo siento! Siento haber traspasado mis límites, pero si puede ahorrarle a Amanda Davidson una vida de abandono y culpa, ¡estaré encantada de haber hablado! Si tan solo una persona les hubiese dicho a mis padres…

Olivia se interrumpió de repente, se cubrió la boca con las manos y abrió los ojos desmesuradamente, conmocionada.

—Yo no… Yo…

—¿Qué? —Zack quería saberlo todo. Se acercó un paso, la agarró por los brazos y la sacudió una vez. En voz baja, dijo—: ¿Es esa la razón de que esté aquí? ¿A causa de su familia? ¿De su hermana? ¿Está demasiado implicada en esto?

Zack observó los ojos llenos de vida de Olivia, su cutis suave, su boca roja. Había tanto en aquel pequeño envoltorio, tanta profundidad e inteligencia, y tanta necesidad; Olivia era una solitaria que necesitaba a alguien. Pero ¡carajo!, no estaba dispuesto a poner en peligro el caso porque ella estuviera demasiado implicada emocionalmente.

—Se lo prometo. Me controlaré. No… no sé por qué… Nunca hago cosas así.

Zack la creyó. Ella no hacía cosas así porque reprimía sus sentimientos. Y había sido necesario que apareciera Amanda Davidson, de seis años, para sacarlos a la superficie. No, no todos. Había más, y él iba a averiguar exactamente qué estaba ocurriendo.

Olivia no le estaba contando todo. Zack se acercó un paso más, le colocó las manos en los hombros y le levantó la cabeza para que lo mirase.

—Olivia —dijo con voz suave pero firme—. La creo. Pero hay algo más que lo que me está contando. Dígame la verdad, ahora mismo. ¿Por qué…?

El teléfono de Zack sonó.

—No hemos acabado con esta conversación —dijo abriendo el teléfono con una sacudida y apartándose de ella—. Travis.

—Soy Doug Cohn. Creo que tengo algo.

—¿El qué?

—No es gran cosa, pero he hablado con los directores de dos laboratorios que se acuerdan de las chicas rubias. Uno es de Austin, Texas, y el otro, de Colorado. Los dos recuerdan las marcas de los antebrazos. Me han enviado las fotografías de los expedientes por correo electrónico. Creo que tendrías que verlas.

—¿Por qué?

—Porque son idénticas. Pensaba que quizá habían sido hechas con algo que el asesino utilizase para transportar a las víctimas, algo con unos bordes punzantes. E incluso cuando Gil dijo que era un objeto punzante, pensé que era algo que estuviera fijo. No parecía haber una presión diferente en cada uno de los cortes, como sería el caso si alguien hubiese marcado a las niñas de manera intencionada. Pero ahora… creo que es su firma.

—¿Firma con su nombre?

—No con su nombre, pero quizá sea su marca. Como la «Z» del Zorro. Había doce marcas; tenían que significar algo. Cuando hablé con Massachusetts, el director del laboratorio me dijo que dos de las chicas habían sido marcadas, pero que no pudieron observar ningún detalle, porque los cuerpos no estaban en buenas condiciones.

—Estaré ahí en un instante. —Zack colgó y se volvió hacia Olivia, pero no tuvo que repetir la conversación. Ella había oído suficiente.

—Está marcando a sus víctimas —dijo Olivia, y su voz dejó traslucir horror e incredulidad.

• • •

Había policías por todo el bosque, pero no estaban llamando a las puertas.

Aún no.

Era prudente por naturaleza, lo que le había servido de mucho durante años. Parecía tener un sexto sentido que le indicaba cuándo retirarse; y cuando marcharse.

La extraña sensación empezaba como un cosquilleo en la nuca; como un ligero roce que, cuando se frotaba la cabeza, desaparecía.

No podía marcharse. Ya había visto al siguiente ángel que tenía que liberar.

Lo estaba esperando a él.

Pero, primero, tenía trabajo que hacer. Todavía no había localizado una camioneta, pero eso era solo cuestión de tiempo. Si la policía llamaba a su puerta, sería solo para hacerle preguntas sobre el día que desapareció la niña. Les diría que recordaba haber visto las noticias sobre el suceso, pero que no tenía ningún recuerdo concreto de lo que había ocurrido aquel día. Y que ojalá les pudiera ser de más ayuda, pero que hacía tres meses de aquello. ¿Y él? Bueno, trabajaba en un restaurante local; había llegado allí por el trabajo hacía bastante más de un año. Conocía a la mayoría de la gente que vivía en la isla. Y le gustaba estar allí.

No hables demasiado, muéstrate familiar, pero un poco serio. Ya lo había hecho antes, y nadie había sospechado nada. No, no podía irse. Todavía, no. Tenía un ángel más que liberar, y luego estaría en paz durante un tiempo.

Se preparó para acostarse. Era temprano, ni siquiera las nueve, pero a la mañana siguiente le tocaba el turno de los desayunos. No sería conveniente que faltase a un turno programado. Llegar tarde —porque él nunca llegaba tarde— podía llamar la atención. Pero no sería porque se durmiera alguna vez; su reloj interno lo despertaba cada mañana a las cinco.

Su ritual a la hora de acostarse era siempre el mismo. Se duchaba; la mera idea de meterse dentro de las sábanas con la mugre del día sobre la piel lo espantaba.

Siempre comprobaba las puertas y las ventanas, aunque recordara haberlas cerrado. Apagaba las luces, pero no la lamparilla de noche ni la del cuarto de baño. Las persianas bajadas. Había sustituido las delgadas cortinas del dormitorio de la cabaña por unas persianas que obstruían el paso de toda luz.

Dormía en calzoncillos y dejaba los zapatos junto a la cama. Podría calzarse inmediatamente si fuese necesario; un vestigio de sus años en el ejército.

Podía dormir a oscuras. A veces.

Y a veces, como esa noche, su mente no encontraba reposo. A veces, como esa noche, pensaba en «ella». En Angel. El dolor que sentía en su corazón se extendió hasta hacerse casi insoportable. La echaba tanto de menos: la respiración de ella en su cara; su sonrisa. Echaba de menos la manera en que ella sonreía «solo para él».

Y como siempre, cuando pensaba en Angel antes de dormir, recordaba bastante más de lo que quería.

Se trasladaban a Los Ángeles; la séptima vez que se mudaban en once años. Pero esa vez era diferente.

Esa vez se habían marchado sin su madre. Estaba muerta.

—Para ya de gimotear, chaval. Y deja de comportarte como un mariquita.

Bruce no era su padre, pero él no recordaba a su padre. Su madre no se había casado con él, como tampoco se había casado con Bruce. Pero, excepto por ciertos sentimientos aislados que lo inquietaban o reconfortaban alternativamente, no era capaz de recordar un momento en el que Bruce no hubiese estado en casa. Quería que Bruce se marchara. Quería que volviera el tiempo en que no tenía que compartir a su madre con nadie; en el que ella dejaba que durmiese a su lado en su cama cálida y suave.

Echaba de menos a su madre. Aunque seguía teniendo a Angel.

Era tan hermosa. Su pelo rubio, tan blanco como la nieve cuando era pequeña, se había oscurecido ya hasta volverse de un reluciente color dorado, unos reflejos blancos y naturales que brillaban al sol.

Ella era su niña pequeña, tanto como lo era de su madre y de Bruce. Él la quería más, y la cuidaba más. Bruce y su madre discutían y luego se hacían cosas el uno al otro que hacían que las sábanas de su madre olieran raro. Cuando ella se iba a trabajar, y Bruce se marchaba al bar de la esquina, solía tumbarse en el lado de la cama de su madre y recordar cómo era la sensación de que ella lo abrazara. Entonces se envolvía en las mantas y las almohadas de su madre.

Pero no olían igual. Olían a pescado y a sucio, y más a Bruce que a su madre.

Ahora, su madre se había ido. Primero su olor, y ahora su cuerpo.

En aquel coche largo, largo, camino de Los Ángeles, Angel pasó el brazo por encima y le tocó la mano. Los grandes ojos verdes de Angel se llenaron de lágrimas; ella también echaba de menos a su madre.

¿O es que ya tenía miedo de su padre?

Él se inclinó sobre ella y le susurró al oído:

—Te prometo que cuidaré de ti. No permitiré que te haga daño.

Ella le apretó la mano; su cara era demasiado mayor para sus siete años.

—Es demasiado tarde.

Tres años y nueve traslados después, ella también estaba muerta.