Brenda Davidson apenas había dejado de llorar desde que habían encontrado muerta a su hija.
Cuando Michelle desapareció, no había llorado. Volvería a casa sana y salva, sin duda. Las cosas malas les ocurrían a los demás niños; a los suyos, no. No a su nenita.
Se sorbió la nariz en una profunda inspiración que acabó en un sollozo.
Aquella mujer de la víspera… Brenda debería haberla echado. ¡Cómo se atrevía a acusarla de desatender a sus hijos! ¿Quién era ella para juzgarla? Michelle estaba con sus amigas; no era culpa suya que se la hubiesen llevado. Como no lo era que la hubiesen asesinado.
Pero en el fondo, en lo más hondo de su corazón, solo se culpaba a sí misma.
«Tiene a sus dos otros hijos, señora Davidson. ¿Les ha dicho que los quiere?».
No paraba de decirles a cada momento a sus hijos que los quería. Les hacía tartas, y llevaba a las niñas a las Girl Scouts cada semana, y a Peter, a los entrenamientos del equipo de fútbol; y se había presentado voluntaria en el colegio de los niños para ayudar en la comida de la pizza todos los viernes. No paraba de «demostrarles» su amor.
Brenda estampó una sartén sobre el fogón. ¡Mira, les estoy haciendo tortitas! Había perdido a su hija y estaba cocinando en la maldita cocina. Se hacía cargo; siempre se encargaba sola.
Metió la mano en un cajón y sacó un molde metálico. Se lo quedó mirando de hito en hito durante largo rato, y las lágrimas le corrieron por la cara hinchada. A Michelle le encantaban las tortitas con forma de Mickey Mouse; solía comerse una pila de cuatro con mermelada de fresa. Y en las ocasiones especiales, Brenda dejaba que los niños les pusieran nata montada por encima.
Brenda se deslizó hasta el suelo mientras los sollozos le sacudían el cuerpo. «Todo es culpa mía». No había sido lo bastante diligente; no había vigilado a Michelle con la suficiente atención; no había pensado que alguna vez pudiera ocurrirle algo malo a su nenita…
—¿Mamá?
Se sorbió la nariz con la respiración entrecortada; sentía el cuerpo pesado, y sus movimientos eran torpes. Parpadeó y levantó la vista hacia su hijo.
—¿Qué? —Su voz era pastosa, un mero susurro.
—No encuentro a Amanda.
—¿Qué estará tramando ahora? —Brenda se levantó apoyándose en la repisa para soportar su peso—. ¿Dónde está tu padre?
—Durmiendo —dijo Peter en voz baja.
Andy se pasaba los días durmiendo desde la muerte de Michelle. ¡Cómo tenía la desfachatez de dormir! Ella no era capaz de dormir más que unos pocos minutos cada vez, porque cada vez que cerraba los ojos, veía a Michelle. No era justo que tuviera que soportar aquella carga sola. No era justo que le hubiesen quitado a su nenita.
—¡No es justo! —gritó Brenda.
Por el rabillo del ojo vio que Peter se estremecía y se recogía sobre sí mismo, encogiendo los hombros como si quisiese hacerse más pequeño.
«Usted tiene otros dos hijos, señora Davidson. Ahora, la necesitan más que nunca».
¿Qué estaba haciendo? ¿Qué les estaba haciendo a sus propios hijos?
—Peter… —Alargó la mano para coger a su hijo, dio un traspiés y lo levantó en brazos—. Lo siento. Lo siento. Lo siento. —Lo abrazó con más fuerza—. Te quiero, Peter. Y lo siento, siento muchísimo todo esto. Por favor, perdóname, por favor.
—Te quiero, mamá. Sé que extrañas a Michelle. Yo también la extraño.
—La extraño muchísimo. —Brenda nunca se libraría de la mancha negra que tenía en el corazón—. Pero vosotros me necesitáis, y no he estado aquí para cuidaros.
—Lo entiendo, mamá. —A Peter le corrieron las lágrimas por la cara. ¿Había llorado ya? Sin duda, también estaba apenado. Adoraba a sus hermanas. Y aunque tenía trece años, jugaba con ellas y les permitía que lo siguieran por el barrio sin quejarse demasiado—. Pero, mamá… estoy muy preocupado por Amanda. No sé dónde está.
A Brenda le dio un vuelco el corazón. No, no pasaba nada malo con Amanda. Era una buena niña.
—Estoy segura de que andará por ahí. Se ha aficionado a estar en su casa de juguete. Mira arriba; yo iré al patio trasero.
Pero cuando Brenda llegó a la gran casa de plástico colocada en mitad del patio, vio que Amanda no estaba dentro. Sintiendo un pánico creciente, buscó por todo el patio, pronunciando su nombre.
—¡Amanda! ¡Amanda!
No respondió. No estaba fuera.
No estaba dentro.
Había desaparecido.
—¡Andy! ¡Maldita sea, Andy! —Brenda entró como una exhalación en el dormitorio que compartía con su marido hasta la desaparición de Michelle—. ¡Andy, Amanda ha desaparecido!
Andy se incorporó y, por primera vez, Brenda se percató del agotamiento y el dolor grabado en el rostro de su marido. Quizá no hubiera estado durmiendo; quizá se había estado rompiendo la cabeza, igual que ella. En soledad.
—Llama al 911. Y al detective Travis. —Andy saltó de la cama y se puso una camiseta que estaba hecha una pelota sobre el suelo—. Haré que los vecinos se pongan a buscar. La encontraremos. ¡La encontraremos!
—No puedo perder a otra hija —dijo Brenda en un sollozo.
Andy y Brenda vieron la nota sobre el tocador al mismo tiempo. Las claras letras de molde estaban escritas concienzudamente a lápiz morado.
«Para mami y papi».
—¡Dios mío, Andy!, ¿la he obligado a marcharse? ¿A dónde diablos habrá ido?
• • •
El estridente pitido del móvil sacó a Olivia del sueño. Buscó a tientas el pequeño aparato y escudriñó la oscuridad con los ojos entrecerrados para leer los dígitos rojos del despertador del hotel. Las 6:34. Gimió. Después de dar vueltas y más vueltas durante la mayor parte de la noche, había conseguido dormir solo tres horas.
—Hola —dijo antes de que se sonara el cuarto timbrazo.
—¿Liv? Soy Greg.
Olivia se frotó los ojos.
—Lo siento. Estoy medio dormida.
—Probablemente no has dormido mucho —dijo Greg con una voz teñida de preocupación—. ¿Cómo lo llevas?
—Estoy bien. Estamos avanzando.
—Quería que supieras que he terminado el análisis del ADN de la muestra que me enviaron de Seattle, y que coincide en un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento con la muestra de Missy.
El cuerpo de Olivia se tensó, y ella reprimió un sollozo. Su instinto le había dicho que tenía razón, que el asesino de Missy estaba en Seattle; su experiencia le decía que tenía razón, pero oír el resultado de la prueba definitiva…
—Gracias, Greg.
«Gracias» parecía absolutamente inapropiado. Greg estaba arriesgándose a recibir un reprimenda, cuando no algo peor, tanto por ayudarla a engañar al Departamento de Policía de Seattle para que la dejaran tener pleno acceso al caso, como por utilizar los recursos del estado sin autorización.
—He recibido las muestras de vello púbico esta mañana. Me pondré con ellas hoy mismo y debería tener una respuesta en el curso de la mañana. —Hizo una pausa—. Rick me ha preguntado por ti esta mañana.
—¿Ah, sí?
—Le he dicho que estabas bien.
—Siento ponerte en la tesitura de tener que mentir a tu jefe.
—He sido yo quien me he puesto en esta situación, Olivia. No descansarías jamás, si no hicieses todo lo que estuviera en tus manos para ayudar. Pero me sigues preocupando. ¿Qué vas a hacer, si atrapáis a ese tipo?
Olivia llevaba días pensando en eso mismo. ¿Qué haría? ¿Se enfrentaría a él? ¿Lo abofetearía? ¿Le desearía que se pudriera en el infierno? Nada de eso parecía adecuado. Nada de lo que ella pudiera hacer enmendaría todo lo malo que había hecho aquel sujeto. Nada de lo que Olivia dijese haría desaparecer el dolor y la conciencia de que, durante treinta y cuatro años, un violento depredador hubiese andado suelto por las calles.
—No lo sé, Greg —dijo.
—Cuanto todo esto acabe, Liv, sabes que seguiré esperándote.
—Lo sé. —Su voz fue un puro susurro. Sí, lo sabía. Greg seguía queriéndola. Ella había sido una esposa horrible; no había sido capaz de darle el afecto que él se merecía. Distante, incapaz de compartir sus temores, había preferido la soledad a la compañía. Pero él seguía a su lado, y ella nunca lo olvidaría.
—Te haré saber los resultados del vello púbico cuando haya acabado, pero también me pondré en contacto con el director del laboratorio de Seattle, Doug Cohn, y le enviaré un informe por escrito. Lo necesitarán para el tribunal más adelante.
—Gracias, Greg.
Se despidió de él y colgó el teléfono, sentándose en el borde del colchón del hotel, y de repente la habitación se le antojó demasiado insulsa. ¿Cómo había acabado allí, a casi cinco mil kilómetros de su trabajo, sus amigos y su hogar?
¿Amigos? ¿Qué amigos? Su mejor amiga estaba realmente allí, en Seattle, y ni siquiera le había dicho todavía a Miranda lo cerca que estaba. Y Rowan, su otra compañera de la Academia del FBI, se estaba relajando en Colorado, en paz por primera vez en su vida. Su ex marido, Greg, era su único otro amigo íntimo, y ella tenía la sensación de que lo estaba utilizando.
Su casa de Virginia no era un hogar. Aunque decorada con más gusto que aquella habitación de hotel en la que estaba sentada en ese momento, apenas era más íntima. Pasaba todo el tiempo trabajando; no había nada especial esperándola en casa.
De repente, se sintió vieja. Le faltaban unos meses para cumplir los cuarenta, y allí estaba ella, mintiendo y manipulando a la gente por primera vez en su vida. No era supersticiosa ni creía en los malos augurios ni en ninguna de esas tonterías, pero no pudo por menos que pensar que su traición y su engaño estaban contribuyendo a la maldad del mundo.
Se dirigió lentamente al baño y abrió el grifo del agua caliente al máximo. La presión del agua era lastimosa, pero al menos la temperatura era correcta. Se desnudó y se situó bajo el chorro punzante, decidida a que la ducha le proporcionase la energía que necesitaba para mantener ese día las apariencias.
Nada más cerrar el grifo, oyó que estaban aporreando la puerta. Salió de la bañera de un salto y agarró la toalla, pero no cubría lo suficiente. No había llamado al servicio de habitaciones. Chorreando, corrió hasta la cama y se puso la delgada bata de algodón blanco que había llevado de casa; aquel no era un hotel de cinco estrellas que regalara albornoces de felpa y cremas corporales.
Los golpes continuaron, y Olivia oyó una voz sorda que pronunciaba su nombre, pero la puerta era demasiado gruesa para identificarla. Miró a través de la mirilla. Era Zack Travis.
Olivia quitó los cerrojos torpemente y abrió la puerta.
—¿Qué…?
Travis entró inmediatamente, y Olivia dio un paso atrás.
—¡Joder!, pensaba que le había ocurrido algo. Debe usted dormir como un muerto. Llevo llamando diez… —Zack la examinó de arriba abajo, lentamente—. ¡Oh! —dijo sin apartar los ojos, que se oscurecieron, volviéndose casi negros, mientras reparaba en el pelo mojado y en la bata chorreante de Olivia, y su mirada bajaba hasta el pecho y volvían a subir hasta la cara de Olivia.
El cuerpo de Olivia reaccionó ante la persistente y admirativa mirada de Zack. Sintió un cosquilleo en los pechos y cómo se le endurecían los pezones, y una repentina opresión en la garganta. Tragó saliva y retrocedió otro paso para dejarlo entrar; luego, cerró la puerta agradecida porque ya no la mirase, aunque su cuerpo seguía traicionando su deseo.
—No había caído en la cuenta de que tenía que llamar para pedirle permiso para ducharme. —Olivia intentó aparentar un aire profesional y duro, como si no se hubiese dado cuenta de la manera en que Zack le había inspeccionado el cuerpo con la mirada. Lejos de eso, le salió una voz ronca y sorda.
Zack se volvió para mirarla de nuevo, sosteniéndole, impasible, la mirada. Olivia se sintió atrapada contra la puerta, incapaz de moverse hacia el interior de la habitación sin tocarlo. La idea le produjo un escalofrío, al que no pudo restarle importancia atribuyéndolo a que hubiera cogido frío de después de la ducha. La sensación persistió, y Olivia fue algo más que consciente de que la fina bata de algodón se había pegado demasiado a su cuerpo mojado.
Así que era Zack.
Él avanzó hacia Olivia, que cometió el error de mirarlo a los labios; Zack los separó y se pasó la lengua por ellos.
La expectativa hizo que el corazón de Olivia se acelerase. La mano de Zack subió y le rodeó la nuca. Un escalofrío involuntario recorrió el cuerpo de Olivia.
Quiso decirle que se apartara, pero no consiguió reunir las palabras. En su lugar, bajó los párpados y separó los labios ansiando saborear los de Zack.
Olivia había esperado calor cuando él le rozara la boca con la suya; lo que no había esperado era un relámpago que la atravesara y le quemara las puntas de los pies.
El beso fue breve pero intenso. Zack retrocedió, y ella abrió los ojos. Por la expresión de su cara, él había sentido el mismo chisporroteo eléctrico entre los dos.
Olivia no quiso dedicar ni un instante a pensar en el error que acababan de cometer.
—Discúlpeme —farfullo Olivia. Pasó por su lado rozándolo, cogió la ropa del armario empotrado y se metió en el baño, cerrando la puerta con firmeza y apoyándose en ella. ¿Qué había en Zack Travis que la ponía tan nerviosa? Ella no era una joven que anduviera a la caza de polis calientes. Era una mujer madura, responsable y profesional. Tenía cosas más importantes que hacer que mirar a un hombre con ojos de cordero degollado.
Había dejado que la besase; había querido que la besase. Quería que la volviese a besar.
Pero eso estaba fuera de lugar.
El estridente timbre del móvil la sobresaltó. Pero era el del teléfono de Zack, no el suyo. Se puso la falda y la blusa de seda a toda prisa, mientras oía a Zack decir su nombre al teléfono.
Luego, silencio. ¿Quién lo había llamado? ¿Tenía que ver con el caso? ¿Le había llamado alguien del FBI para comprobar las credenciales de Olivia? ¿Zack ya se había puesto en contacto con el jefe de la oficina de Seattle y le había hablado de ella? Olivia no había tenido tiempo para prepararse. ¿Qué le iba a decir a Zack?
Tal vez Zack lo comprendiera, pero la apartarían de la investigación y la enviarían de vuelta a Virginia. Jamás vería cara a cara al asesino de su hermana ni conseguiría que al final se hiciera justicia.
La información que había reunido durante las últimas semanas en Virginia les había aportado nuevas pistas. Tenían mucho más que la víspera, y la víspera mucho más que el día que Jennifer Benedict había sido asesinada.
Olivia había ayudado, aunque hubiera infringido las normas al hacerlo. Y a todo esto, ¿cuáles eran aquellas malditas normas?
No quería engañar al detective Zack, pero estaría metida en aquello hasta el final… ya fuera ese mismo día, al siguiente o al cabo de una semana.
Respiró hondo y se puso la americana, se aplicó un poco de maquillaje en las sombras negras de debajo de los ojos, asumió una expresión profesional y se pasó rápidamente un cepillo por el pelo húmedo. No tenía tiempo de preocuparse por su aspecto.
Abrió la puerta y vio a Zack reclinado contra la pared con la cabeza gacha, los ojos cerrados y el móvil —ya cerrado— apoyado contra la frente.
—¿Qué ha ocurrido?
Zack la miró a los ojos con una expresión de dolor en la cara.
—Era Brenda Davidson. Su hija Amanda ha desaparecido.
A Olivia le dio un vuelco el corazón.
—Tenemos que encontrarla.