El detective Zack Travis se pellizcó el puente de la nariz como si reprimiera las lágrimas. Pero los que lo conocían se hicieron a un lado. El intenso pulso de su cuello apenas traicionaba una furia contenida, una ira que hervía a fuego lento bajo la superficie, una fuerza tangible que irradiaba del cuerpo correoso de Zack.
No había nada peor que el asesinato de un niño.
El escenario del crimen había sido aislado antes de su llegada. Miró a todas partes, excepto al suelo y a la brillante lona azul impermeabilizada con el pequeño bulto debajo.
El cuerpo había sido arrojado en una zona industrial de escasa actividad y llena de desperdicios al norte de la Interestatal 90, cerca de Quest Field, donde, negros e imponentes, unos edificios de acero y algunos bloques de hormigón erosionados por el clima montaban guardia de noche. De día, su deterioro y abandono eran un triste recordatorio de que aquella zona de la ciudad no iba a recuperarse en un futuro próximo, no obstante los tópicos y promesas de los políticos locales y los fondos para la reurbanización destinados por el ayuntamiento de la ciudad. Con los modernos parques empresariales que surgían por doquier en los barrios de reciente desarrollo, las zonas ruinosas se veían impotentes para atraer nuevos negocios. La mitad de las fachadas de los almacenes que Zack tenía a la vista mostraban carteles de «SE ALQUILA».
El parco alumbrado de seguridad de las puertas delanteras teñía la niebla de un amarillo enfermizo. Esa noche la niebla flotaba a poca altura debido a la cercanía del agua, y el resplandor de las linternas creaba un efecto de hielo seco en el amplio callejón.
Durante los tres años que Zack estuvo trabajando en la brigada contra el vicio, habían hecho varias redadas en aquellos almacenes. Las putas desesperadas eran capaces de ir tontamente hasta allí, un lugar tan apartado de las calles relativamente seguras del norte; durante el primer mes como detective de homicidios, había encontrado a dos prostitutas muertas por sobredosis a poca distancia de donde se encontraba la víctima de ese momento.
Respiró profundamente y se puso en cuclillas sabiendo que no había ninguna manera de prepararse realmente para lo que estaba a punto de ver. Apartó la lona.
Ningún niño debería morir, sobre todo en un sórdido callejón de una zona depauperada de la ciudad. Pero Zack determinó de inmediato que la pequeña Jenny Benedict, de nueve años, no había sido asesinada allí. Había poca sangre, y por el número de puñaladas tendría que haber mucha.
No se demoró mirando. Volvería a enfrentarse a la víctima durante la autopsia, pero en ese momento tenía que centrarse en encontrar al hijo de puta que la había asesinado.
—¿Y el forense? —preguntó a su compañero.
—De camino —respondió Nelson Boyd.
Zack suspiró y se frotó la nuca. Boyd era un novato que estaba bajo su responsabilidad, algo que a Zack no le gustaba ni un pelo. Nunca había querido ser oficial de adiestramiento, pero cuando Rucker fue y se jubiló, había tenido que apechugar con Boyd.
El chico estaba todo lo verde que se podía estar, incluidos sus brillantes ojos azules. A Zack le habría sorprendido enterarse de que se afeitaba todos los días. Pero Boyd se había pasado cinco años de uniforme en una tranquila zona residencial de las afueras de la ciudad, y una vez conseguida su placa, había sido trasladado a la gran ciudad. El jefe le había asignado a Boyd, sin duda como venganza porque su ex ligue había tratado de tirarse a Zack en el partido de béisbol entre pasmas y bomberos. El jefe sabía muy bien lo mucho que odiaba ser oficial de adiestramiento.
—¿Qué es lo siguiente, señor?
—Para ya con lo de señor —masculló Zack. Boyd le hacía sentir viejo y le recordaba que su cuadragésimo cumpleaños había pasado hacía apenas unos meses. No es que le importara el número, pero su cuerpo estaba empezado a quejarse de los enérgicos ejercicios de gimnasia matutinos.
Dejó a un lado su frustración y preguntó:
—¿Dónde está la maldita policía científica?
—De camino —dijo Boyd botando. Sí, botando sobre los talones. El desasosiego del chico le sacaba de quicio, y solo llevaban dos semanas formando pareja. ¿Cómo demonios iba a aguantar seis meses?
—¿Dónde está el tipo que la encontró?
—El agente Paul lo tiene en conserva en la empresa de electrónica de la puerta contigua.
Zack arqueó una ceja. ¿En conserva?
—Quiero hablar con él. Quédate aquí y mantén alejado a todo el inundo hasta que lleguen los de la científica. —Arrugó el entrecejo. La niebla y la deficiente iluminación harían casi imposible la búsqueda de pruebas, aunque trajesen lámparas industriales de alto voltaje. Tendrían que permanecer en el escenario del crimen hasta bastante después del amanecer. Pero si, tal y como sospechaba Zack, el cuerpo había sido arrojado allí, habría poco que buscar.
El testigo, un tipo joven flaco y de cara alargada, estaba sentado en una mesa de secretaria dentro del insulso edificio. Zack echó un vistazo a su alrededor. Aquel podía ser cualquier negocio del montón, las mismas sillas sucias, la moqueta de calidad industrial llena de manchas, las destartaladas mesas metálicas, peores aun que la que tenía Zack en comisaría. Pero los ordenadores de las cabinas que cubrían una de las paredes parecían ser último modelo, y Zack se fijó en un sistema de seguridad de alta tecnología instalado junto a la puerta.
—Travis —saludó el agente Tim Paul, y atravesó la estancia hasta la puerta para que el testigo no pudiera oír.
—¿A quién tienes?
—Reggie Richman, veinte años, empleado de Electrónica Swanson y Clark. Dice que vino a ejecutar las copias de seguridad de los ordenadores, lo que hace dos veces al mes después del horario comercial. Les hace un chequeo. Llamé a su jefe y comprobé lo del empleo y su historia. Lleva dos años en la empresa y asiste a la escuela universitaria municipal de Seattle a tiempo parcial.
Zack asintió con la cabeza observando a Reggie Richman, que se miraba lo que parecían unas manos en constante movimiento. Tamborileaba con los dedos, daba golpecitos con los lápices y hojeaba los papeles sin leerlos. ¿Energía nerviosa o culpabilidad?
—¿Qué ha declarado?
—Qué casi le pasa por encima a la niña con su ciclomotor.
—¿Una motocicleta?
—No, de las que tienes que pedalear. —Paul sonrió y enseguida volvió a ponerse serio—. Vive en un edificio sin ascensor a un kilómetro y medio de distancia, a medio camino entre aquí la universidad. No tiene carné de conducir, aunque sí una tarjeta de identidad del estado de Washington. Dice que fue a clase después del trabajo, pilló una hamburguesa y volvió aquí, probablemente alrededor de las 21:30. No vio a la víctima hasta que no la tuvo a pocos centímetros delante de él. Entró en el edificio y llamó al 911. La llamada se registró a las 9:40. Urbanski y yo llegamos al escenario del crimen a las 9:55. Cortamos los accesos y aislamos el escenario.
Zack miró su reloj. Las diez y media.
—Gracias. Empezaré aquí, pero te agradecería que cubrieras la puerta.
—Pues claro.
Reggie levantó la vista cuando Zack se acercó.
—¿Puedo irme?
—Todavía no. —Zack se sentó en la silla de patas metálicas que había delante de la mesa. La silla crujió, delatando su edad, y Zack confió en que lo aguantara; no estaba gordo, pero era un tipo grande. Se inclinó hacia delante, más para repartir el peso en la endeble silla que para intimidar al chaval, pero le complació el efecto secundario. Conseguiría la verdad.
—¿Reggie, verdad?
—Sí. —El chico rompió un lápiz por la mitad y se quedó mirando los dos trozos de hito en hito con los ojos muy abiertos; entonces, los dejó caer como si quemasen—. Lo siento.
Aquel chico no parecía un asesino, pero Zack no tenía mucha fe en las apariencias.
—Soy el detective Zack Travis, de homicidios. Los agentes me han dicho que has encontrado el cuerpo y que lo has comunicado por teléfono.
—Ssí. Eso he hecho.
—¿Podrías repasar lo ocurrido? Cuándo has llegado aquí, qué has visto, cuando has llamado…
—Esto… claro. Ya lo he contado todo. —El chico hizo un gesto hacia el agente Paul, que estaba parado junto a la puerta a unos cuatro metros de distancia.
—Necesito oírte contar cómo has encontrado el cuerpo.
—Ah. De acuerdo. —Reggie respiró profundamente y empezó a jugar con una caja de clips—. Sabía que estaba muerta, así que no he querido, esto, tocarla. Se suponía que no tenía que hacerlo, ¿verdad? Y yo suponía que no tenía que hacerle el boca a boca, ¿no es cierto?
—Has actuado perfectamente. Dices que sabías que estaba muerta.
—Sí. Tenía los ojos abiertos y no parecían… ya sabe, como si estuvieran vivos.
—Sé lo que quieres decir.
—Yo, esto, iba montado en mi bicicleta y…
—Tal vez sería más fácil si empezases por el momento en que te has ido hoy del trabajo. ¿Cuál es tu horario? ¿Por qué has vuelto esta noche?
—Me marché a las cuatro, como siempre. Los lunes, miércoles y viernes tengo clases: Ingeniería Informática a las cinco de la tarde, y Programación Avanzada de Bases de Datos a las siete y cuarto. Esta acaba a las nueve menos cuarto. Luego me fui al McDonald’s.
—¿Qué comiste?
—Esto, dos Big Mac y un batido de chocolate. —Reggie se dio la vuelta.
Aquel chico no era un asesino. Zack lo supo de manera instintiva. Se había aligerado de los restos de la comida de McDonald’s al dirigirse al edificio. La visión del cuerpo debía haberlo hecho vomitar. Zack se alegró de que hubiese conseguido alejarse del escenario del crimen antes de echarlo a perder.
—¿Adónde fuiste luego? ¿A casa?
—No, vine aquí. La niebla se estaba haciendo más densa por momentos, y quería terminar la copia de seguridad y volver a casa antes de que los coches ni siquiera pudieran ver mi luz. Los automovilistas no se preocupan mucho de las bicicletas que circulan por la carretera. Ya me han dado dos veces.
Zack asintió con la cabeza.
—Entiendo. —La mayoría de los automovilistas tampoco respetaban a las motocicletas.
—Bueno, el caso es que venía pedaleando por el callejón y allí estaba ella, justo en el medio. De no haber virado bruscamente, la habría golpeado. Me di la vuelta, miré y… bueno, fue entonces cuando supe que estaba muerta. Entré aquí y llamé al 911. Y ese agente vino a la puerta y lo dejé entrar. Yo… esto, la había cerrado con llave porque no sabía lo que estaba sucediendo, ¿sabe usted?
—Has hecho lo correcto, Reggie. Hoy te has ido de aquí a las cuatro. ¿Cuándo se marcha la gente normalmente?
—Hoy es viernes, y la gente termina antes, aunque el jefe suele quedarse hasta las seis. Si quiere, lo puede comprobar; el último que se marcha pone la alarma.
—¿Estaba conectada cuando entraste?
—Sí. Puedo imprimir un informe.
Zack sabía que estaba entrando en un terreno en el que tal vez necesitase una orden judicial, pero el chico le había ofrecido los informes… Tim Paul estaba allí para dar fe de eso, así que decidió dejarle hacer.
—Fantástico, consígueme el informe.
El chico suspiró, a todas luces relajado, y sus dedos se deslizaron como una bala por el teclado. Un par de minutos después, el informé empezó a imprimirse, y Reggie giró en redondo, cogiendo la hoja de un tirón cuando salió.
Se la explicó a Zack.
—Esto indica que el empleado 109 (esto es, Marge, que es la que se sienta en esta mesa), entró y desconectó la alarma a las 7:04 de esta mañana. Y aquí… ¿ve?, el señor Swanson puso la alarma a las 16:45, pero no se marchó.
—¿Cómo lo puedes saber?
—Solo conectó las puertas exteriores. La alarma completa se compone de sensores tanto internos como externos. Se marchó a las 18:10 y entonces puso todas las alarmas. Y este soy yo, el empleado 116, que entró a las 21:40 de esta noche.
—¿A qué se dedica la empresa? —Zack echó un vistazo en derredor sin poder ver el nombre de la empresa.
—Restaura impresoras. Las compramos baratas en grandes lotes a organismos oficiales, colegios o a quién sea; luego, las limpiamos, sustituimos los componentes rotos o desgastados y las vendemos a un mayorista.
—¿Y tu trabajo?
—Yo soy el departamento de tecnología de la información. Me aseguro de que los ordenadores funcionen, de la red, de ejecutar los informes y cosas parecidas.
Todo lo que Reggie decía tenía sentido. Solo era el tipo desafortunado que se había topado con un cadáver.
—¿Viste a alguien? ¿A pie o en coche? ¿Viste algún vehículo tanto circulando como aparcado?
Reggie negó con la cabeza.
—Este sitió está muerto de noche. —Se puso colorado—. Esto… no quería decir algo así.
—Lo sé. —¡Maldición! El cuerpo no podía llevar allí más de un par de horas.
Había mucho trabajo que hacer. Era viernes; habría poca gente trabajando al día siguiente. Tendrían que localizar a los propietarios durante el fin de semana y ver qué podían averiguar sobre los horarios y las personas que hubieran estado trabajando después de las seis de la tarde. Sería mucho mejor interrogar a la gente al día siguiente, pero no había forma de que pudieran localizar a los cientos o así de empleados que trabajaban en esa parte del polígono industrial durante el fin de semana. Cualquier pista que pudiera tener uno de ellos estaría fría el lunes.
Aunque Swanson, el jefe de Reggie, sería el primero. Luego, seguirían por los edificios más cercanos al lugar donde fue arrojado el cuerpo.
—Gracias por tu tiempo, Reggie. Voy a tener que pedirte que te quedes por aquí un rato más. Pudiera ser que la policía científica tuviera que hacerte alguna pregunta una vez que inspeccionen la zona.
—Sí, señor.
¿Por qué todos los menores de treinta años lo llamaban señor?
—Gracias por tu ayuda.
El escenario del crimen, a unos doce metros de la puerta principal de la empresa de restauración de impresoras, brillaba en ese momento bajo la luz, y la niebla arrojaba un resplandor fantasmagórico. Los de la científica habían llegado. Zack se fijó en que Doug Cohn, el jefe de la unidad, había ido en persona.
Se acercó a Cohn mientras el especialista dirigía prioritariamente a su equipo de tres personas en la comprobación del perímetro de las luces. Cincuentón y casi completamente calvo, Cohn tenía una cara joven y un temperamento tranquilo.
—Gracias por encargarte en persona.
Cohn le quitó importancia al hecho con un encogimiento de hombros.
—Se le da mucha importancia al sueño. —Hizo una pausa—. He oído que se trata de la niña desaparecida.
—No hay una identificación positiva por el momento, pero sí, es ella. —Zack tragó saliva con dificultad. Jenny Benedict había desaparecido hacía tres días, secuestrada a última hora de la tarde del jueves mientras jugaba con sus amigos en un parque de su barrio.
Zack sabía a dónde iba a ir cuando se marchara del escenario del crimen. Era una parada que no quería hacer, pero que no podía evitar.
—¿Testigos?
—Un técnico informático casi se da literalmente de bruces con el cuerpo cuando circulaba en bicicleta.
—¿De noche?
—Realiza copias de seguridad o algo así.
—¿Qué piensas?
—¿Del testigo? No tiene nada que ver con esto. Pero lo tengo retenido ahí. Jura que no la tocó, pero pensé que tal vez deberíais verificarlo.
—Lo haré en cuanto acabe con ella. —Cohn arrugó el entrecejo mientras se ponía los guantes, se arrodillaba junto a la lona y la levantaba—. ¡Dios bendito!
Bajo la iluminación, la piel de la niña aparecía más blanca de lo que debería, y las profundas puñaladas rojas daban fe de su muerte. El ayudante de Cohn hizo unas fotos antes de que este inspeccionara el cuerpo.
—Lleva muerta al menos doce horas, supongo que incluso más. Tal vez unas veinte. Probablemente podamos precisar más la hora a partir de la autopsia. Diría que se desangró hasta morir; parece que una de las puñaladas le alcanzó alguna cavidad del corazón. Gil podrá darte una relación exacta de las heridas. —Gil Sparks era el forense.
Cohn levantó la falda del cadáver. La niña no llevaba bragas.
—Prueba externa de agresión sexual.
Inclinó la cabeza a un lado.
—¿Qué es esto? —dijo Cohn casi para sí.
—¿El qué? —Contra su voluntad, Zack se acercó un poco más.
—Parece que le hayan cortado una parte del pelo. Sus buenos dos centímetros y medio, hasta el mismo cuero cabelludo, y con tijeras.
—¿Se llevó su pelo? —Zack sintió que se le cerraba la boca del estómago. Un enfermo hijo de puta. Y los enfermos hijos de puta no se detenían con la víctima.
—Eso parece, a menos que sus padres tengan algo más que decir al respecto. Puede que se lo cortara ella misma, o que se lo hiciera una amiga… —La voz de Cohn se fue apagando poco a poco. No se creía lo que estaba diciendo más de lo que se lo creía Zack.
—¡Mierda! —dijo Zack frotándose la cara con una mano. Estaba a punto de hacer otra pregunta, cuando Cohn farfulló:
—¿Qué es esto?
—¿El qué? —preguntó Zack agradeciendo que Cohn le hubiera cerrado los ojos a la niña. «Descanse en paz».
—¿Ves esas marcas?
Cohn estaba señalando el antebrazo de la niña. Al principio, Zack no pudo ver nada; luego, unos cuantos puntos pequeños con la forma de unas extrañas comas se hicieron evidentes bajo la luz.
—No tengo ni idea de lo que pudo causar esas marcas —dijo Cohn—. Hablaré de ello con Gil. Hay al menos una docena de pinchazos pequeños, pero sin duda fueron hechos post mortem. Tal vez con algo utilizado para transportarla, pero es solo una suposición.
Al menos, era algo que podía relacionar al asesino con la víctima.
—¿Algo más que puedas decirme antes de que vaya a ver a sus padres?
—Solo lo que estás pensando.
«Asesino en serie». Una víctima, y Zack ya se temía lo peor. Pero fue la manera de prepararlo todo, las cuchilladas y el pelo desaparecido lo que le dijo que el asesino volvería a atacar.
—Espero que nos equivoquemos.
—No nos equivocamos.
Zack se alejó del escenario del crimen, dejando a la víctima en las manos competentes y sensibles de Doug Cohn.
La niña de nueve años Jenny Benedict había desaparecido hacía tres días, y su madre había temido que fuera obra de su ex marido. La víspera habían localizado a Paul Benedict en una planta de laminación de acero de Pennsylvania, donde trabajaba; el hombre ignoraba incluso que su hija hubiera desaparecido. Si no había respondido a las llamadas telefónicas de su esposa era porque se había retrasado en la pensión alimenticia.
Zack llamó a un psicólogo para que se reuniera con él en casa de los Benedict. Una niña había muerto. Pensaba que las cosas no podían empeorar.
Se equivocaba.
Tres semanas después, desapareció otra niña rubia, y Zack supo con certeza que tenía un asesino en serie entre manos.