Cuando Olivia y Zack llegaron a la isla de Vashon, el cuerpo de la niña ya había sido trasladado al depósito de cadáveres. A la mañana siguiente, el forense haría la autopsia lo antes posible, con la esperanza de confirmar o desechar que se trataba del mismo asesino que había matado a Jenny Benedict y a Michelle Davidson.
De aproximadamente diecinueve kilómetros de largo y casi trece en su punto más ancho, la isla de Vashon era un lugar popular de escapada tanto para la población local como para los turistas. Kilómetros de carreteras rurales flanqueadas de pinos, unas playas inmaculadas y un faro histórico conferían a la isla un sabor a antiguo. Los artesanos y artistas acudían en buen número al lugar atraídos por exposiciones mensuales de arte, un grupo local de teatro y numerosas galerías de arte.
La isla era un lugar de diversión. A partir de ese momento, Zack ya no sería capaz de poner un pie allí sin pensar en la niña muerta.
Jillian Reynolds había sido arrojada en una densa zona boscosa del centro de la isla. Zack echó una mirada a Olivia. Esta hacía lo que podía para caminar con sus zapatos de salón; sin duda, no habían sido hechos para escalar rocas ni caminar por la arena. Aunque por otro lado, ninguno de los dos había pensado que acudiría a un escenario del crimen en la isla en plena noche.
Los tres —Rodgers, el jefe de la policía del condado, Zack y Olivia— estaban justo al otro lado de la cinta que precintaba el escenario del crimen y que rodeaba los árboles en un área de aproximadamente nueve metros cuadrados. Se habían instalado unas luces de construcción de alto voltaje, y aquel resplandor artificial confería una especial dureza al paisaje. Los detalles parecían demasiado nítidos, y las caras, casi descoloridas.
Olivia agradeció que hiciera calor bajo las luces. Estaba haciendo todo lo que podía para evitar que le castañetearan los dientes. Le había devuelto la cazadora a Zack sin mediar palabra; llevar su ropa en un escenario del crimen no habría sido profesional. El hecho de no haber llevado un abrigo tupido era de su exclusiva responsabilidad; en sus precipitados preparativos antes de salir de Virginia, que a la sazón disfrutaba de un veranillo de San Miguel, no se le había ocurrido comprobar el tiempo que hacía en Seattle antes de hacer las maletas. A decir verdad, en las últimas semanas, desde que Brian Harrison Hall había sido excarcelado, no había pensado mucho en nada que no fuera el asesinato de Missy, pero su descuido a la hora de coger la ropa adecuada le irritaba.
De pie bajo el calor de las potentes luces, Olivia observaba a los técnicos de la policía científica terminar de recoger las pruebas potenciales, y se moría de impaciencia por unirse a ellos. Seguía todos sus movimientos con ojo de lince. ¿Aquella mujer se iba a olvidar de recoger una muestra del terreno? ¡Bien!, pensó al ver el destello de una probeta. ¿Y qué pasaba con las ramas de los árboles? Tal vez el asesino se había enganchado el pelo o dejado algo de piel en una rama saliente. ¡Bien!, uno de los técnicos estaba examinando el follaje. Pero habían pasado tres meses desde el asesinato; cualquier prueba biológica habría desaparecido. Olivia intentó no desanimarse, pero el tiempo y los elementos eran enemigos de las pruebas.
—Mi gente sabe lo que está haciendo —dijo el jefe Rodgers. Olivia levantó la vista hacia el policía al detectar cierto dejo de resentimiento en la voz. Que Zack la hubiese presentado como «la agente St. Martin del FBI», no había sido una ayuda. Había percibido la irritación del policía y cómo se había erguido. No era tan alto como Zack, pero comparado con ella era enorme.
—Parecen más que competentes. —Olivia le dedicó una sonrisa. Ella no era la mala allí, pero tenía que ir con cuidado. Aquel era un territorio que desconocía, y no podía permitirse ningún desliz.
—¿Se lo han notificado a su familia? —preguntó Zack.
—Estamos en ello —dijo Rodgers—. La niña no era de la localidad. Su familia estaba pasando el fin de semana en la isla, cuando despareció. Me acuerdo del caso. Registramos la isla, creyendo que se había perdido. Al no encontrarla, la incluimos en la lista de personas desaparecidas, pero su madre dijo que la niña no sabía nadar y que la última vez que la había visto estaba cerca del agua. Todos pensamos… Bueno, las corrientes son fuertes en la parte occidental de la isla. —Se pasó la mano por la barba de dos días, dando la sensación de sentirse cansado y derrotado. Había sido una noche larga.
—¿Cómo la identificaron? —preguntó Olivia—. Con tres meses a la intemperie, debía de estar en un estado de descomposición avanzado.
—Seguía llevando una pulsera sanitaria como alérgica a la penicilina en la que estaba inscrito su nombre. —El jefe de policía respiró profundamente—. Tiene razón, no había mucho más que fuera identificable.
Olivia había visto cuerpos en descomposición de semanas, meses e incluso años después de la muerte. Era difícil trabajar con ellos, emocionalmente hablando. Ver lo que la muerte le hacía al cuerpo humano le hacía pensar a uno en su propia mortalidad. O, como era el caso, en la mortalidad de los seres queridos.
—Me puse en contacto con el jefe de la policía del condado de Bellevue —continuó el jefe Rodgers—, y me dijo que iría a ver a la familia esta noche. El forense confirmará la identidad del cadáver; contamos ya con registros dentales como parte de los casos de personas desaparecidas.
—¿Nadie vio nada? —preguntó Zack—. Cuando desapareció, me refiero.
Rodgers sacudió la cabeza.
—La niña paseaba por la orilla del agua; había prometido que no se metería, y era una tranquila mañana de domingo.
—¿Sola? —preguntó Olivia con incredulidad.
—La isla es segura, agente St. Martin. Recibimos a muchas familias durante los fines de semana. Pocos problemas, y ninguno como este.
«Ningún lugar está a salvo de aquellos que van tras los niños».
—Segura. —Olivia pronunció la palabra con brusquedad. Una tensión familiar bullía bajo su piel mientras intentaba refrenar sus emociones.
¿Quién estaba a salvo? Sin duda, no los inocentes niños, los seres más vulnerables de la sociedad, aquellos a los que deberíamos proteger. Nadie piensa que bajo el rostro amable de ese hombre de aspecto corriente que pasea por la playa se esconda un asesino. Todos esperan que el mal sea evidente a primera vista.
¿Es que no saben que el mal tiene el mismo aspecto que ellos? ¿Qué el enfermo pervertido no lleva «asesino de niños» escrito en la cara? ¿Qué los asesinos no llevan tatuada la palabra «asesino» en la frente?
—¿Olivia?
Era Zack, que le musitaba junto al cuello. ¿Por qué se acercaba tanto cuando ella estaba a punto de explotar? Olivia se apartó un paso de él, un paso pequeño, pero se percató de que Zack cambiaba de actitud. Desde que se había enterado de que el asesino de Missy andaba suelto, sus emociones se negaban a permanecer contenidas. Forcejeaban por liberarse de la caja de acero en la que ella las había encerrado hacía años, aporreándola hasta que el golpeteo se volvía casi insoportable.
—¿Liv? —La voz de Zack era baja. El jefe de policía les había dado la espalda y daba instrucciones a un ayudante—. ¿Se encuentra bien?
Ella cometió el error de mirarlo a los ojos. Estos la estaban valorando, escrutando, intentando trascender las capas de control que ella había construido concienzudamente a lo largo de los años. Zack transmitía una sensación de fuerza, y su cuerpo parecía siempre a punto de moverse, incluso cuando permanecía quieto. Su angulosa quijada cubierta por una barba de dos días y la dureza de sus rasgos le hacían parecer bastante más imponente que sus ojos oscuros, que la observaban preocupados y cálidos.
—Estoy bien —farfulló Olivia apartándose de la mirada constante del detective. Evaluando el escenario del crimen, dejó que sus emociones se diluyeran y volvió a instaurar el control con firmeza.
El consabido ritual de la reunión de las pruebas la devolvió a la realidad. Respiró profundamente, hizo acopio de fuerzas e intentó olvidar que Zack seguía observándola. Podía sentir su mirada en la nuca.
Olivia observó cómo una mujer, no mucho más alta que ella, se ponía en cuclillas para fotografiar las posibles pruebas. El destello del flash la tranquilizó; era algo familiar. Aunque en esos momentos trabajaba mayormente en el laboratorio, al principio de su carrera, cuando era agente de campo, había estado destinada al equipo de recogida de pruebas de la oficina de campo de San Francisco. Había trabajado en algunos casos importantes; el más grande, el de un asesino en el que intervenían varias jurisdicciones.
Pero aquello era historia pasada. Había entrado a trabajar en el laboratorio de Quantico hacía nueve años, dejando el FBI y el trabajo de campo solo un año después. A veces, lo echaba de menos, como en ese momento, al observar a los profesionales capacitados hacer su trabajo. Deseaba unirse a ellos.
«¡Bueno!». No trabajaba bien en equipo, lo cual era la razón de que hubiera entrado en el laboratorio. De acuerdo, eso se podía considerar un ascenso, y de todas maneras, con su doctorado y su experiencia científica, el laboratorio era donde mejor encajaba. Pero si hubiese funcionado mejor en grupo, nunca habría abandonado el FBI. Le resultaba difícil abrirse a los demás, y cuando uno trabajaba estrechamente con las mismas ocho o diez personas en una operación de gran tensión, era necesario poder relajarse, desahogarse y charlar animadamente. Pero Olivia no; nunca. Y la tensión de mantenerse siempre en guardia casi había acabado destrozándola.
Quantico era mejor. Un trabajo solitario, solo ella y las pruebas. En eso era donde se desenvolvía mejor: en depender de sí misma para conseguir hacer el trabajo. Nada de depender de otro.
Olivia se dio cuenta de que Zack y el jefe de policía habían estado hablando entre sí en los últimos minutos. Se concentró en la conversación.
—Puesto que el forense está en la ciudad, ¿quiere que me encargue de la autopsia? —le estaba preguntando Zack al jefe de policía.
—Muy bien —convino Rodgers—. Enviaré a mi equipo científico al laboratorio de Seattle con las pruebas, en lugar de al laboratorio del estado. Todo lo mío es suyo.
—Lo mismo digo.
Los dos hombres se dieron la mano en señal de acuerdo.
—¿Y cuál es el interés de los federales en todo esto? —preguntó Rodgers a Olivia, aunque miró a Zack.
—Sospechamos que este asesino ha estado actuando en varios otros estados durante muchos años —explicó Olivia—. Ha llevado su tiempo conectar los puntos, sobre todo porque en algunos de los crímenes había sospechosos.
—¿Y usted…? —empezó Rodgers, pero cerró la boca mientras hacía un gesto hacia la falda de la ladera al ver acercarse a Vince Kirby. Zack se volvió en la misma dirección.
—¡Oh, mierda! —masculló—. ¿Cómo coño se ha enterado de esto tan pronto?
—No por mi unidad —dijo Rodgers indignado—. Pero no me extrañaría nada que tuviera un espía dentro en cualquier parte.
Zack pensó que el jefe de policía probablemente tuviera razón. El periodista había publicado demasiada información interna en su periodicucho como para que solo fuera una cuestión de suerte. Tenía gente dentro, probablemente a más de uno. Hijo de perra.
Kirby les dedicó una sonrisa mirando más tiempo del debido hacia Olivia, que estaba tiritando, dando saltitos sobre los tacones, parada peligrosamente cerca de los reflectores. Para mantenerse caliente, sin duda. Zack deseaba darle de nuevo su cazadora, pero tuvo la impresión de que ella se mostraría reacia a aceptar el ofrecimiento.
—Este es el escenario de un crimen, Kirby —dijo Zack.
Kirby se detuvo justo al otro lado del brillante precinto amarillo de la policía y sonrió como un gato de Chesire. Sus facciones aparecían ensombrecidas y tristes bajo la hilera de focos.
—Resulta bastante evidente.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Zack metió los puños en los bolsillos, más que nada para evitar tumbar a Kirby de un puñetazo. Cada vez que aquel gilipollas condescendiente se acercaba, a Zack le entraban unas ganas incontenibles de borrarle la sonrisilla de su cara larga y estrecha de un certero puñetazo.
Pero cada vez que deseaba golpear a Kirby, se preguntaba si la razón no sería que lo culpaba por la muerte de Amy o que se culpaba a sí mismo.
—Diría que eso también resulta evidente. —Kirby miró más allá de ellos, hacia donde la policía científica estaba terminando su faena—. ¿El mismo tipo?
—Sin comentarios —dijo el jefe Rodgers—. Haré público un comunicado por la mañana. Puede pasarse por la comisaría alrededor de las once con toda confianza.
—Mmm. —Kirby sacó su libreta y su lápiz—. Veamos… el detective Zack Travis está fuera de su jurisdicción. Y se ha encontrado el cuerpo de una niña rubia. O eso al menos es lo que me han dicho mis fuentes. —Miró hacia Olivia y sonrió abiertamente—. Vaya, Travis, mira que traerse los ligues a los lugares del crimen. No sabía que eso estuviera en el reglamento. Aunque es evidente que has subido de categoría; a esta se la ve capaz de leer algo más que la primera cartilla.
Zack sacó las manos de los bolsillos y dio un paso adelante.
—Fuera de aquí, Kirby.
—Necesito una declaración.
—Lo que te voy a dar… —Zack respiró profundamente cuando sintió que una mano le agarraba con firmeza del antebrazo. Casi con la misma rapidez con que le había tocado, Olivia retiró la mano, pero la fuerza silenciosa de su presión detuvo el impulso de Zack lo suficiente para que este se diera cuenta de que Kirby le estaba tendiendo una trampa.
No podía permitir que Kirby le afectara. El pasado era el pasado; no podía ser que viera la cara de Amy cada vez que miraba a su novio. Aunque a veces, le resultaba condenadamente difícil olvidar y dejar en paz el pasado, sobre todo cuando le hacía sufrir. El jefe de policía se interpuso entre él y Kirby.
—Le haré una declaración lejos del escenario del crimen —dijo el jefe Rodgers.
—Pero creía que…
—Me trae sin cuidado lo que crea, Kirby. No toleraré que se contaminen mis pruebas teniéndolo por aquí. O lo toma o lo deja.
Kirby miró a Zack y luego a Olivia. Le guiñó un ojo.
—Cuando acabe con el detective Alégrame el día Travis, pase a verme por el periódico, y le enseñaré cómo trata a una dama un hombre de verdad.
Zack se movió nerviosamente y echó una mirada a Olivia. Lo último que deseaba que se divulgara en la primera plana del periódico era que los federales estaban metidos en la investigación. Y Kirby no se detendría allí; arremetería contra el Departamento de Policía, la policía del condado y todos los que se pusieran a tiro.
Olivia no dijo una palabra. Levantó una ceja hacia Kirby con una expresión fría y distante de desaprobación. Entonces fue Kirby quien se movió con inquietud ante el reproche visual de Olivia, y Zack no pudo por menos que quedar impresionado ante el poder que ejercía ella con una simple mirada. Kirby carraspeó.
—Me pasaré por la comisaría mañana, Travis. Todavía estas en el turno de tarde, ¿verdad?
—Habla con el jefe, Kirby. Yo no tengo nada que decirte.
—De acuerdo. —Le hizo un guiño a Olivia—. Solo estaba bromeando, ¿sabe? El ladrido de Travis es bastante peor que su mordisco. El suyo podría ser mucho peor que el de él.
¿Qué demonios se suponía que quería decir?, se preguntó Zack. ¿Kirby estaba siendo amable?
—Vamos. —El jefe Rodgers condujo a Kirby sobre el terreno rocoso hasta la explanada donde habían aparcado, situada más abajo.
—Gracias por no decir nada —le dijo Zack a Olivia, aunque seguía intentando resolver si Kirby se llevaba alguna especie de juego cutre entre manos del que él ignorara las reglas.
—No tengo nada que decirle a ningún periodista. —Parecía irritada.
—¿Sucede algo?
Olivia levantó la vista hacia él con el rostro impasible.
—Confíe un poco en mí, detective. Lo último que deseo es que la prensa se centre en mi presencia, en lugar de lo que es importante.
—Y lo importante ahora es encontrar a este asesino antes de que muera otra niña.
• • •
Brian Hall observó su reflejo en el espejo mugriento y desazogado de su patético piso. Las zorras de la puerta de al lado habían vuelto a la carga y se gritaban la una a la otra utilizando un vocabulario que Brian solo había aprendido después de entrar en la cárcel. La zorra número uno, la tía que parecía una bollera, había perdido su trabajo de ayudante —¿o ayudanta?— de camarero, y la zorra número dos, la colgada, quería dinero para un pico. El espejo tembló cuando algo metálico golpeó la pared medianera, y a Brian le entraron ganas de ir allí y darle una paliza a las dos zorras hasta que se callaran.
¿Cómo iba a poder pensar? ¿Cómo iba a poder hacer planes con aquellas dos dale que te pego todo el jodido tiempo? Al menos, en la cárcel había silencio. Cualquier cosa por encima de una conversación normal podía llevarte al otro barrio. Sí, claro, una y otra vez estallaban trifulcas, pero por la noche —como en ese momento— solía haber silencio. Tranquilidad.
Brian puso las manos sobre el tambaleante aparador y se escudriño la cara con más detenimiento. Era un viejo; su vida estaba acababa. Tenía cara de cansado, y sus ojos azules estaban pálidos. Y también estaban inyectados en sangre, porque no dormía bien. Se pasó la mano por el pelo cortado muy corto. Había bajado y pagado diez pavos —¡diez pavos!— al peluquero por el corte. Había tenido que hacerlo. El nacimiento del pelo estaba retrocediendo, y cuanto más corto llevara el pelo, menos advertiría lo poco que tenía. En la cárcel no se había preocupado.
Su boca había adoptado una mueca de desagrado perpetua. Intentó sonreír a su reflejo, pero no consiguió más que un rictus de desdén. No tenía vida. Nadie lo contrataría, excepto como ayudante de camarero de algún grasiento restaurante donde la bazofia por la que realmente pagaba la gente era peor que la comida de la cárcel.
Todo el mundo le despreciaba. Daba igual que hubiera demostrado su inocencia. Había estado en la trena tres décadas; nadie creía realmente que fuera inocente.
Cerró los ojos, y cuando los abrió, clavó la mirada en la parte superior del abarrotado aparador. El acero azulado y mate de la treinta y ocho le envió un destello al incidir en ella la luz artificial. La había comprado en la calle, detrás de aquel antro espantoso que era su piso. Le había sorprendido lo fácil que había resultado.
Cogió el revólver con manos temblorosas y se quedó mirando el cañón de hito en hito.
—Mi vida está acabada —dijo con voz hueca y metálica. Se puso el revólver en la boca, y el gusto metálico le hizo encogerse. Las lágrimas le resbalaron por la cara, y todo su cuerpo tembló cuando rodeó el revólver con la mano derecha para introducir el índice en el gatillo. Era difícil. Complicado.
Pero empezó a apretar el gatillo poco a poco. Sintió retroceder el percutor cuando el gatillo llegó a la mitad del recorrido. El gatillo se resistía, como si el propio revólver le dijera que esperase, que no lo hiciera, y entonces… Clic.
El revólver estaba vacío; no lo había cargado. Dejándose caer en el suelo, empezó a sollozar.
Su madre le tenía miedo, aunque él culpaba de eso a su primo Toby. No tenía casa ni amigos; nada era como había sido antes de ir a la cárcel.
Furioso, se limpió las lágrimas de la cara. ¡Mira en lo que te han convertido esas zorras! En un viejo quejica y llorón.
«¡Estúpida hija de puta, te mataré!». Otro mueble golpeó la pared del piso de al lado, mientras las zorras continuaban despotricando.
Patético. Él era patético, allí sentado en la raída alfombra acaso beige años atrás, pero ya marrón por el uso de años que de ella habían hecho otros patéticos perdedores como él que habían vivido en aquel patético piso.
Castigo. Tenía que hacerle algo a la gente que había destruido su vida. ¿Pero qué? ¿Qué podía hacer él para resarcirse de la vida que le habían robado?
Se levantó lentamente y caminó arrastrando los pies hasta la torcida mesa de formica situada en el rincón que hacía las veces de cocina, y donde se ubicaba un penoso frigorífico incapaz de mantener frías las cervezas y una placa de cocina de dos fogones. Sobre la mesa había un periódico y una libreta de espiral de noventa y nueve centavos que había comprado en el supermercado. Noventa y nueve centavos por aquella pequeña libreta de mierda de cuarenta hojas.
Se sentó en la solitaria silla y colocó el revólver con cuidado delante de él. Pasó la hoja y miró con atención los nombres de las personas que le habían tendido la trampa para incriminarlo.
Hamilton Craig. Maldito fiscal. No solo consiguió que lo condenaran, sino que recurrió seis veces su libertad condicional. Brian no era capaz de encontrar su domicilio, pero se había enterado de que el gilipollas era el fiscal del distrito del condado. Brian sabía con exactitud dónde trabajaba, y nunca había olvidado el aspecto de aquel hijo de puta.
Gary Porter. El poli estaba jubilado, y Brian tampoco podía encontrar su dirección, pero tenía una idea: primero, ocuparse de Hamilton Craig; luego, seguir al poli a su casa desde el funeral. Y si tenía suerte, aquella puta también estaría allí.
La puta que había sido la causante de todo: Olivia St. Martin.
Para empezar, de no haber sido por ella, nunca habría ido a la cárcel. Ella había mentido a los policías, había dicho que lo vio llevarse a su hermana, lo cual era una gilipollez porque él no lo había hecho. Le importaba una mierda que a la sazón hubiera sido una niña pequeña; había seguido mintiendo, y eso era todo. Tendría que pagarlo caro, la puta frígida esa. Por las acusaciones cada vez que había acudido a oponerse a su libertad condicional; como si hubiese sido culpa de él que su estúpida madre se hubiese suicidado. Si hasta llegó a decir en una ocasión que él debería haber sido ejecutado.
«Si se hubiese hecho justicia realmente, este hombre no estaría sentado hoy aquí. Estaría enterrado en la fría tierra, después de haber recibido una inyección letal».
Oh, sí, él tenía planes para la señora St. Martin.
Primero se encargaría del maldito fiscal, y luego del poli.
Dejaría lo mejor para el final. Olivia St. Martin lamentaría haber mentido alguna vez sobre él.
Ella pagaría por sus crímenes.