Zack Travis colgó el auricular del teléfono de su mesa con tanta violencia que rompió el micrófono. Se quedó mirando fijamente el trozo de plástico y parpadeó. ¿Por qué permitía que Vince Kirby lo sacara de quicio?
Sabía el porqué, aunque no le gustaba pensar en ello.
Levantó la vista y vio a un par de tíos que lo miraban fijamente.
—Kirby —dijo Zack, y varias cabezas cabecearon en señal de entendimiento. Lanzó un suspiro silencioso de alivio por no tener que dar más explicaciones. Sí, todos odiaban al periodista que había descrito al departamento como incompetente y demasiado bien pagado (bueno, eso sí que era un buen chiste). Pero las razones de Zack eran más personales que las derivadas de la animosidad de los periódicos hacia el Departamento de Policía de Seattle.
Maldito Kirby. El mero hecho de hablar con él le traía recuerdos encontrados. Furia y una profunda tristeza. Porque cada vez que hablaba con Kirby, Zack se acordaba de su hermana muerta. El haberle informado de aquel caso iba a abrir viejas heridas, pero Zack estaba decidido a no dejar que Kirby le sacara de quicio más de lo que ya lo hacía.
—¿Qué está tramando? —preguntó Boyd sacándole de golpe de sus pensamientos.
Zack retiró el plástico roto de su abarrotado escritorio y lo tiró a la papelera.
—Kirby sigue adelante con la maldita teoría del asesino en serie.
—Bueno. —Boyd arrugó el entrecejo y bajó la vista hacia el lápiz que estaba haciendo girar entre los dedos.
—¿Qué?
—Puede que tenga razón —dijo Boyd.
—¡Mierda!, ya sé que tiene razón, pero lo último que necesitamos son piquetes de madres ante la comisaría o que un pervertido copión empiece a secuestrar niñas en la calle. Con un asesino retorcido es suficiente.
Dos niñas secuestradas, violadas y muertas a puñaladas. Una tenía nueve años, y la otra, once. Las dos tenían el pelo rubio. Las dos estaban jugando con sus amigos y se habían alejado un poco del grupo. Ojalá pudiera imaginárselas vivas, jugando y riendo. Por el contrario, solo podía imaginárselas bajo el bisturí del forense.
La primera, Jenny Benedict, estaba en un parque con sus amigos del barrio. En un momento dado, fue a buscar agua a la fuente, y dos niñas la vieron alejarse de buen grado con «cierto tipo».
Cuando Zack se enteró de que al padre solo se le había concedido un régimen de visitas vigiladas a su hija a causa de una amarga y prolongada batalla judicial por la custodia, deseó que el hombre fuese culpable. Lo intentó todo para arrancarle una confesión, pero en definitiva, Paul Benedict no era un asesino. Era un padre transido de pena, todo lo aniquilado por la noticia del asesinato de su hija que podía estar un hombre inocente. Quizá más.
«Debería haber estado allí. Protegiéndola». Las palabras de Benedict perseguían a Zack; se aproximaban demasiado al sentimiento que tenía Zack por la muerte de su hermana Amy.
«Debería haber estado allí».
¿Pero qué podría haber hecho él? Amy no era una niña pequeña, y con absoluta seguridad que no habría querido saber nada relacionado con su hermano, el poli.
La segunda niña, Michelle Davidson, montaba en bicicleta cuando adelantó a sus amigos en la carrera por ver quién llegaba primero a casa. Su bicicleta fue encontrada en el patio del vecino de al lado. Ella apareció muerta tres días después.
Eso había ocurrido a primeras horas de la mañana del día anterior, hacía unas treinta y seis horas. Y ya tenía a toda la prensa encima de él. No les importaba el sufrimiento de los padres; ni que él no hubiese dormido más de cuatro horas cada noche desde que la primera víctima fuera asesinada tres semanas atrás; ni que la tarde de la víspera Zack se hubiese pasado dos horas asistiendo a la autopsia de alguien demasiado joven para morir.
—¿Has cotejado el modus operandi del asesino en el ordenador? —le preguntó Zack a Boyd. Lo único bueno del joven novato era su habilidad con todo lo que tuviera que ver con la electrónica, en particular los ordenadores. A Zack le habría costado innumerables horas incorporar la información con su anticuado sistema, para luego, probablemente, tener que rehacerlo todo por culpa de los errores. Pero Boyd era de la generación siguiente. Era un mago de aquella condenada cosa y había asumido aquel aspecto del trabajo.
Boyd asintió con la cabeza.
—He imprimido el informe. Hay varios casos sin resolver. Hace siete años, en Austin, Texas, fueron secuestradas cuatro niñas rubias en un período de seis meses. Ni sospechosos ni testigos. Los cuerpos fueron abandonados de la misma manera.
—Completamente vestidas, sin bragas y el pelo cortado —dijo entre dientes Zack.
—Hace diez años, en Nashville, cuatro niñas fueron asesinadas de una manera que coincide con el modus operandi. Un testigo ocular proporcionó una descripción, pero no condujo a ninguna parte.
—¿La tienes?
—Nashville la está desenterrando; me dijeron que me la enviarían por fax al final del día. Pero no hay información suficiente para un retrato robot.
—Al menos es algo. —¡Y un cuerno era algo! Zack consultó su reloj. Ya eran las cinco; era imposible que Nashville les enviara algo esa noche—. ¿Qué hay del tatuaje?
El secuestrador de Jenny Benedict tenía una especie de tatuaje en el brazo izquierdo. Las dos niñas que vieron marcharse a Jenny no pudieron precisar de qué se trataba, pero un tatuaje era mejor que nada.
—El testigo de Nashville también mencionó un tatuaje, pero no se lo describe en el expediente. Les pedí que lo comprobaran.
—¿Dos casos?
—Dijiste que me remontara a diez años atrás. Eso es todo lo que he encontrado.
El instinto le gritaba a Zack que aquel tipo había dejado una estela mucho mayor que ocho niñas muertas antes de golpear en Seattle. Era condenadamente escurridizo; tenía que tener práctica. Y puesto que Zack sospechaba que llevaba en eso mucho tiempo, tal vez el asesino hubiese dejado algo más de sí mismo en los inicios de su orgía criminal.
Los asesinos en serie se esforzaban en perfeccionar sus crímenes. Hacían presa en los humanos por el placer enfermizo que eso les proporcionaba. Aunque a menudo tenían un aspecto normal, y un comportamiento normal —incluso eran encantadores, como Ted Bundy, o atractivos, como Paul Bernardo— bajo la superficie no sentían ningún remordimiento ni se identificaban afectivamente con sus iguales humanos. Eran astutos, y se esforzaban continuamente por cometer el crimen perfecto.
En ese mismo momento, Zack no tenía mucho con lo que poder trabajar. Las pruebas indiciarias que habían reunido en los dos escenarios del crimen todavía estaban siendo analizadas. Lo mejor que tenían en ese punto eran las fibras de alfombrilla recogidas en las ropas de las víctimas. Por desgracia, las muestras eran de dos vehículos diferentes, lo que para Zack carecía de sentido. Uno era un Ford Expedition último modelo, y el otro un Dodge Ram, también último modelo. Dos camionetas muy populares, que podían pertenecer a cualquiera de los miles de hombres que había solo en Seattle. Esa mañana habían revisado los registros de las matriculaciones de ambos vehículos. En ese momento, estaban cotejando manualmente las listas para ver si alguna de las direcciones tenía registrados los dos tipos de vehículo. Zack no confiaba en obtener resultados hasta el día siguiente. Se había sentido frustrado porque con toda la tecnología de la que disponían, y la capacidad para revisar los registros de matriculaciones de manera instantánea, fuera imposible realizar un cotejo debido a que «el programa no trabajaba de esa manera», según le habían dicho. ¿Qué sentido tenía la tecnología, si no podía hacer lo que él necesitaba?
Esa mañana, el forense había enviado una muestra de ADN al laboratorio estatal. Aunque Doug Cohn había pedido al laboratorio que se diesen prisa con el análisis, este todavía podría tardar semanas, cuando no meses. Una vez terminado, Cohn introduciría la información en el registro nacional de ADN, el CODIS, y comprobaría si había alguna coincidencia. Por desgracia, con la escasez presupuestaria imperante en todo el país, las fuerzas del orden introducían ante todo la información genética solo de los casos abiertos. Diez años atrás, esa no era una práctica común, y veinte años antes… mejor olvidarlo. Todos los casos archivados tenían que introducirse manualmente, y a menos que hubiese presupuesto para ello, el trabajo se hacía al azar, si es que se hacía.
Pero el ADN solo servía si había un sospechoso con el que asociarlo. Zack confiaba en que cualquiera que fuese el que Doug Cohn conservase del cuerpo de Michelle Davidson coincidiera con el de un agresor registrado, aunque no esperaba ningún milagro.
Además estaban las extrañas marcas halladas en los antebrazos de las víctimas. Tanto Jenny como Michelle tenían doce pequeñas punciones casi uniformes realizadas con una especie de objeto extremadamente estrecho y afilado. Podría tratarse de un cuchillo con la punta muy fina, como un escalpelo. Las marcas no habían sido realizadas con el mismo cuchillo que las había matado, pero el forense aseguraba que eran intencionadas.
—¿Crees que…? —empezó a decir Boyd antes de que lo interrumpiera el bramido del jefe Princeton.
Princeton no era realmente su nombre, pero se pavoneaba ante las mujeres como si fuese un regalo del cielo, provisto nada menos que con una maestría obtenida en alguna de las mejores universidades del país. Una noche, ya tarde, Zack había estado bebiendo con un puñado de gente en un bar que había en la misma calle de la comisaría. De madrugada, el jefe había estado politiqueando con el alcalde, y los habían oído hablar sobre sus respectivas universidades. Zack no sabía a quién se le había ocurrido el apodo de Princeton para el jefe Lance Pierson, pero el alias había tomado carta de naturaleza.
Durante los dos años que el jefe Princeton llevaba en el cargo Zack había aprendido a respetarlo. Al jefe se le daba muy bien el contubernio con los políticos, algo que había que hacer y que Zack aborrecía, y Princeton apoyaba a los chicos de uniforme al ciento diez por ciento. Eso contaba mucho para Zack, aunque el jefe soliese fingir que sus años de universidad y algún que otro premio académico lo hacían más inteligente que sus hombres. Habían conseguido una buena relación de trabajo, y cuando el jefe se enteró del apodo, se lo tomó a broma.
—Detective Travis. A mi despacho —ordenó Pierson.
Boyd se levantó de un brinco al oír la llamada del jefe.
—Sí, señor —dijo.
—Siéntese, Boyd —dijo Pierson—. Esto es solo para el oficial de adiestramiento.
—Ve corriendo al laboratorio a ver si tienen algo que decir sobre las camionetas —le dijo Travis a Boyd. Habría preferido hacerlo él mismo.
Zack atravesó las filas de escritorios.
—¿Qué sucede?
—Ha venido alguien a quien tiene que conocer —dijo Pierson.
—No me irá a convocar a otro besamanos con el alcalde. —El jefe no cejaba en su empeño de que Zack se dedicase al politiqueo.
—Se trata de su caso de homicidio.
Aunque Zack tenía cuatros casos de homicidio activos en su lista, solo uno absorbía su atención en ese momento.
—¿Qué? —A Zack no le gustaba que lo cogieran por sorpresa.
—Alguien que tal vez pueda ser de ayuda.
Pierson no le diría nada más, y Zack lo siguió a su despacho, curioso, pero aprensivo.
A través de la cristalera Zack vio a una delgada belleza de pelo dorado sentada en la silla del otro lado de la mesa de Pierson. El perfil era clásico y elegante, tenía unas facciones perfectamente esculpidas y unos labios rojos y cautivadores. El detective parpadeó cuando se dio cuenta de que la mujer solo llevaba puesto brillo de labios y no carmín; o si era carmín, era del color más natural que él había visto nunca. Y había visto muchos colores. Demonios, había besado muchos labios.
A medida que los hombres se aproximaban a la puerta, la mujer se volvió completamente para ponerse frente a ellos, como si no le gustase dar la espalda a nadie. «Una poli». Zack lo sabía bien; él tampoco se sentaba jamás de espaldas a las puertas.
Pero aquella tía menuda vestía demasiado bien para ser una poli, e iba ataviada nada menos que con un traje sastre gris claro de aspecto caro y una blusa de seda azul. ¿Y eran perlas lo que lucía alrededor del cuello? No se parecía en nada a las tontitas llamativas y concupiscentes con las que el jefe Princeton se citaba. Demasiado clásica. Y parecía inteligente.
Pierson entró en el despacho sonriendo con solemnidad a la mujer; Zack se apoyó contra la jamba de la puerta, no queriendo entrar hasta que supiera que era lo que se estaba cociendo.
—Agente St. Martin, me gustaría que conociera al detective encargado del caso en el que está interesada. El detective Zack Travis es, con toda sinceridad, nuestro mejor policía. Sin duda, podrá ayudarla.
Zack oyó vagamente el cumplido. Se había enfurecido nada más oír la primera palabra: agente.
—¿De qué va esto? —preguntó Zack con los dientes apretados—. ¿Trae a los federales sin hablar conmigo?
No tenía nada personal contra el FBI; pero en todos los casos en los que había trabajado en los que intervinieron los federales, estos habían causado más problemas que lo que valía su presencia. Eso, por no hablar de que se apropiaban de las pruebas, de que mantenían a los policías locales en la más absoluta oscuridad y de que, por lo general, se comportaban como si fuesen superiores.
—Detective —dijo Pierson en un tono que hizo que Zack prestase atención. Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos, y Zack supo que su jefe no había propiciado aquella situación. Eso le hizo sentirse un poquito mejor, pero si los federales revoloteaban alrededor de su comisaría, es que algo se estaba cociendo.
Pierson continuó:
—La agente St. Martin está aquí a causa de la similitud de su caso con uno que ella investigó, y cree que su información puede ayudarnos a encontrar al asesino. Hablé ayer con su jefe, y me aseguró que no iban a enviar a nadie de manera oficial. Después de oír la información que tenían, acepté que enviaran a alguien extraoficialmente.
—¿Ayer? —repitió Zack. ¿Por qué su jefe no le había puesto en antecedentes?
—No es necesario que le recuerde la gravedad del asunto —prosiguió Pierson ignorando o no cayendo en la cuenta de la pregunta implícita de Zack—. Acepté la oferta del FBI, pero usted seguirá teniendo el control absoluto sobre la investigación. La agente St. Martin está aquí simplemente para ayudar. Considérela como… —se interrumpió, ya visiblemente incómodo— compañera.
Aquello no le sentó bien a Zack, pero quería conseguir toda la información que pudiera ayudarle a encontrar al bastardo que había asesinado a aquellas dos niñas. Sin embargo, ¿podía confiar en que aquella federal estuviese a la altura de las circunstancias?
—Ya sabe cómo actúan, jefe. Al empezar, son todo obsequiosidad y falsas promesas de compartir la información, y luego… ¡zas! Se sacan un conejo de la chistera en el último minuto y descubrimos que se han estado guardando sus cartas todo el rato. Nosotros hacemos el trabajo, cogemos a los chicos malos y ellos se llevan el mérito por apenas cooperar. —Ya le había sucedido dos veces a lo largo de su carrera, una de ellas con unos resultados casi fatales. No iba a permitir que ocurriese de nuevo.
—No creo que deba importar quién se lleve el mérito mientras se haga justicia —dijo la agente St. Martin con una voz tan suave como un whisky escocés de veinte años.
Zack le echó una mirada, y la frialdad y serenidad de la mujer hicieron que se sintiera exaltado. De niño le había costado mucho controlar su temperamento, sobre todo cuando alguien era objeto de una injusticia. «Zack», le solía decir su abuela, «tu apasionada defensa de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos es admirable, y te llevará lejos, siempre que en el camino no te conviertas en un matón».
Se esforzaba al máximo en controlar su carácter, al que tenía domeñado las más de las veces, pero esa noche le venía a las mientes el mal sabor de boca que le dejaron los federales la última vez que habían trabajado juntos.
Estaba a punto de explicar su comentario, cuando la mujer dijo:
—Todo lo que tengo le pertenece, detective.
La mujer arqueó las cejas y lo miró fijamente a los ojos con las manos cruzadas en el regazo en un claro intento de que apartara la vista. Casi desafiándolo, retándolo…
Zack apartó la mirada, sorprendido de que una mujer tan menuda tuviese el arrojo de intentar que apartara la vista. Y, sin embargo, lo había hecho. La primera reacción de Zack fue volver la cabeza sintiendo un indeseado arrebato de admiración.
—Muy bien —dijo Zack—. Pero —continuó, mirando primero a Pierson y luego a la agente St. Martin—, si averiguo que actúa con doblez, que se guarda pruebas o que engaña en general al departamento, se acabó lo que se daba.
—No actúo con ninguna doblez, detective —dijo la agente St. Martin.
Olivia supo que pisaba un terreno movedizo. Si el detective Travis presionaba a fondo, acabaría descubriendo la verdad. Y la amenaza de ser descubierta le aterrorizaba, pero también le daba el coraje para mantenerse fuerte, y se armó de valor mentalmente para un enfrentamiento.
Travis la miró de hito en hito, y sus ojos oscuros captaron todos los detalles de su aspecto en un acto de valoración que rozó la grosería. Ella venció el impulso de erguir la columna. El detective le recordaba a un jugador de fútbol americano, un tipo que hacía ejercicio y al que le gustaba hacerlo. Olivia se sintió aún más pequeña de lo que le permitía su diminuto metro sesenta y cinco escaso. Sin duda, estar sentada no ayudaba.
Pero Olivia no se dejaría intimidar.
—Siempre y cuando nos entendamos, agente St. Martin —dijo Zack—. ¿Lista para compartir? —El detective hizo un amplio gesto con el brazo hacia la puerta.
Olivia exhaló un suspiro contenido; lentamente, para que ni el jefe Pierson ni el detective Travis pudieran advertir su alivio.
—Absolutamente —dijo Olivia mientras se levantaba sujetando su maletín. Se despidió del jefe con la cabeza y siguió al detective fuera del despacho.
—Tengo una de las salas de reuniones dedicada al caso —dijo Travis—. Vayamos allí.
—No he venido a causar problemas —dijo Olivia con la necesidad perentoria de que el detective la aceptara.
—Estoy seguro de que no.
Sarcástico.
—¿No le gusta el FBI, verdad?
—En el pasado, mis relaciones con sus agentes no han sido nunca lo que uno llamaría positivas.
Olivia frunció el ceño. Conocía algunas historias de desacuerdo entre las policías locales y el FBI, pero ella estaba un tanto distanciada de la investigación. Todas las personas con los que trabajaba parecían gente amistosa. A decir verdad, su experiencia estaba a menudo en un laboratorio criminal a miles de kilómetros de distancia, aunque pensaba que ella le habría sacado provecho a las hostilidades.
El detective Travis la condujo por un laberinto de mesas. Una docena de hombres y mujeres los observaron al pasar; sus miradas escrutadoras hicieron que se sintiera cada vez más nerviosa mientras atravesaba el espacio generosamente iluminado. Decidida a que ninguna de aquellas personas le afectara, mantuvo la expresión del rostro impasible. Ya estaba jugando un juego peligroso; arriesgar su carrera era solo el principio. Pero saldría airosa; tenía que hacerlo.
Encontraría al asesino de Missy y se lo haría pagar. Se haría justicia… o moriría en el intento.
Tal pensamiento no la asustó… y eso le preocupó. Debería estar asustada, aterrorizada por el asesino que —por culpa suya— había secuestrado y asesinado a no menos de veintinueve niñas en treinta y cuatro años. Treinta contando la muerte de Michelle Davidson.
Pero había llegado hasta allí, y ya no había vuelta atrás.
Zack se detuvo de repente y se metió en una sala de reuniones cerrando la puerta tras ellos.
—Siéntese. Tenemos mucho trabajo que hacer.
Olivia dejó el maletín en el suelo y se sentó en una silla.
—He dicho que compartiría todo lo que tengo. No me parece justo que me juzgue sin darme siquiera la oportunidad de demostrar que no tengo otra finalidad que la de atrapar a ese asesino. —Un cosquilleo de culpabilidad revoloteó por su columna vertebral; aunque no tuviera relación con el caso, le estaba ocultando información al detective Travis.
Zack sacó una silla, se sentó con fuerza y se acercó un montón de expedientes. Miró fijamente a la mujer dando la impresión de estar sopesando las palabras de esta. Su examen hizo que Olivia se sintiese incómoda, pero se mantuvo firme. Zack Travis era la clase de poli que la calaría de inmediato a poco que ella se planteara bajar la guardia.
—Me alegra que podamos llegar a un acuerdo —dijo finalmente él, sin responder directamente a su comentario—. Nuestro departamento desea encontrar a ese tipo tan desesperadamente como su agencia.
Olivia asintió con la cabeza. «No, no lo desean tanto. Nadie quiere atrapar a ese tipo más que yo».
Zack advirtió la extraña expresión que cruzó el rostro de la agente St. Martin, algo que reconoció pero que no pudo identificar. Olivia irguió la espalda, lo cual no hizo mucho por su estatura media. Era una mujer menuda y esbelta, con la figura de un reloj de arena bajo un traje caro.
Mientras la miraba fijamente, Olivia apretó la mandíbula. Casi echó de menos morderse el interior del carrillo, y durante un instante fugaz pareció angustiada. Pero el detective parpadeó, y fuera lo que fuese lo que creyera haber visto desapareció, y la mujer simplemente le pareció alguien acostumbrado a mandar.
—¿Tiene nombre de pila o debo limitarme a llamarla superagente? —dijo Zack.
A Zack le gusto la manera que tuvo ella de irritarse; habría sido divertido provocarla, si no hubiesen tenido un asunto tan grave ante ellos.
—Olivia —respondió.
—La gente la llama Liv, ¿no es así?
Olivia se encogió de hombros.
—Algunos.
Zack hizo un gesto con la mano hacia los tablones de los asesinatos colocados contra la pared opuesta. Había observado que la agente los había recorrido rápidamente con la mirada, a todas luces impaciente por empezar.
—¿Qué sabe de mis casos?
Olivia se metió el pelo detrás de la oreja, pero se le volvió a caer hacia delante casi de inmediato.
—Al principio, leí los artículos de la prensa, y luego hice que me enviaran los informes del laboratorio para poder repasar las pruebas. Pero lo único que tengo es lo del asesinato de Benedict. No he tenido tiempo de revisar el expediente de Davidson. Doy por sentado que se trata del mismo asesino, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sin ninguna duda?
—No para mí. El director del laboratorio criminal lleva el caso personalmente. Doug Cohn. Él está de acuerdo: el mismo cuchillo, el mismo modus operandi y… —hizo una pausa antes de decir—: ¿Sabe lo del pelo, verdad?
—El asesino corta un trozo de unos dos centímetros de diámetro del cabello de la víctima.
Zack asintió con la cabeza.
—¿Alguna diferencia entre los dos casos?
Zack sacudió la cabeza.
—Nada sustancial. Jenny tenía nueve años; Michelle, once. Jenny era hija única y sus padres están divorciados; Michelle tenía dos hermanos y los padres siguen casados. Las dos fueron secuestradas por la tarde, asesinadas dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes y sus cuerpos fueron arrojados en zonas poco concurridas, y descubiertos poco antes de las veinticuatro horas.
—Aunque alguien encontró el cuerpo de Jenny Benedict enseguida —dijo Olivia—. Su informe dice que posiblemente antes de las dos horas, ¿no?
—Localizamos a todos los empleados que trabajan en ese polígono industrial. El propietario de Electrónica Swanson y Clark se marchó poco después de las seis de la tarde del viernes de hace tres semanas. Jura que pasó justo al lado del sitio dónde fue encontrado el cadáver de la niña y que este no estaba allí. El último empleado en marcharse, —Zack consultó sus notas—, fue Ann Wells. Trabaja en un almacén de suministro de pinturas industriales al final del callejón. No vio ni oyó nada fuera de lo normal; su marido la recogió a las siete de la tarde.
—Y su testigo llegó a las 21:30, ¿verdad? —observó Olivia.
Zack asintió con la cabeza.
—El sol se puso oficialmente a las 18:57, pero probablemente no oscureciera del todo hasta después de las 21:30. Me imagino que, a modo de precaución añadida, el asesino esperó a que la oscuridad fuera total para arrojar el cuerpo.
—¿Está considerando un intervalo de dos horas?
—Lo que creo es que el asesino no esperaba que alguien descubriera el cuerpo hasta el sábado por la mañana como muy pronto, y posiblemente que tal cosa no ocurriera hasta el lunes. Ninguna de las empresas abre durante el fin de semana.
—Leí algo acerca del tatuaje. —El corazón de Olivia se aceleró, eso era de lo que realmente quería oír hablar, pero no deseaba mostrarse demasiado ansiosa al respecto—. ¿Ningún detalle?
—Una de las niñas que vio a Jenny alejarse con el asesino vio un tatuaje. Fue una impresión vaga, y no nos dio nada más. Mi compañero está investigando crímenes parecidos. Hasta el momento hemos localizado dos, cuatro niñas muertas en Austin, Texas, y cuatro en Nashville, Tennessee. Estamos esperando los informes de Nashville. —Zack la miró fijamente y se retrepó en la silla—. ¿Trabaja en alguno de esos casos?
Era evidente que era el turno de que ella compartiera su información.
Olivia abrió el maletín y sacó la gruesa carpeta que contenía la información que había reunido.
—Por desgracia, creo que el hombre que estamos buscando ha asesinado a treinta niñas, incluyendo a Michelle Davidson.
—¿Treinta? ¿Y nadie ha caído en la cuenta de que tenemos a un asesino en serie de ámbito nacional? —Zack pareció tan furioso como realmente se sentía.
—Es un tipo prudente, metódico y paciente. Deja pasar años de inactividad entre los asesinatos. En tres de los casos (California, Kansas y Kentucky) se detuvo y se juzgó a otras personas por los crímenes. No hay un patrón claramente definido, y dado que entre un asesinato y el siguiente transcurren semanas antes de que se detenga, los casos se enfrían rápidamente. —Olivia le pasó una copia de su expediente por la mesa.
—¿Cómo relacionó estos casos con el mío?
—Como le dije, en California fue condenado alguien por un delito del que creo que es responsable su asesino de Seattle. El modus operandi es parecido. El hombre condenado acaba de ser puesto en libertad gracias a una prueba de ADN. Fue condenado sobre la base de pruebas circunstanciales, pero que convencieron al juez y al jurado. Pero él no secuestró a Meli… a la víctima.
—Pudo haber estado involucrado.
—Es posible. Ya he pensado en eso, pero el fiscal dijo que, dado el tiempo transcurrido, las pruebas eran demasiado endebles para garantizar una condena. Y con toda esa propaganda sobre los errores judiciales a nivel nacional… Bueno, creo sencillamente que no quiso arriesgarse a llevar adelante un caso difícil. —Había hablado del tema con Hamilton Craig a raíz de la puesta de libertad de Hall dos semanas atrás. El fiscal estaba dispuesto a volver a juzgar a Hall, pero no creía que pudieran ganar. No había ninguna prueba que sugiriese que hubiera dos personas involucradas. Eso no quería decir que no lo estuvieran, sino que sería complicado demostrarlo. ¿Y treinta y cuatro años después? Virtualmente imposible.
—¿Y usted qué cree? ¿Piensa que mi asesino actuó con otro?
Lo que Zack le estaba pidiendo era una opinión que cualquier otro policía, o agente del FBI, le podía dar. Ella no lo sabía.
—No tengo ninguna prueba que sugiera tal extremo…
—¿Qué es lo que piensa usted? ¿Qué es lo que le dice su instinto? ¿O es que a ustedes, los del FBI, no les permiten escuchar a su instinto?
¿Instinto? Olivia no sabía cómo escuchar a su instinto; ella necesitaba tener los hechos delante. Números, estadísticas, probabilidades… Podía comparar hilos microscópicos y decir con absoluta seguridad si coincidían o no. ¿Pero su pálpito acerca de si el asesino de Missy tenía un cómplice? Aquel era un territorio desconocido y potencialmente peligroso, y una zona en cuya exploración no se encontraba cómoda.
—Bueno —dijo tratando de ganar tiempo.
—Usted tiene una opinión. Escúpala. No se lo restregaré, si está equivocada.
Olivia tragó saliva y se metió el pelo detrás de la oreja.
—De acuerdo, creo que el asesino trabaja solo. Su delito es demasiado personal, demasiado íntimo como para compartirlo con otra personal. Pero… el asesinato de California parece ser el primero de los que ha cometido, y puede que todavía estuviese puliendo su estilo de matar. Las pruebas fundamentales que condenaron a Hall se encontraron en su camioneta; las pruebas halladas en la camioneta demostraron que la víctima había estado allí. —Olivia se interrumpió cuando se dio cuenta de que había pronunciado el nombre de Hall en voz alta. No tenía intención de hacerlo y retomó a toda prisa su línea de razonamiento confiando en que Zack no hubiese reparado en su desliz—. ¿Es posible que llevase en coche al asesino? ¿Tal vez le prestó la camioneta? Pero no soy capaz de comprender por qué razón alguien iba a guardar silencio e ir a prisión por proteger a otro.
—Estoy de acuerdo.
Olivia se sorprendió.
—¿De verdad?
—Los crímenes son demasiado personales; no me lo imagino con un cómplice. Aunque puede que al principio recibiera ayuda. —Zack se encogió de hombros—. No lo sabremos hasta que lo encontremos.
—¿Tienen alguna muestra de ADN o algo parecido? —preguntó Olivia.
—Tenemos una extraída del cuerpo de Michelle Davidson, pero parece que es pequeña. —Zack sacudió la cabeza—. No estoy muy versado en las pruebas de ADN, así que eso se lo dejo a Cohn. Es bueno. Pero todavía tardaremos semanas en conseguir algo. Cohn está intentando presionar al laboratorio criminal del estado para que se den prisa con la prueba, pero primero tienen que realizar las pruebas ordenadas por los jueces. —Se pasó la mano por la oscura barba de dos días y luego se frotó el cuello.
—Yo… —¿Cómo podría conseguir ella esa muestra sin que Zack pensase que se estaba apoderando del caso? Tenía que actuar con cuidado—. ¿Sabe?, tal vez podría acelerar el análisis de la muestra en el laboratorio del FBI.
Zack la miró con expresión perdida, y solo el tic de su cuello advirtió a Olivia de que sospechaba de sus motivaciones.
—¿Y? —dijo induciéndola a seguir.
—Allí contamos con el equipamiento más avanzado, y se puede decir que conozco al director adjunto del CODIS. Le dará prioridad, si se lo pido.
—¿Ah, sí?
Olivia tuvo la sensación de estar sentada en la silla eléctrica.
—Es mi ex marido.
—¿Su ex marido trabaja en el laboratorio? —Zack sonrió burlonamente—. Carajo, yo sería incapaz de conseguir que mi ex esposa me hiciera un favor.
Su humor hizo que Olivia se relajara un poco.
—Bueno, él sí que lo hará por mí. Nos separamos amistosamente.
—No es fácil conservar un matrimonio con un trabajo como el nuestro —dijo Zack, casi para sí.
Olivia volvió a sentir la punzada de culpabilidad. En su caso no había sido el trabajo, pero conocía a bastante agentes y policías para saber que las relaciones no eran fáciles para ellos. Por irónico que resultara, el trabajo había sido lo único que los había unido a ella y a Greg y que mantenía su amistad.
—De acuerdo —dijo Zack levantándose de golpe—. Si podemos conseguir más deprisa las respuestas utilizando a su ex, nada que objetar por mi parte. Bajemos al laboratorio, y usted y Cohn podrán hablar de todas esas cuestiones técnicas. Probablemente habrá adquirido un montón de conocimientos por estar casada con uno de esos tipos de laboratorio.
No sabes de la misa a la media, pensó Olivia.