El día en que la vida de Olivia St. Martin cambió por completo empezó como cualquier otro.

Introdujo dos muestras en la placa de cristal del microscopio y se inclinó sobre la lente, ajustando el aumento hasta que los diminutos hilos de alfombra adquirieron nitidez. Reconoció el patrón de inmediato, pero analizó todos los puntos de similitud para su informe y los fue anotando en su hoja de análisis. Cuando terminó, utilizó la cámara incorporada en el microscopio para fotografiar el patrón, extrajo la prueba con las manos cubiertas con unos guantes de látex y la introdujo en una caja sellada para evitar la contaminación.

Tras firmar el informe, revisó el expediente para asegurarse de que su equipo había terminado de procesar todas las pruebas del asesinato de Camero. Todo parecía en orden, aunque todavía faltaba el informe del ADN. Se había encontrado un pelo de vello púbico ajeno en la víctima y se había remitido a la unidad CODIS (sistema combinado de indexación de ADN del FBI) para que se analizara y se introdujera en la base de datos. Al contrario de lo que se dejaba entrever en las series populares de televisión, el cotejo del ADN era un proceso lento y laborioso, que dependía en buena medida del personal y los recursos disponibles.

A Olivia le encantaba su trabajo y ya había obtenido su recompensa por ello: un año antes había sido ascendida a directora de análisis de pruebas indiciarias y materiales del laboratorio del FBI de Virginia.

La puerta se abrió, y Olivia levantó la vista cuando entró el doctor Greg van Buren. La expresión adusta de su ex marido le sorprendió: Greg solía o mostrarse risueño o meditabundo, rara vez deprimido.

Ella arqueó una ceja mientras cerraba la carpeta del expediente.

—Olivia. —Greg se aclaró la garganta. Bajo sus gafas de montura metálica, sus limpios ojos azules se entrecerraron con preocupación. Se movió con inquietud y bajó la mirada. Algo pasaba.

Olivia sintió una opresión en el pecho.

—¿De qué se trata?

—Vayamos a dar un paseo.

—Suéltalo.

—Vamos, Olivia.

Cuando se puso de pie, las piernas le flaquearon un poco, pero Olivia mantuvo la cabeza alta mientras avanzaba por el pasillo con Greg. Estaban en el último piso del edificio de tres plantas, pero optaron por coger las escaleras en lugar del ascensor para descender a la planta baja.

Fuera, la envolvió una oleada de aire caliente y húmedo. Olivia contrajo la nariz. El forro de algodón de su falda se le pegó de inmediato a las piernas, y venció el impulso de arreglárselo. Nunca se acostumbraría a aquellos veranos pegajosos de la costa este. Había pensado que una vez que pasase el Día del Trabajo (el primer lunes de septiembre) el tiempo refrescaría; no había habido tanta suerte. Nunca había imaginado que echaría de menos las mañanas grises de la península de San Francisco, pero cualquier día cambiaría la humedad por la niebla.

Estudió el comportamiento y la actitud de Greg; sucedía algo muy malo. El estómago le dio un vuelco. Estaba impaciente porque le hablara, aunque bien podría tratarse de algo que ella no quisiera saber.

Pasaron junto a la placa de piedra situada delante del laboratorio del FBI erigida el día que se inauguraron las nuevas instalaciones en el 2003.

«Detrás de cada caso hay una víctima —un hombre, una mujer o un niño— y las personas que la quieren. Dedicamos nuestros esfuerzos y este nuevo edificio del laboratorio del FBI a esas víctimas».

Olivia rara vez permitía que sus emociones aflorasen, fuera en público o en privado, pero aquella leyenda siempre conseguía conmoverla, al recordarle que, detrás de cada crimen, siempre había más de una víctima; que la muerte dejaba atrás a las personas amadas. Familia, amigos y, a menudo, comunidades enteras que lloraban la pérdida, con tanta intensidad a veces, que se asemejaban a una concha vacía, arrasada en su interior. Lo único que les quedaba a los supervivientes era la esperanza de que el culpable fuera castigado por sus crímenes.

—Liv, no sé cómo decirte esto.

Greg dejó de caminar, y los dos se pararon a la sombra del edificio. Pocos metros más allá, unos fumadores holgazaneaban en la zona destinada a fumar. Una débil estela del humo viciado de los cigarrillos flotaba en la quietud del aire.

—No entiendo por qué no alejan un poco más la zona de fumadores —dijo Olivia demorando la conversación.

Greg frunció el ceño.

—Olivia, esto es algo importante.

El tono de su voz hizo que todo el cuerpo de Olivia se crispara. Se volvió y clavó la mirada en el aristocrático perfil de Greg. La cara larga, la nariz cincelada, los ojos hundidos… Greg van Buren —pariente lejano del ex presidente— tenía el apacible atractivo de un niño bien. Era un hombre amigable, tranquilizador.

—Muy bien, entonces cuéntame. —Olivia se esforzó en ocultar su tensión bajo un aire de desinterés.

El dolor nubló la mirada de Greg. También la preocupación.

—Hoy me ha llamado Hamilton Craig.

—¿Y para qué demonios te ha llamado? —Olivia había visto al fiscal del distrito hacía tres meses exactamente, cuando el asesino de la hermana de Olivia había pedido la condicional, que le había sido denegada legítimamente.

Craig se estaba haciendo viejo y había anunciado que se jubilaría al final del mandato en curso.

—¿Algo va mal? ¿Se encuentra bien? —preguntó Olivia.

—Sí, sí, está muy bien —dijo Greg—. Se trata de Hall.

Olivia cerró los ojos. Era incapaz de pensar en Brian Harrison Hall sin sentir emociones encontradas: dolor, lástima, victoria, vacío… Y satisfacción porque Hall estuviera en la cárcel, a donde pertenecía. Y cólera porque no hubiera sido condenado a muerte. Su hermana había muerto por su culpa; debería haber corrido la misma suerte. Pero el Tribunal Supremo de California abolió la pena de muerte poco después de su condena, así que por periodos de tres a cinco años se examinaba su libertad condicional.

Olivia no se había perdido ni siquiera una de las seis vistas celebradas para examinar la libertad condicional de Hall. Haría lo que fuese por mantenerlo entre rejas.

—¿Qué? —Por fuera, estaba tranquila. Serena y profesional. Por dentro, sus nervios vibraron hasta un extremo insoportable.

—Su abogado pidió una prueba de ADN. La policía había conservado las pruebas, incluidas las muestras de vello púbico. Así que había algo con lo que comparar el ADN de Hall. El juzgado le concedió la petición el mes pasado. Y el laboratorio del estado de California ha presentado su informe esta mañana. —Hizo una pausa y se pasó la mano por el pelo cortado muy corto—. No sé cómo decir esto sin rodeos. No coinciden.

Olivia estaba segura de que no le había oído bien.

—No entiendo —dijo con lentitud—. ¿Qué es lo que no coincide?

—El ADN de Hall no coincide con la muestra de vello púbico encontrado en el cuerpo de tu hermana.

—No te creo.

El tono de voz de Olivia fue moderado; no así sus palabras, pero le traía sin cuidado. Tenía que haberse producido un error.

«Las pruebas no mienten».

—Hall será puesto en libertad mañana.

—No. No —dijo Olivia negando con la cabeza—. No puede ser. Mató a Missy. Él la mató. Yo le vi.

Lo dijo con total naturalidad. Ella lo «había visto». Recordaba la camioneta negra. El tatuaje del águila azul; el tatuaje que seguía conservando en el brazo. Su pelo rubio. La camioneta fue su… Las pruebas lo habían demostrado.

Olivia no había sabido nada de la investigación, cuando se llevó a cabo treinta y cuatro años antes. Pero había leído los informes en múltiples ocasiones desde entonces. Se los había aprendido de memoria. Olivia conocía todos y cada uno de los truculentos detalles acerca de lo que Brian Harrison Hall le había hecho a su hermana. Se habían encontrado fibras de las esterillas del suelo de la camioneta en el cuerpo de Missy; y la sangre de esta había aparecido en el asiento delantero.

Bastardo asesino.

—Hamilton me ha enviado el informe por fax. Lo he leído con detenimiento. He llamado al laboratorio criminal del estado de California y he hablado con el técnico que realizó el cotejo. No hay ningún error, Liv.

—No. ¡NO!

Su grito los asustó a ambos. Ella nunca gritaba, nunca levantaba la voz. Greg alargó la mano para acariciarle el brazo.

—Olivia, déjame ayudar…

Ella se apartó con brusquedad.

—Quiero ver el informe.

Antes de que Greg pudiese disuadirla, Olivia se dirigió como un vendaval hacia las puertas laterales y estampó la tarjeta de identificación contra el panel electrónico para volver a entrar en el edificio. Oyó los pasos de Greg detrás de ella cuando abrió la puerta de acceso a las escaleras y mientras subía a toda velocidad los escalones hasta el tercer piso.

Tenía que haber un error. El nuevo abogado de Hall había cambiado las pruebas. Se habían alterado. No eran suficientes para realizar una prueba comparativa. Las muestras se degeneran con el tiempo. Tenía que haber una «razón» para aquella mentira; siempre la había. Hall era culpable. Había matado a Missy. ¡La había matado, maldita sea!

A cada escalón que subía, el miedo y la ira iban creciendo en su interior. Ira porque no se hubiese hecho justicia; porque Hall fuera a salir por un tecnicismo en lugar de pudrirse en la cárcel; porque se burlase del sistema, y su miserable abogado intentase labrarse una reputación como defensor de asesinos.

Entonces apareció el miedo. Un miedo intenso y paralizante que removió algo en lo más hondo de Olivia; el miedo a que Hall fuera inocente. A que el asesino de Missy anduviese todavía suelto. A que siguiese matando niñas, y destrozando familias, y rompiendo corazones.

Y todo sería culpa suya.

Se tambaleó, interrumpiendo su paso enérgico y resuelto, y extendió el brazo en busca de apoyo. Cuando tocó la pared, la mano le temblaba.

Greg la alcanzó en el pasillo exterior del laboratorio de ADN.

—Olivia, detente.

Ella se sentía incapaz de mirarlo, temerosa de que sus ojos traicionasen la violencia de sus sentimientos.

—Estoy bien.

—No, no lo estás.

—Solo necesito ver las pruebas. —Pronunció cada palabra con cuidado, claramente, con las mandíbulas apretadas.

—Estás temblando.

—¡Enséñame el maldito informe!

Olivia respiró profundamente y se mordió la cara interna del carrillo para controlar sus emociones. Recobró la compostura recurriendo a toda su fuerza de voluntad y volvió el pálido rostro hacia su ex marido.

—Lo siento —dijo—. Ha estado fuera de lugar. No debería descargar mi frustración en ti.

No perdería el control delante de Greg; Olivia St. Martin no perdía el control delante de nadie.

Ni siquiera ante sí misma.

Greg abrió la boca para decir algo, y Olivia se armó de valor para defender su postura profesionalmente. Después de todo, era una profesional capaz de analizar objetivamente las pruebas; de ver la verdad contenida en los hechos, y de presentarlos con claridad y concisión a sus iguales o ante los tribunales.

Y podía hacerlo en ese momento.

Greg cerró la boca y utilizó la llave maestra para abrir la puerta del laboratorio.

—El informe está en mi mesa.